Carambola de un centenario
No tuvo Fernando Vela ¨²nicamente la triple vocaci¨®n de periodista, escritor y ensayista, en cuyas tres profesiones ray¨® a m¨¢xima altura, sino adem¨¢s vocaci¨®n para la m¨²sica, en la que fue gran entendido y un excelente pianista inc¨®gnito, que tocaba el piano s¨®lo a los suyos, en la intimidad del hogar. Quiz¨¢ estuvieran entre sus genes familiares los de este arte sublime -tantas veces vecinos de los de las destrezas matem¨¢ticas o los del ajedrecista, como ocurr¨ªa en ¨¦l-, porque su hermano Emilio, el peque?o, que muri¨® muy joven, iba para gran violinista, de lo que hab¨ªa dado muestras en alg¨²n concierto de la Residencia de Estudiantes de Madrid, siempre atenta, entonces como ahora, a los valores nuevos y prometedores. Puede tenerse nostalgia de lo que se ha vivido y nos sigue lanzando destellos incitantes -es mi caso precisamente con este inolvidable asturiano-, pero podemos encontrar, sin saudade alguna, al retroceder imaginariamente hacia el pasado, rincones de la historia que nos atraen profundamente. Fernando Vela los llamaba puntos de encanto. Ese sentimiento placentero de la retrospecci¨®n tiene un l¨ªmite pr¨®ximo y otro lejano: el pr¨®ximo roza casi con la propia vida, el distante limita ya con la historia. El periodo entre ambos se desplaza con cada generaci¨®n, m¨¢s sensible a unos valores que a otros, e incluso es distinto en cada individuo. Pues bien: yo pienso que el punto de encanto m¨¢s lejano para Vela era aquella segunda mitad del siglo XVIII, cuando las ciencias promet¨ªan disipar el misterio del mundo y la Ilustraci¨®n despertaba todas las esperanzas. Es decir: la ¨¦poca de Mozart. Por eso no es casual que una de las obras m¨¢s logradas de Vela haya sido la biograf¨ªa de aquel genio de la m¨²sica. La public¨® en 1943 en la editorial Atlas con el seud¨®nimo de H¨¦ctor del Valle, porque Vela estaba proscrito entonces por el antiguo r¨¦gimen, y lo reedit¨¦ yo, ya con su nombre aut¨¦ntico, como n¨²mero 2 del Libro de Bolsillo de Alianza, en 1965. Y siendo mi entusiasmo por Mozart -entusiasmo de un ignorante en materias musicales- reflejo de la lectura de este libro, mi homenaje a Wolfgang Amadeus Mozart debe consistir por carambola en el homenaje que se debe al Mozart de Fernando Vela. Porque Vela tiene pendientes varios homenajes: el primero, el de los periodistas espa?oles a una de sus m¨¢s grandes figuras; el segundo, el de los asturianos a uno de sus paisanos m¨¢s ilustres. ?Qu¨¦ ocurre, por cierto, con esa edici¨®n de sus Obras completas que iba a financiar la Caja de Ahorros de Asturias? Y no veo mejor forma de honrar este Mozart que hojear de nuevo sus p¨¢ginas y extraer con sus propias palabras algunas de sus perlas. En la per¨ªoca que sigue, son m¨ªos s¨®lo los ep¨ªgrafes y la selecci¨®n.Su ciudad natal
