Mi N¨¦stor Almendros
Hace pocos d¨ªas lo sab¨ªamos contad¨ªsimas personas: N¨¦stor Almendros estaba agonizando en Nueva York. Corre la indiscreci¨®n igual que la calumnia: como un venticello; as¨ª, pues, conviene ignorarla, m¨¢xime cuando puede tener el trasfondo de una enfermedad que se presta a la malignidad de los puritanos y al esc¨¢ndalo de los desaprensivos.Era inevitable que la noticia me llegase por voces dignas de cr¨¦dito: las de Miriam G¨®mez y Guillermo Cabrera Infante, hermanos de N¨¦stor, m¨¢s que amigos. Nuestra conversaci¨®n fue dram¨¢tica. Empezamos a saber demasiado de muertes injustas, y la de hoy nos sacud¨ªa hasta aturdirnos. Me lo dec¨ªa Guillermo: "Esta muerte se est¨¢ llevando a los mejores". Curiosamente, hab¨ªa escrito yo algo parecido en la revista Tiempo. Suele ocurrir que los mejores tambi¨¦n son los irreemplazables. N¨¦stor Almendros pertenec¨ªa a esa raza. Con ¨¦l desaparece alguien que ha influido positivamente en muchas personas. Las referencias a mi propia experiencia son aqu¨ª inevitables. Hace exactamente 30 a?os, N¨¦stor Almendros entr¨® en mi vida, y a partir de entonces estuvo siempre presente en mi carrera. Es muy probable que nadie haya ejercido sobre m¨ª una influencia tan decisiva en un momento tan determinante. Ten¨ªa yo 20 a?os. Una ilusi¨®n tan fugaz como cualquier otra, si bien se mira.
Tengo en las manos el original del libro de memorias El peso de la paja, que N¨¦stor ley¨® en plena redacci¨®n. En los m¨¢rgenes aparecen sus comentarios sobre geograf¨ªas, pel¨ªculas, sucesos parecidos en dos tiempos muy distintos: su infancia y la m¨ªa, dentro y al margen del Ensanche, respectivamente. Est¨¢n ah¨ª esas acotaciones que la muerte convierte en reliquia inapreciable. ?Ojal¨¢ no lo fueran! Significar¨ªa que N¨¦stor estar¨ªa dispuesto a criticar mis pr¨®ximas cuartillas. Siempre lo hab¨ªa hecho, y no s¨®lo desde mi primer libro: ya desde mis primeros art¨ªculos, tan lejanos. Empez¨® d¨¢ndome consejos sobre cine, donde su sabidur¨ªa era inmensa. No tard¨® en pasar a la literatura. Su opini¨®n literaria era clarividente, fin¨ªsima, exenta de dogmatismo. Fue el primero que me habl¨® de cierta novela de un joven argentino empleado en unas l¨ªneas a¨¦reas. El joven se llamaba Manuel Puig; la novela era La traici¨®n de Rita Hayworth. Algunos integrantes del mundillo cultural -of all things!- se han atribuido despu¨¦s este descubrimiento. Es mentira de marketing. Nadie jug¨® con tanto ah¨ªnco la carta de Puig como N¨¦stor y Juan Goytisolo, cada uno desde sus dominios. Patrocin¨® tambi¨¦n N¨¦stor carreras cinematogr¨¢ficas, itinerarios cr¨ªticos, vocaciones ecl¨¦cticas. No descartar¨¦ su afici¨®n a convertirse en confidente sentimental. Demostraba un humor capaz de desdramatizarlo todo con un comentario ligero, generalmente de origen camp. De c¨®mo tal personaje de Joan Crawford reaccionar¨ªa ante un extrav¨ªo del coraz¨®n; de c¨®mo habr¨ªa solucionado tal ruptura una vieja, olvidada diva del cine italiano. Estoy hablando de un tiempo en que nuestra ortodoxia ce?¨ªa su repertorio de referencias a los f¨¦rreos dogmatismos de ensayistas como Guido Aristarco o George Sadoul, a quienes N¨¦stor sol¨ªa tratar de beatos. Su desprecio por el cine pedante -lo arty- nunca le impidi¨® realizar profundos acercamientos'a los grandes autores. Precisamente el verano pasado compr¨¦ en uno de los innumerables quioscos de Atenas una revista yanqui que publicaba su art¨ªculo sobre Eisenstein, escrito con un rigor ejemplar y, como siempre, con una ampl¨ªsima libertad de criterio. Parad¨®jicamente, un cineasta tan mimado por la cr¨ªtica internacional sent¨ªa un sorprendente impudor cuando ve¨ªa publicado alguno de sus textos. Precisaba urgentemente una opini¨®n, buscaba el elogio del lector con mayor ah¨ªnco que el Oscar de Hollywood. Y me est¨¢ contando Gimferrer con cu¨¢nta incre¨ªble tenacidad enviaba, en plena agon¨ªa, las coiones de su ¨²ltimo libro.
