Accidente en la v¨ªspera
Daniel Arana muri¨® a los 29 a?os, la primera noche de lluvia del oto?o, al ser arrollado por un coche en la M-30 mientras cambiaba una rueda del suyo. Le atropell¨® Beatriz Varink¨ªrovitz, la hija del m¨²sico, que se dirig¨ªa a su casa en San Sebasti¨¢n. de los Reyes tras un concierto y una cena, despu¨¦s de haber depositado a un amigo en el sem¨¢foro raro de Costa Rica. Hab¨ªa bebido, aunque no lo suficiente para que la condenaran en el juicio que sigui¨®.No le vio, dijo Beatriz, o mejor (dicho, vio un instante la mirada antes del golpe, de notar c¨®mo pasaba por encima y tener la urgente esperanza de creer que esos ojos segu¨ªan abiertos. Segu¨ªan. Inm¨®viles bajo la lluvia que le cubr¨ªa de l¨¢grimas la cara. Deslumbrante al rebotar en ella las luces de los coches, la tormenta que la ceg¨® era un episodio de aquel verano de no hace mucho, ?recuerdan?, que no terminaba de marcharse.
Despu¨¦s los amigos de Daniel le imaginaron tranquilo al notar que hab¨ªa pinchado. Era un hombre pac¨ªfico, Daniel, que se dorm¨ªa antes de que su cabeza tocar¨¢ la almohada. Nada menos cierto: esa noche Daniel no pod¨ªa permitirse el lujo, de pinchar una rueda. Se enfureci¨® tanto al bajar y ver la rueda plana que ni siquiera escuch¨® sus propias maldiciones.
El amigo de Beatriz, un hombre apuesto, con canas, no explic¨® por qu¨¦ se hab¨ªa apeado del coche de Beatriz en Costa Rica, lejos de su ¨¢tico en Las Vistillas, cuando ya llov¨ªa, minutos antes del accidente. Una hora antes, dijo, hab¨ªan cenado en Lucca, donde no hab¨ªan tenido que esperar -no sali¨® mucha gente, esa noche de lluvia-; hab¨ªan cenado temprano porque se hab¨ªan salido del Auditorio. No dijo por qu¨¦.
Noche desapacible
Daniel hab¨ªa estado trabajando esa noche en su mesa de arquitecto, lo mismo que esa tarde, que esa ma?ana, que la noche anterior y que los ¨²ltimos veinte d¨ªas, sin casi pausas para comer o dormir, sin quejarse, con la tenacidad de quien tiene una misi¨®n. ?Qu¨¦ es lo que hac¨ªa esa noche desapacible, rodando por la M-30?
Beatriz y su amigo se salieron del concierto ante la imposibilidad de ella de aguantar m¨¢s a una se?ora que en la fila de atr¨¢s jugaba con el cierre de un bolso. Esa se?ora jam¨¢s lo supo, pero el jugueteo de sus dedos fue amasando una irritaci¨®n sorda en Beatriz, que se le mantuvo al salir. Las luces de la ciudad rebotaban rojizas sobre un cielo negro de tormenta.
El trabajo que ocupaba a Daniel desde hac¨ªa... hac¨ªa... era un proyecto de edificio para el ¨²nico terreno de la M-30 que permanece sin asaltar, salta a la vista, y que entonces el Ayuntamiento hab¨ªa decidido declarar zona urbanizable. En el restaurante no ayud¨® para nada, el silencio de esa noche de mi¨¦rcoles, ni la vigilancia de los tres camareros en guardia. Se escuch¨® el ruido de los dientes mientras masticaron rencorosamente una chuleta.
Daniel trabajaba solo, en su apartamento de un luminoso y escondido edificio de la zona de Arturo Soria. Era visitado por su novia, que no entend¨ªa ese empe?o de atleta a un mes de la boda. Las visitas hab¨ªan ido menguando como el chorro de un ca?o. La ¨²ltima, dos horas antes del suceso.
La bronca rompi¨® con las primeras gotas de lluvia en la ventana, cuando Beatriz se empe?¨® en rascar el hueso de la chuleta exhausta, y su cuchillo produjo contra el plato un chirrido que eriz¨® a todos los pelos del cogote y les hizo rechinar los dientes como si estuvieran mordiendo tiza. "?No ves que ya no queda nada?", espet¨® el amigo de Beatriz.
La novia de Daniel apareci¨® esa noche a recogerle para una cena familiar, y se enfad¨® con una c¨®lera de hielo cuando le vio inclinado sobre el tablero, con barba sucia y la misma camisa de la ¨²ltima visita. Ni siquiera levant¨® la vista cuando ella se detuvo frente a su tablero. El flexo hac¨ªa brillar los pliegues de su falda de raso y sus piernas acariciadas por medias de cristal, y en penumbra, su torso encima de la curva de los senos, su rostro perfumado.
Beatriz hab¨ªa crecido en una casa en la que hab¨ªa que quitarse los zapatos cuando el padre artista compon¨ªa. Se condenaban los portazos, los gritos, los locutores de radio y la televisi¨®n. Debi¨® de tener una infancia luminosa, Beatriz, no s¨®lo porque ¨¦sas fueron las ¨²nicas prohibiciones, sino porque, ya de mujer, le aparecieron en el rostro ojeras de nostalgia.
