El miniaturista
Era un miniaturista, como esos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler o construyen barcos con palitos de f¨®sforos en el interior de una botella. Ten¨ªa predilecci¨®n por lo menudo y secundario, por lo que rara vez atrae la atenci¨®n o se olvida de inmediato, por los seres que su maestro, Montaigne, llamaba "del com¨²n", y por las cosas insignificantes. En sus descripciones -que eran, en verdad, invenciones- los peque?os objetos alcanzan a veces una extraordinaria dignidad, como la alcuza y la escudilla que, en las evocaciones de su libro sobre Valencia, crecen y se animan como personajes vivos y nobil¨ªsimos, o como la m¨¢rfega, jerg¨®n lleno de las hojas del ma¨ªz, que en esas mismas p¨¢ginas se eleva a la condici¨®n de objeto emblem¨¢tico, lleno de m¨²sica, color y poes¨ªa.Era un arquitecto literario tan sutil que pod¨ªa trazar el perfil de una ciudad a trav¨¦s del olor de las especies impregnado en sus mercados e instalar a sus lectores en el coraz¨®n de un pueblecillo manchego, haci¨¦ndoles sentir su soledad, su rutina, sus usos, la sordidez y la secreta grandeza de sus gentes, apenas con unas cuantas frases que, en apariencia, s¨®lo pretend¨ªan describir una fuente, un portal¨®n o una viejecita enlutada e intemporal.
Cultiv¨® el teatro, el cuento, el ensayo, la novela y dej¨® m¨¢s de cien libros, pero cuatro quintas partes -y acaso m¨¢s- de esa dilatada producci¨®n fueron art¨ªculos de peri¨®dicos, escritos cotidianos para cumplir una obligaci¨®n, con un tiempo y un espacio prefijados. Si no lo supi¨¦ramos, jam¨¢s lo creer¨ªamos. ?C¨®mo imaginar que esa prosa tan elegante y tan cuidada, de precisi¨®n mani¨¢tica y respirar sim¨¦trico, que de leve y discreta parece escrita en puntas de pie, cuaj¨® en el fragor del periodismo, la profesi¨®n que parece hecha para devastar el estilo y sofocarlo en el f¨¢rrago, el estereotipo y el tic? Es uno de los milagros de Azor¨ªn: haber creado uno de los m¨¢s inconfundibles y personales estilos literarios de la lengua escribiendo en funci¨®n y al servicio de la actualidad. Su caso prueba que el cuarto de corcho no es indispensable al artista: Azor¨ªn lo fue -a m¨¢s no poder- borroneando sus cuartillas en el traj¨ªn incesante de la calle.
Su caso prueba tambi¨¦n quea la genuina creaci¨®n literaria le son indiferentes los temas y los g¨¦neros y, aunque parezca mentira, incluso las ideas. Las de Azor¨ªn son muchas veces convencionales o prestadas y, sin embargo, ello no priva a su obra de misterio ni originalidad. Porque en su caso la invenci¨®n se volcaba enteramente en lo que parec¨ªa la descripci¨®n de la realidad f¨ªsica y social de su tiempo y era, en verdad, una fabulaci¨®n, una muy sutil y profunda mudanza de la vida y el mundo reales en otros, ficticios. Ahora que podemos leer esta obra sin tener a la mano lo que fing¨ªa ser su modelo, esas aldeas fuera del tiempo y de la historia de la estepa castellana o la vega alicantina o el Par¨ªs de los a?os de la I Guerra Mundial o los nimios o aguerridos debates de las Cortes finiseculares, advertimos que esas im¨¢genes tienen mucho m¨¢s diferencias que semejanzas con la realidad objetiva, y que sin embargo est¨¢n dotadas de una poderosa vida propia que se nos impone por el poder de persuasi¨®n de la palabra y el orden, por la fantas¨ªa y la t¨¦cnica que les dan el ser.
Azor¨ªn era un creador m¨¢s audaz y complejo cuando escrib¨ªa art¨ªculos o peque?os ensayos que cuando hac¨ªa novelas. Las que escribi¨® son interesantes como experimentos, antecedentes flagrantes de aquel noveau roman de Alain Robbe Grillet que se empe?aba en describir un mundo objetal, sin movimiento y sin an¨¦cdota, pero a menudo decepcionantes por su inmovilidad e inercia, ejercicios de estilo en los que se disuelven los borrosos perfiles de los protagonistas y sus m¨ªnimas peripecias y de las que en la memoria del lector quedan s¨®lo palabras, elegantes palabras.
En cambio, en los textos que dicen ser notas de viajes, de lecturas, reportajes o memorias, como los reunidos en La ruta de Don Quijote, Al margen de los cl¨¢sicos, Los pueblos, Un pueblecito, Riofr¨ªo de ?vila y tantos otros libros memorables, hay una recreaci¨®n de la vida tan intensa y sutil como la que operan las m¨¢s grandes novelas. Pero disimulada bajo el disfraz de la fidelidad a un mundo pre-existente, del que el autor ser¨ªa apenas respetuoso cronista.
