El Rigoletto interpretado en Venecia degener¨® en un pastiche que irrit¨® al p¨²blico
Pol¨¦mica representaci¨®n del clasico de Verdi en el bicentenario del m¨ªtico teatro de La Fenice
El Rigoletto que el teatro de La Fenice propone para inaugurar las celebraciones de su segundo centenario es un personaje deforme, erguido, de rostro casi blanco y p¨®mulos muy marcados que divaga por la antescena mientras suena la obertura, vestido de negro y con un abrigo ra¨ªdo. Cuando se detiene y mira al p¨²blico con dolorida sorpresa, se entiende que es un hijo directo de Frankenstein m¨¢s que de su verdadero creador, V¨ªctor Hugo. La sala rechaz¨® estos juegos del director de escena rumano Andrei Serban, que, de haber sido realizados en cualquiera de los muchos teatros que no cuidan los detalles, ante todo en lo musical, como lo hace La Fenice, habr¨ªa concluido con un sonado y apote¨®sico esc¨¢ndalo.
No fueron los cacareados desnudos femeninos ni la exhibici¨®n de culturistas lo que provoc¨® el descontento. Fueron las incoherencias de una direcci¨®n de escena que apunta ideas sin terminar el argumento y que degenera en pastiche lo que irrit¨® a un p¨²blico que sospechaba que le estaban tomando el pelo.Aproximar el personaje de Rigoletto a Frankenstein como el camino m¨¢s corto para expresar con un lenguaje renovado la identidad de lo bello y lo feo, o que el genio moderno nace de la fusi¨®n de lo sublime y lo grotesco, como dijo V¨ªctor Hugo hablando de su Tribulete, el personaje del que Verdi deriva Rigoletto, es una iniciativa sugerente. Podr¨ªa tener dif¨ªcil desarrolio en un clima de novela negra del XIX o en un contexto abiertamente punki, por ejemplo. Pero Serban no opta y no la lleva a t¨¦rmino. Sin embargo, es un alrector de escena experimentado que ha montado ya varias obras para el Covent Garden.
Tras la intrigante aparici¨®n muda del protagonista del drama, todo comienza dentro de un orden. M¨²sculos, nalgas y senos se integran sin dificultad, seg¨²n una iconograf¨ªa al uso para recrear lo cl¨¢sico, en la fiesta del duque de Mantua. Los decorados son excelentes. El vestuario, tambi¨¦n suntuoso, inquieta m¨¢s, porque en escena se ve ropa de los siglos XVII y XVIII y a Rigoletto parece que le ha vestido de buf¨®n Miro, con unas cintas amarillas, azules y rojas adheridas a su abrigo negro.
El plano inclinado de la escena, por el que hab¨ªan protestado los cantantes, no provoc¨® ning¨²n incidente y dio, en cambio, perspectiva a la figura amenazadora de Monterone cuando pronuncia la maldici¨®n que marca el sino de Rigoletto. Ah¨ª comienza un nuevo deambular del pat¨¦tico personaje, asido a una actual¨ªsima bolsa de lona en la que lleva sus b¨¢rtulos de buf¨®n, con un muro de ladrillo como ¨²nico fondo.El encuentro con la hija, en una modesta habitaci¨®n del XIX, se desarrolla en un clima asfixiante, presidido por una gran imagen popular de la Virgen y un crucifijo. Gilda se desfoga hasta soltarse el cors¨¦ cuando canta el Caro nome, e incluso se permite repetir la ¨²ltima estrofa dentro del escenario, en vez de fuera, como manda el libreto.Pero el espectador entiende que empieza a resultar vano su esfuerzo por interpretar el espect¨¢culo cuando los secuestradores de la chica irrumpen vestidos con ropas del siglo XVII, como en el primer cuadro. Para seguir este Rigoletto de Serban no bastar¨ªa la m¨¢quina del tiempo.El segundo acto se abre con un gran interior neocl¨¢sico y el vestido del duque parece confirmar que la fijaci¨®n cronol¨®gica en la ¨¦poca original de la obra es irreversible. Es la oportunidad de apreciar la m¨²sica sin m¨¢s preocupaciones. La incre¨ªble ac¨²stica de La Fenlec, donde un tenor como Vincenzo La Seola puede interesar, aunque no sea muy brillante; la entrega con la que Leo Nucci, el mejor Rigoletto del momento, cubre bastantes carencias vocales; la frecuencia con que G¨ªlda no encuentra el color adecuado en la voz de June Anderson, que, sin embargo, centra con ¨¦xito la fase actual de su carrera en ese personaje.
El tercer acto es el de la sor presa. El mes¨®n donde se prepa ra el asesinato fallido del duque evoca un s¨®rdido bar de los muelles neoyorquinos con sus camareras en top less, aunque en el fondo se ve el mismo panorama veneciano del primer cuadro. Es muy posible, que Serban trate de indicarnos que, como ocurre en las dIscotecas de Nueva York, en la sociedad coexisten personas que viven tiempos culturales diversos. Pero el procedimiento no resulta adecuado, porque cuando el duque de Mantua entra en ese ambiente vestido de uniforme lo ¨²nico que parece es un domador de tercera que acaba de terminar su trabajo en el circo. Y para colmo, Gilda sale por su propio pie del escenario mientras su padre grita que "ha muerto". La man¨ªa de actualizar las ¨®peras guarda relaci¨®n con la popularidad que ha ganado recientemente la l¨ªrica, y Rigoletto es una de las obras que m¨¢s la ha padecido. El pionero en tales artes, el ingl¨¦s Jonathan Miller, culmin¨® un objetivo m¨¢s modesto cuando traslad¨® el libreto de Piave al mundo de la Mafia norteamericana, y todo funcion¨® perfectamente. Andr¨¦i Serban parece haberse planteado una adaptaci¨®n abstracta, sin resultados coherentes.
En La Fenice s¨®lo queda la fuerza dram¨¢tica inigualable de la m¨²sica de Verdi, que podr¨ªa soportar hasta el intento de transformar a Rigoletto en un palanganero de un mueble de Las Ramblas corro¨ªdo por la pasi¨®n del incesto. Pero no ser¨ªa probable que Leo Nucel colaborara en ese proyecto. Estuvo irritado antes, durante y despu¨¦s de la representaci¨®n, y, adem¨¢s, ya lo ha dicho: en la ¨®pera, lo que al final cuenta son la m¨²sica y el canto.
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