?Legitimidad o consenso?
Tradicionalmente, el Estado democr¨¢tico ha basado su legitimaci¨®n en lo que Max Weber denomin¨® el principio de la legitimidad legal nacional. De acuerdo con el mismo, para que el poder pol¨ªtico sea leg¨ªtimo es preciso que se obtenga y ejerza conforme a unas reglas generales racionalmente creadas, y a cuya observancia y cumplimiento se encuentran obligados tanto gobernados como gobernantes. El principio de la legitimidad legal-racional, gr¨¢ficamente expresado en el concepto del Estado de derecho, supuso un gran avance con respecto a ¨¦pocas anteriores, pues, al desligar la legitimidad de la sustancia de la autoridad ostentada, permiti¨® independizar el fundamento del poder, situ¨¢ndolo m¨¢s all¨¢ de la voluntad y los deseos de quienes lo ejercen en cada momento concreto.Con el transcurso del tiempo se: consider¨® que el principio de legitimidad resultaba en s¨ª mismo insuficiente. La democracia - se dec¨ªa - no puede quedar reducida a simple m¨¦todo, a pura legitimidad formal, sino que implica tambi¨¦n valores, fines y objetivos. Un sistema democr¨¢tico funciona no porque est¨¦ organizado mediante una serie de normas reconocidas y aceptadas, sino porque sus fines b¨¢sicos y sus normas procedirrientales van dirigidos a la satisfacci¨®n de las aspiraciones de los ciudadanos.
Por ello, junto al principio de la legitimidad legal-racional, surgi¨® un segundo principio, el de la eficacia, entendido como la capacidad del sistema para la satisfacci¨®n de los objetivos marcados. Su expresi¨®n pr¨¢ctica la constituye el concepto de Estado social de derecho. De acuerdo con el mismo, el sistema democr¨¢tico no se agota en la existencia de una sociedad bien ordenada, sino que implica tambi¨¦n, necesariamente, una administraci¨®n eficaz de los recursos sociales con el objeto de maximizar la satisfacci¨®n de los ciudadanos.
La conclusi¨®n que se obtiene de la combinaci¨®n de ambos principios es que la legitimidad supone condici¨®n necesaria, pero no suficiente, para la democraticidad de un sistema pol¨ªtico. Actualmente, la pr¨¢ctica totalidad de los pa¨ªses democr¨¢ticos desarrollados aceptan tal conclusi¨®n. Sin embargo, bien sea por su mayor tradici¨®n, o bien por las dificultades que entra?a la aplicaci¨®n pr¨¢ctica del principio de eficacia, lo cierto es que el principio de legitimidad siempre ha gozado te¨®ricamente de un mayor predicamento que el de la eficacia.
S¨®lo te¨®ricamente, pues, la obsesi¨®n estos ¨²ltimos a?os por el formidable problema de c¨®mo hacer m¨¢s eficaz el principio de eficacia est¨¢ provocando un descuido y arrinconamiento cada vez m¨¢s evidentes del principio de legitimidad. Una buena muestra, aunque no la ¨²nica, de cuanto acabo de indicar la tenemos en el pol¨¦mico proyecto de ley de seguridad ciudadana.
Frente a la alarma casi generalizada mostrada por sectores cualificados (magistrados, jueces, abogados, catedr¨¢ticos de Derecho, etc¨¦tera) que han insistido fundamentalmente en los factores de legitimidad, ausencia de garant¨ªas para el ejercicio de derechos y libertades, e incluso abandono del propio principio de divisi¨®n de poderes, el Gobierno ha sustentado la defensa de su proyecto ampar¨¢ndose exclusivamente en factores de eficacia: la necesidad, apoyada por la mayor¨ªa de los ciudadanos, de una mayor y mejor seguridad p¨²blica.
La cuesti¨®n es mucho m¨¢s seria de lo que a primera vista parece, ya que ejemplos como el que acabo de citar constituyen tan s¨®lo la punta del iceberg. Hay casos, como la ley Corcuera, en los que la transgresi¨®n tanto formal como de contenido de derechos y libertades fundamentales resulta tan palpable que es inevitable la aparici¨®n de focos de contestaci¨®n y rechazo. Pero son los menos. Actualmente puede observarse en la pr¨¢ctica totalidad de los pa¨ªses democr¨¢ticos desarrollados no tanto una tendencia a una sustituci¨®n lisa y llana del principio de la legitimidad por el de la eficacia - lo cual resulta extraordinariamente burdo -, sino una tendencia dirigida a confundir el concepto de legitimidad con los de creencia, opini¨®n o consenso. Un excelente y reciente ejemplo de ello lo tenemos en la idea expresada por el presidente del Gobierno de que le bastaba "con levantar un solo dedo para ganar por goleada".
Tal tendencia, aun sin negar la necesidad del principio de legitimidad, sin embargo lo identifica-reduce con la habilidad de los poderes pol¨ªticos para persuadir a los ciudadanos de la validez de sus decisiones. Es evidente que en las actuales sociedades de la comunicaci¨®n resulta relativamente f¨¢cil establecer un flujo de informaci¨®n y persuasi¨®n desde los l¨ªderes a los ciudadanos, mediante la diseminaci¨®n de s¨ªmbolos justificadores de las decisiones pol¨ªticas por ellos tomadas. Esa diseminaci¨®n provoca una disgregaci¨®n y una unidimensionalizaci¨¦n de las normas e instituciones que pasan a convertirse en instrumento de la eficacia propugnada por los detentadores del poder.
La identificaci¨®n de la legitimidad democr¨¢tica con el consenso nos est¨¢ llevando, aun antes de la ley Corcuera, a aberraciones tales como la reciente circular de la Secretar¨ªa de Estado de Seguridad a las comisar¨ªas de polic¨ªa sobre datos de gitanos detenidos en relaci¨®n con el tr¨¢fico de droga, o el particular toque de queda para los drogadictos propuesto por el Partido Popular, o, m¨¢s all¨¢ de nuestras fronteras, la exigencia del jus sanguinis formulada por Giscard d'Estaing. De ah¨ª a la expulsi¨®n de los inmigrantes, a la reimplantaci¨®n de la pena de muerte, o simplemente a la vuelta de una situaci¨®n dictatorial, no hay m¨¢s que un paso. Y ese paso no depende tanto de la toma del poder por parte de cualquier Le Pen o Blas Pi?ar, sino de algo mucho m¨¢s cercano y posible, como es la obtenci¨®n de un consenso suficiente entre los ciudadanos, disfrazado de legitimidad. Basta ese lev¨ªsimo paso para hacer leg¨ªtimo y sensato ma?ana lo que hoy es una aberraci¨®n jur¨ªdica y pol¨ªtica.
Por ello hoy m¨¢s que nunca es preciso gritar a todos los vientos que la justificaci¨®n de un procedimiento democr¨¢tico de toma de decisiones no depende s¨®lo de sus posibilidades de acierto, sino, sobre todo, de las ventajas que ofrece como m¨¦todo justo y pac¨ªfico para resolver disputas. La legitimidad no puede sustentarse s¨®lo en sentimientos, sino tambi¨¦n en unas reglas de juego por todos decididas y a todos aplicable, representadas por un corpusjur¨ªdico constitucional cuyo escrupuloso respeto resulta del todo imprescindible.
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