Cuando el accidente, hac¨ªa ya muchos a?os que Varink¨ªrovitz hab¨ªa escrito la ¨²ltima nota de su m¨²sica punteada por silencios, y muchos desde que ¨¦ste dej¨® de ser posible. La casa de Zurbano en la que era preciso quitarse los zapatos hab¨ªa sido engullida por un edificio m¨¢s de paredes delgadas que encarcelaban a sus moradores y les condenaban a juzgar en las peleas de sus vecinos, soportar los concursos de televisi¨®n y en tristecerse con sus sesiones de amor a hora fija. ?sa era la raz¨®n de que Beatriz viviera en San Sebasti¨¢n de los Reyes, donde a¨²n es posible saber el nombre del cartero, y ¨¦sa era el raz¨®n de que siempre utilizara su propio coche, aunque su compa?ero, como el de esa ¨¦poca, montara una de esas motos que adelantan las caricias de la noche. Prefer¨ªa ser ella la que tuviera que vestirse, Beatriz; as¨ª pod¨ªa elegir el momento de marchar, antes del alba. No quer¨ªa llevar a nadie a su casa. En una habitaci¨®n al lado de la suya dorm¨ªa un ni?o. Esa noche no llegaron a ir al ¨¢tico de ¨¦l.H¨¦roes
En cuanto a Daniel, muri¨® a medio kil¨®metro del terreno de la M-30 donde hab¨ªa pensado construir un edificio que no se viera. En esa idea se hab¨ªa dejado el sue?o y el hambre, y olvidado su boda inminente. As¨ª nacen los h¨¦roes. Un d¨ªa un hombre corriente que se puede llamar Daniel Arana se entera de que alguien se dispone a cometer una fechor¨ªa y se le antoja que ¨¦l puede evitarlo. Ocurre como con el amor, cuando ocurre, poco. Nada vuelve a ser lo mismo: no se tienen ya deseos de leer novelas ni tampoco de dormir la siesta.
Daniel tard¨® en asimilar que alguien quisiese poner algo en aquel espacio m¨¢s o menos libre en una ciudad gris porque era a¨²n muy joven. Comprenderlo le aplast¨®. Su desesperanza no dur¨® mucho porque a su edad la biolog¨ªa la impide.
Una tarde so?¨® si no ser¨ªa posible construir un edificio invisible, tan perfecto que a ¨¦l volver¨ªan los gorriones. So?¨® con que apareciera un genio para hacer posible lo que no lo era, y temi¨® que alguien revocara la decisi¨®n de destruir ese espacio. Otra tarde, de pronto, no le qued¨® m¨¢s remedio que aceptar que el papel de genio le hab¨ªa sido adjudicado a ¨¦l.
Daniel repas¨® sus reservas de l¨¢pices y de escuadras, se gast¨® el dinero de la nevera y la lavadora de su futura casa en libros de arte y de bot¨¢nica, no de arquitectura, apart¨® el taburete de su mesa y comenz¨® dibujando un ¨¢rbol. "No puedo ir", le dijo Daniel a su novia sin rodeos, la noche de autos, y recibi¨® de vuelta un silencio que crey¨® definitivo. No lo era. Su novia creaba ese espacio en el que anidan los reproches. Comenzaron ¨¦stos con un susurro entre los dientes "?c¨®mo que no puedes ir?", y luego todo el repertorio.
En el restaurante flot¨® el chirrido del cuchillo contra el plato y la exclamaci¨®n del amigo de Beatriz. Entonces todos oyeron por primera vez la lluvia. El hombre adopt¨® un tono amistoso para explicarle a Beatriz que no pod¨ªa seguir as¨ª, no se pod¨ªa exigir la perfecci¨®n, dec¨ªa, pedir un silencio exacto en un concierto. Ese camino s¨®lo lleva a la amargura.
Tras la c¨®lera asomaron l¨¢grimas. "No te entiendo", dijo la chica, lo que lleg¨® hasta Daniel. La cogi¨® de la mano, y all¨ª empez¨® a repetirle por qu¨¦ era tan importante para ¨¦l terminar un proyecto del que depend¨ªa su sue?o.
Era como si el hombre hubiese atrapado la excusa para ir desgranando las extra?ezas que se le hab¨ªan acumulado desde que vio a Beatriz en la esquina de un c¨®ctel, vest¨ªa de negro con una perfecci¨®n de estatua. Ella callaba.
La chica escuch¨® esa noche por primera vez las ideas que Daniel le hab¨ªa contado antes, pero no respondi¨® cuando ¨¦l quiso darle un beso. Le puso una mano sobre el pecho. Labios cerrados y ojos abiertos. Ahora ya no podr¨¢ saber, la novia viuda de Daniel.
La historia de Beatriz con su amigo termin¨® ese mi¨¦rcoles de lluvia cuando, ella al volante, llegaron al ritual de preguntarse ad¨®nde iban. Beatriz dijo que quer¨ªa irse sola. ?l quiso acercarla hacia s¨ª, pero ella le puso una mano sobre el pecho. Se miraron. "Como quieras", dijo ¨¦l, y se baj¨®.
En ese instante, Daniel hab¨ªa enfilado ya la M-30, que bordea en cierto lugar el ¨²nico espacio sin edificar de la ciudad. Ya saben. En las prisas hab¨ªa olvidado comprobar cu¨¢les eran las direcciones de las calles adyacentes, y ya al final cay¨® en que son esos detalles los que exigen los bur¨®cratas. No figuraban, las direcciones, en su viejo callejero. Corr¨ªa a comprobarlas.
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