Salzburgo es, a mediados del siglo XVIII, una peque?a poblaci¨®n sonriente y clara. Los libros de geograf¨ªa detallan su situaci¨®n, al pie de los Alpes, y los l¨ªmites de su provincia, pero callan lo m¨¢s importante: que Salzburgo est¨¢ en la frontera entre la latinidad y el germanismo. Las nieblas de Alemania, con que confina al norte, y el sol de Italia que luce al sur, se combinan en su cielo en justa proporci¨®n para irisarlo. El castillo fuerte en el M?nschberg es una ruda atalaya, pero abajo, en el llano, iglesias italianas, palacios rococ¨®, arcadas, surtidores y palomas parecen de Venecia. Sus pr¨ªncipes-obispos rechazaron la hosca Reforma luterana y uno de ellos derrib¨® la vieja ciudad g¨®tica para construir en este valle alpino una Florencia, una Roma en miniatura. Pero Salzburgo no es s¨®lo arquitectura. La m¨²sica suena en ella de la ma?ana a la noche. La capilla del arzobispo no descansa para abastecer de m¨²sica al pr¨ªncipe, que la consume en gigantescas proporciones: en fiestas religiosas, grandes banquetes y comidas de diario, recepciones, bailes y, en la noche, ¨®pera. En esa ¨¦poca el arte no se ha separado todav¨ªa de la vida, sino que se despliega como un tapiz sonoro, simplemente a modo de ornato y aditamento placentero de la vida de los grandes. Los salzburgueses imitan a sus pr¨ªncipes. Las 25 iglesias de la ciudad pagan orquestas y hasta de los talleres artesanos sale m¨²sica, hecha, como los zapatos, al ritmo de los martillos. La ciudad se despierta con dianas musicales y se duerme al son de retretas y serenatas. Carrillones en las torres desgranan vagas melod¨ªas a¨¦reas cada vez que cantan sus relojes, y las rejas de algunos balcones dejan o¨ªr, al tocarlas, las siete notas de la escala.
Para llegar a la casa de los Mozart, adonde ahora vamos, no hay mejores se?as que ¨¦stas: pasar las escalas de un viol¨ªn en estudios, seguir las vocalizaciones de una escuela de canto hasta topar con un oboe, y un poco m¨¢s all¨¢, a la vuelta de una trompeta, est¨¢ el domicilio buscado. Justamente de la ventana entreabierta de un tercer piso descienden las suaves notas de un clave tocado por mano infantil y una voz que marca la medida. "Ahora las escalas", dice la voz paterna. Y tras las escalas, los acordes, los trinos y las octavas. No faltar¨¢ al ni?o aprendiz ninguno de los recursos de su arte: todos los dominar¨¢, hasta la maestr¨ªa absoluta que borra el esfuerzo mec¨¢nico.
La primera composici¨®n
El trompeta Schatner, un fiel amigo de la casa, se lo contaba a?os despu¨¦s a la hermana de Wolfgang: "Un d¨ªa, al subir a tu casa, tu padre y yo vimos al ni?o (ten¨ªa entonces Mozart cuatro a?os), que escrib¨ªa muy afanado. '?Qu¨¦ haces?', le pregunt¨® tu padre. 'Un concierto para clavicordio, estoy acabando la primera parte'. 'D¨¦jame verlo'. Y tu padre cogi¨® el papel y me ense?¨® un galimat¨ªas de notas escritas sobre grandes borrones. Primero re¨ªmos, pero despu¨¦s tu padre comenz¨® a fijarse en lo esencial, en las notas, en la manera de componer. Mucho tiempo permaneci¨® as¨ª, seno, preocupado, mirando el papel. De pronto, vi caer l¨¢grimas de sus ojos, l¨¢grimas de admiraci¨®n y alegr¨ªa. Tu padre me dijo entonces: 'Est¨¢ bien compuesto y desarrollado; lo peor es que nadie puede tocarlo'. '?Pues ah¨ª est¨¢ el quid!', replic¨® el ni?o: '?Esto es un concierto, y, ?caramba!, un concierto no lo toca cualquiera!".