Tengo aqu¨ª fotos que N¨¦stor me hab¨ªa hecho a lo largo de los a?os, en muchas ocasiones y en lugares distintos, pero muy especialmente las de una. ¨¦poca tan lejana como 1965. Se trata de un grupo familiar en una casa donde ya no vivo, con unos padres que ya no tengo, y amigos que, por suerte, conservo: Pere Gimferrer, siempre fiel a N¨¦stor; mi hermana Ana Mar¨ªa Moix, y Vicente Molina Foix, a la saz¨®n efebo. Todos eramos principiantes, con actividades que todav¨ªa oscilaban entre el cine y la literatura, a excepci¨®n de Jos¨¦ Luis Guarner, otro de los fieles. La comunicaci¨®n con N¨¦stor fue instant¨¢nea; su entrega, absoluta; la nuestra, incondicional. Con los a?os, los antiguos amigos de Barcelona nos acostumbramos a sus dos visitas anuales, consider¨¢ndolas una gran fiesta del afecto. Siempre se colaba alg¨²n aprendiz de erudito que esperar¨ªa alguna sesuda disertaci¨®n sobre el cine japon¨¦s, a ser posible sin subt¨ªtulos. El pedantuelo quedaba literalmente petrificado cuando N¨¦stor ped¨ªa ver La verbena de La Paloma, en cualquiera de sus versiones.
En aquel 1965 llevaba yo tres a?os sigui¨¦ndole por estos mundos. Detestar¨ªa incurrir en el autobombo si digo que fui el primer barcelon¨¦s a quien conoci¨® reci¨¦n salido de Cuba. S¨®lo as¨ª se explica que llegase a mostrarme imp¨²dicamente las partes m¨¢s humanas de su personalidad, en una situaci¨®n desesperada. Estaba inaugurando un doble exilio: el primero, all¨¢ en los-a?os cuarenta, llev¨® a su familia a la isla, huyendo de la gran noche del franquismo; el segundo, en 1962, le devolv¨ªa a la ciudad natal huyendo de la represi¨®n en Cuba (evidentemente, yo no cre¨ªa entonces que represi¨®n y castrismo pudiesen ir juntos). El encuentro tuvo lugar en el estudio.del fot¨®grafo cubano Germ¨¢n Puig, otro de los grandes amigos de juventud. N¨¦stor acababa de bajar del barco, en estado desastroso: s¨®lo le hab¨ªan permitido sacar su c¨¢mara y un par de mudas. No exagero: Germ¨¢n tuvo que comprarle urgentemente un jersey en unos grandes almacenes.
Aquella noche le llev¨¦ a una fiesta singular, a la que tambi¨¦n asist¨ªa Jaime Gil de Biedina, para quien N¨¦stor ten¨ªa algunas cartas de presentaci¨®n. Seamos sinceros: Jaime trat¨® al gusano con extrema dureza. A?os despu¨¦s, en su jard¨ªn del Ampurd¨¢n, me contaba que siempre se arrepinti¨® de aquella reacci¨®n, pero N¨¦stor nunca pudo olvidarla. Acaso porque era el mismo trato que recibi¨® de cuantos intelectuales izquierdistas intent¨® frecuentar en Barcelona. No se ha contado suficientemente que si no se qued¨® entonces fue debido al desprecio de la progres¨ªa local. No digo que no fuese l¨®gico: en aquella ¨¦poca todos nos sent¨ªamos capitanes. Pero tambi¨¦n es curioso destacar que algunos se han vuelto hoy anticomunistas furibundos.