No era tal cosa; sus cr¨®nicas rehac¨ªan la geograf¨ªa, la sociedad, la historia, los cl¨¢sicos, de acuerdo a una visi¨®n, a unas man¨ªas, a unos apetitos y unas fobias que eran las suyas propias y que su delicado talento de embaucador contagiaba a la realidad de sus textos, convirti¨¦ndolos en sus atributos. Yo acabo de releer una de sus m¨¢s hermosas ficciones: las vi?etas y estampas de la Mancha que escribi¨® en 1905, mientras recorr¨ªa los paisajes, las aldeas y los hogares de la regi¨®n en busca de huellas de Don Quijote y Sancho Panza (que encuentra por doquier). Nunca estuvo m¨¢s cerca Azor¨ªn de esa obra maestra que siempre rehuy¨® escribir, como si proponerse algo ambicioso hubiera sido incompatible con su moral de escritor. Pero, en La ruta de Don Quijote, su empecinada modestia literaria estuvo a punto de volar en pedazos pues cada una de las 17 cr¨®nicas que componen el libro est¨¢ tan limpia y perfectamente concebida, es tan coherente en s¨ª misma y se complementa tan bien con las dem¨¢s que el conjunto parece rebasar sus propios l¨ªmites y emanciparse, vivir por cuenta propia, a la manera de esas ficciones logradas que se salen del mundo y borran a su autor.
Argamasilla, Ruidera, Montesinos, El Toboso, Puerto L¨¢pice no son ahora como figuran en el libro; pero tampoco lo eran cuando, a principios de siglo y a costa de ¨ªmprobos trabajos, los visit¨® Azor¨ªn. Para saberlo, no es preciso haber estado all¨¢ y cotejar lo vivido con las impecables p¨¢ginas que simulan relatarlo. Basta hacer un esfuerzo para romper el hechizo en que la magia de esa prosa nos mantuvo, haci¨¦ndonos creer que ese mundo era as¨ª, y someter a ¨¦ste el escalpelo de la cr¨ªtica racional. La Mancha no era, no pudo ser as¨ª, aunque el fuego del sol en el horizonte incendie las llanuras cada tarde y la sobriedad y aspereza de los villorrios sobrevivientes y de los aldeanos contempor¨¢neos parezcan los mismos. Y no pudo serlo porque en la vida real todo se mueve y envejece y perece y en las recreaciones de Azor¨ªn todo est¨¢ quieto, es siempre id¨¦ntico a s¨ª mismo, ha sido birlado a las leyes de la caducidad y la extinci¨®n. Y porque en la vida real existen el deseo, el amor, la pasi¨®n que enriquecen y transtornan las vidas de hombres y mujeres, y enredan y desenredan sus relaciones de maneras caprichosas y extravagantes, en tanto que en las discretas ficciones de Azor¨ªn todo aquello ha sido abolido, como superfluo o inconveniente. Y tambi¨¦n la violencia, o mejor dicho las violencias que resultan de la pol¨ªtica, la econom¨ªa, la religi¨®n, las idiosincrasias y psicolog¨ªas enfrentadas de unos y otros. Nada de eso existe en las impolutas pinturas manchegas de Azor¨ªn: cada cual est¨¢ en su peque?o nicho social y, se dir¨ªa, contento de estarlo, sumido en una m¨ªnima rutina que lo a¨ªsla y eterniza. No se quieren ni desean unos a otros pero tampoco se odian ni se hacen da?o: vegetan, ocupados en quehaceres menudos -la labranza, la artesan¨ªa, la cocina, el bordado, la tarea dom¨¦stica- a los que se entregan con tanto fatalismo y perseverancia que en ello, se dir¨ªa, vuelcan todo lo que albergan de ternura y espiritualidad.
La realidad azoriniana difumina las fronteras entre los objetos y los hombres: ¨¦stos son muchas veces nada m¨¢s que volumen, calor, forma, y, aqu¨¦llos, entidades a las que convienen calificativos como modestos, t¨ªmidos, entra?ables, c¨¢lidos. La limpieza y el orden, la sobriedad y la discreci¨®n reinan, como si s¨®lo a trav¨¦s de ellos pudiera organizarse la vida. Hay pobreza, pero no fealdad; nada se halla fuera del lugar que le corresponde, como si aqu¨ª se hubiera materializado aquello que dec¨ªa el brujo de The teachings of Don Juan: que si las personas encontraran ese Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior "sitio" m¨¢gico que en cada lugar les corresponde, desaparecer¨ªa la infelicidad. En el mundo de Azor¨ªn seres vivos y objetos inanimados parecen haber encontrado su "sitio", pero es dif¨ªcil decir si ello los ha hecho felices. Porque en este mundo reinventado la noci¨®n misma de felicidad parece excesiva y descabellada.