Unidad de la obra art¨ªstica
Cuando se sienta a componer, un tropel de ideas musicales distintas, cada una m¨¢s seductora que la otra, le asaltan. La unidad no es s¨®lo un ideal art¨ªstico: es su propio problema personal, porque tambi¨¦n ¨¦l es una multitud de Mozarts. Hay en ¨¦l un Mozart inconstante y un Mozart fiel; un Mozart malicioso y un Mozart ingenuo; un Mozart fr¨ªvolo y un Mozart serio; un Mozart alegre y otro melanc¨®lico; un Mozart burgu¨¦s y otro fant¨¢stico y bohemio; un Mozart humilde y un Mozart orgulloso: ?C¨®mo conciliar tantos y contradictorios impulsos? Pero cuando en sus obras consigue la unidad, no es por procedimientos intelectuales, no es variando y desarrollando un tema hasta dejarlo consumido y exhausto. No es,
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como comenzar¨¢ a hacer Beethoven y llevar¨¢ a su extremo Brahms, por la sucesi¨®n de dos temas que se oponen a la manera dial¨¦ctica como tesis y ant¨ªtesis; para luego conciliarse en una s¨ªntesis. No. La unidad mozartiana es una unidad interior, org¨¢nica y natural, como la de un cuerpo vivo que se intuye y no se puede analizar ni descomponer en trozos. Si hay varios temas, ¨¦stos no son parecidos sino parientes.
Beethoven visita a Mozart
A ¨²ltimos de mayo de 1787, un joven de 17 a?os se presenta en casa de Mozart. Se llama Ludwig van Beethoven. Trae cartas de altos protectores. Es un muchacho de acusado ce?o, nariz corta y aplastada, fuerte mand¨ªbula saliente, boca dolorosamente arqueada; un rostro que revela una potencia contenida cuyas tormentas interiores baten y se rompen contra la poderosa frente, como contra una roca. Seg¨²n la costumbre, Beethoven comenz¨® por ejecutar una obra de virtuosismo que no sosprendi¨® a Mozart, harto de tales proezas desde su ni?ez. Picado en su amor propio, Beethoven le pidi¨® un tema para improvisar distintas variaciones sobre ¨¦l. Mozart qued¨® entonces atento, absorto, tal vez un poco perturbado y desorientado. Beethoven improvisaba tan bien como ¨¦l, pero de otra manera. Acaso Mozart presiente que all¨ª est¨¢ el germen de otro modo de entender el arte, y que, con su visitante, va a comenzar una nueva ¨¦poca de la m¨²sica. Mozart dir¨¢ a sus amigos: "Estad atentos a este joven; un d¨ªa el mundo hablar¨¢ de ¨¦l".
El cr¨¢neo encontrado
?De qu¨¦ enfermedad muri¨® Mozart? Tres certificados m¨¦dicos contradictorios atribuyen la muerte a un ataque cerebral, a un tabardillo pintado (tifus exantem¨¢tico) y a una hidropes¨ªa pulmonar. Pero la verdadera causa fue el agotamiento de fuerzas producido por un trabajo mantenido sin pausa desde la juventud, que empezaba muy de ma?ana y no cesaba hasta la medianoche. M¨¢s de 750 obras escribi¨® Mozart en sus 36 a?os de vida y 30 de compositor. A su muerte, el valor de todos sus bienes, incluida su peque?a biblioteca, no pas¨® de 500 florines. Su mujer, Constanza, para ayudarse a vivir enajen¨® todos los manuscritos musicales de Mozart por 1.000 ducados y permiti¨® que Sussmayer completase borradores y bocetos para venderlos como obras aut¨¦nticas. Constanza ignoraba que hab¨ªa estado casada con un genio. En 1801, al ser trasladados los restos de unas tumbas pobres, el sepulturero recogi¨® un cr¨¢neo que le pareci¨® el de Mozart. Lo guard¨® en su casa y m¨¢s tarde lo cedi¨® al profesor de anatom¨ªa Hyrtl, que a su vez lo leg¨® a la ciudad de Salzburgo. All¨ª est¨¢ depositado en el Museo Mozart. Si un o¨ªdo fino y sensible se le acercase, ?no escuchar¨ªa, all¨¢ muy lejos, como el mar respira a¨²n en la caracola, una m¨²sica tenue, acaso la que Mozart compuso para el organillo de un relojero? Mas no hay ninguna prueba de que sea aut¨¦ntico. En verdad, Mozart s¨®lo ha dejado al mundo la herencia m¨¢s inmaterial que cabe: un tesoro de sonidos.
Fernando Vela lo dijo: "El m¨ªnimo de materia con el m¨¢ximo de estremecimiento: acaso sea el secreto de la m¨²sica".
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