Despu¨¦s de aquel party tan agresivo, N¨¦stor Almendros llor¨® mucho, y llor¨® por partida doble. Eran las fiestas de la Merced, y la ciudad mostr¨¢base particularmente enga?osa: un encanto de ciudad, parec¨ªa. Caminamos durante horas por todos. los rincones que serv¨ªan a N¨¦stor para recobrar su imagen de adolescente, a trav¨¦s de laspeque?as cosas, los cines cono- Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior cidos, los antiguos programas dobles. Al dolor de dos exilios se a?ad¨ªa la tragedia de un pasado imposible de recobrar.
Fascinado por el personaje, seducido por su aureola rom¨¢ntica, y adivinando en su desarraigo el m¨ªo propio en un futuro, le segu¨ª hasta Par¨ªs. Entre los intelectuales y profesionales highbrow de aquella ciudad tambi¨¦n estaba de moda la revoluci¨®n cubana, de manera que los desprecios fueron los mismos que en Barcelona, hasta que lleg¨® Jeanine Rouch, y muy especialmente Juan Goytisolo, para quien N¨¦stor siempre tuvo palabras de reconocimiento. Pasar de la pobreza absoluta, de ser tratado constantemente de gusano, hasta afirmar su talento en obras de Rohmer, Rouch o Truffaut, implica un itinerario que pertenece a la historia del gran cine europeo. Pero sigue importando a mi homenaje todo cuanto N¨¦stor aport¨® a mi propia historia, m¨¢s peque?a.
Cientos de confidencias escapan ahora a borbotones, y una vez m¨¢s N¨¦stor Almendros dirige el baile. Lo que aprendimos de ¨¦l en aquella ¨¦poca ten¨ªa un valor incalculable. Una simple postal, enviada desde cualquier rinc¨®n del mundo, conten¨ªa un mensaje que serv¨ªa a mis intereses culturales. Era la b¨²squeda constante, potenciada por alguien que pod¨ªa acercarme al mismo tiempo a Balzac y a Robbe Grillet, a Dziga Vertov y a Minnelli, a la luz de Vermeer y a las pinturas pop de Liechenstein y Warhol. Era como una c¨¢mara que arrancase a la realidad sus secretos m¨¢s preciosos para restitu¨ªrnosla, convenientemente enriquecida.
Pere Gimferrer siempre dijo que N¨¦stor era entra?able. Es rigurosamente cierto. Ten¨ªa algo del experimentador constante mezclado con la inefable ternura de una tieta barcelonesa. No le hubiera disgustado esta comparaci¨®n. ?l mismo se las hac¨ªa de parecido signo, como aquel d¨ªa en que, teniendo al islam literalmente metido en la alcoba, introdujo a Israel en la habitaci¨®n vecina. Sol¨ªa decir, con su delicioso humor, que se encontraba igual que Claudette Colbert: "Entre dos banderas".
Nunca me cansar¨¦ de agradecer a N¨¦stor Almendros que llegase a mi juventud para dominar mi primer aprendizaje. Me ense?¨® a leer la gran literatura y a ver el cine -tanto el grande como el ¨ªnfimo- con mirada distinta. A pocos como a ¨¦l podr¨ªa yo aplicar aquel fragmento sublime de la Commedia, en que Dante expresa su reconocimiento a Virgilio: "Tu se'lo m¨ªo maestro e il m¨ªo autore...". Es uno de mis fragmentos preferidos, pero acaso resulte improcedente hablar de alguien tan moderno desde la compleja geometr¨ªa de un infierno medieval. Es una pena que no exista ya aquella productora del leoncito, la que presum¨ªa de tener m¨¢s estrellas que el propio cielo. ?ste y no otro habr¨ªa sido el lugar adecuado para una presunta eternidad de N¨¦stor, discutiendo con Paul Hesse o Clarence Sinclair Bull sobre el ¨¢ngulo m¨¢s fotog¨¦nico de la reverenciada Marlene. Pol¨¦mica a que no habr¨ªa lugar si N¨¦stor se hubiese decidido a hacer su autorretrato. Todos sus ¨¢ngulos fueron irreprochables.
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