Se trata de un mundo embebido de literatura, modelado y obsesionado con las creaturas de la ficci¨®n que inspir¨® a Cervantes. Pero hablar de "ficci¨®n" en este caso es imprudente; porque para los caballeros que frecuentan el Casino de Argamasilla, por ejemplo, as¨ª como para el personaje que se hace pasar por el cronista llamado Azor¨ªn, parece ser tan dif¨ªcil diferenciar lo vivido de lo novelado como lo era para el propio Caballero de la Triste Figura: como a ¨¦ste, la realidad s¨®lo tiene sentido y vida para ellos si encarna la ficci¨®n.
?ste es un mundo que ha materializado un ideal por el que Azor¨ªn trabaj¨® empe?osa y admirablemente buena parte de sus 94 a?os: acercar los cl¨¢sicos al presente, enriquecer la vida modesta y limitada de las gentes comunes con la vida fulgurante y magn¨ªfica de las grandes aventuras literarias del pasado. Esto nadie lo hab¨ªa hecho antes tan bien como lo hizo ¨¦l y nadie ha sabido tampoco hacerlo despu¨¦s con su arte y sabidur¨ªa.
En sus cr¨®nicas, comentarios y evocaciones de los cl¨¢sicos, Azor¨ªn no hac¨ªa cr¨ªtica literaria, en el sentido acad¨¦mico de la palabra, ni tampoco aquellas rese?as que tienen como destinatario a un p¨²blico especializado o bien dispuesto y que a menudo emplean unas f¨®rmulas y referencias esot¨¦ricas para el profano. Azor¨ªn reinventaba a los cl¨¢sicos para el lector promedio del peri¨®dico, rememor¨¢ndolos en su entorno cotidiano y dom¨¦stico, refiriendo sus querellas, miserias o fastos, de una manera que los volv¨ªa siempre seductores casos de humanidad, y mostrando c¨®mo sus poemas, tratados, ensayos, hab¨ªan ensanchado la vida de su tiempo y a su propia persona, ilustr¨¢ndola y enriqueci¨¦ndola de m¨²ltiples experiencias. En esto cre¨® un g¨¦nero, que participa a la vez de la ficci¨®n, el ensayo y la cr¨ªtica literaria, en el que el conocimiento, la fantas¨ªa y el buen gusto se coligan para mostrar con elocuencia, sabidur¨ªa y sencillez las inagotables maravillas que encierra un poema de G¨®ngora, de Quevedo o de Fray Luis o una novela de Cervantes y las recompensas intelectuales que esperan a quien se atreve a enfrentarse a los laberintos ret¨®ricos de El critic¨®n o a las picard¨ªas de El diablo cojuelo.
En esto fue siempre un conservador, aun en su periodo de juveniles simpat¨ªas anarquistas: la tradici¨®n cultural deb¨ªa ser preservada y divulgada como la m¨¢s preciosa fuente de ense?anzas para el presente y como el cimiento sobre el cual elaborar el arte y la literatura moderna. No hab¨ªa en ello, en el caso de Azor¨ªn, una convicci¨®n ideol¨®gica; m¨¢s bien un gusto personal, una inclinaci¨®n est¨¦tica. Tambi¨¦n fue un conservador en t¨¦rminos pol¨ªticos, porque defendi¨® a partidos o l¨ªderes de esta tendencia. Pero ¨¦l no era un pensador, y sus ensayos pol¨ªticos en verdad no lo son, pues hay en ellos muchas m¨¢s sensaciones e im¨¢genes que ideas, y ¨¦stas, a menudo, resultan bastante superficiales.
Pero en un sentido mucho m¨¢s profundo, filos¨®fico o metaf¨ªsico, es justo hablar de Azor¨ªn como de un escritor conservador. Pues todo en su literatura -su tem¨¢tica y, sobre todo, su estilo y artesan¨ªa- parece fraguado con la intenci¨®n de conservar la vida y el mundo tal como son, de suspender el tiempo y evitar la muerte. ?sa es la significaci¨®n honda del presente o pret¨¦rito perfecto en que est¨¢n escritos sus textos, de la brevedad de sus frases y del estado de inanici¨®n en que suelen caer sus personajes: una manera de inmovilizar el mundo, de congelar la vida, de arrancar a los hombres y a las cosas de la usura fat¨ªdica.
Comenc¨¦ a leer a Azor¨ªn cuando era estudiante universitario y desde entonces siempre he estado ley¨¦ndolo o reley¨¦ndolo, sin decepcionarme jam¨¢s. En estos d¨ªas se conmemoran los 25 a?os de su fallecimiento. Una buena ocasi¨®n para darle las gracias en p¨²blico por tanto placer recibido.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.
Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PA?S, S. A., 1992.
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