Muerte y resurrecci¨®n de Hayek
Si tuviera que nombrar los tres pensadores modernos a los que debo m¨¢s, no vacilar¨ªa un segundo: Popper, Hayek e Isa¨ªas Berlin. A los tres comenc¨¦ a leerlos, hace 20 a?os, cuando sal¨ªa de las ilusiones y sofismas del socialismo y buscaba, entre las filosof¨ªas de la libertad, las que hab¨ªan desmenuzado mejor las falacias constructivistas (f¨®rmula de Hayek) y las que propon¨ªan ideas m¨¢s radicales para lograr, en democracia, aquello que el colectivismo y el estatismo hab¨ªan prometido sin conseguirlo nunca: un sistema capaz de congeniar esos valores contradictorios que son la igualdad y la libertad, la justicia y la prosperidad.Entre esos pensadores, ninguno fue tan lejos ni tan a fondo como Frederich von Hayek, el viejo maestro nacido en Viena, nacionalizado brit¨¢nico, profesor en la London School of Economics, en Chicago y en Friburgo -en verdad, ciudadano universal-, que acaba de morir, en sus luminosos 92 a?os, y a quien el destino depar¨® acaso la mayor recompensa a que puede aspirar un intelectual: ver c¨®mo la historia contempor¨¢nea confirmaba buena parte de sus teor¨ªas y hac¨ªa a?icos las de sus adversarios.
De estas tesis, la m¨¢s conocida, y hoy tan comprobada que ha pasado a ser poco menos que una banalidad, es la que expuso en su peque?o panfleto de 1944, The road to serfdom (Camino hacia la servidumbre): que la planificaci¨®n centralizada de la econom¨ªa mina de manera inevitable los cimientos de la democracia y hace del fascismo y del comunismo dos expresiones de un mismo fen¨®meno, el totalitarismo, cuyos virus contaminan a todo r¨¦gimen, aun el de apariencia m¨¢s libre, que pretenda controlar el funcionamiento del mercado.
La famosa pol¨¦mica de Hayek con Keynes no fue nunca tal cosa, sino el alegato solitario, y transitoriamente in¨²til, de un hombre con convicciones contra la cultura de su ¨¦poca. Las teor¨ªas intervencionistas del brillante Keynes, seg¨²n el cual el Estado pod¨ªa y deb¨ªa regular el crecimiento econ¨®mico, supliendo las carencias y corrigiendo los excesos del laissez-faire, eran ya un axioma incontrovertible de socialistas, socialdem¨®cratas, conservadores y aun supuestos liberales del viejo y nuevo mundo, cuando Hayek lanz¨® aquel formidable llamado de atenci¨®n al gran p¨²blico, que resum¨ªa lo que ven¨ªa sosteniendo en sus trabajos acad¨¦micos y t¨¦cnicos desde que, en los a?os treinta, junto a Ludwig von Mises, inici¨® la reivindicaci¨®n y actualizaci¨®n del liberalismo cl¨¢sico de Adam Smith. Aunque The road to serfdom alcanz¨® cierto ¨¦xito, sus ideas s¨®lo tuvieron eco en grupos marginales del mundo acad¨¦mico y pol¨ªtico, y, por ejemplo, el pa¨ªs en el que fue escrito el libro, Gran Breta?a, inici¨® en esos a?os su marcha hacia el populismo laborista y el Estado-benefactor, es decir, hacia la inflaci¨®n y la decadencia que s¨®lo vendr¨ªa a interrumpir el formidable (pero, por desgracia trunco) sobresalto libertario de Margaret Thatcher.Como Von Mises, como Popper, Hayek no puede ser encasillado dentro de una especialidad, en su caso la econom¨ªa, porque sus ideas son tan renovadoras en el campo econ¨®mico como en los de la filosof¨ªa, el derecho, la sociolog¨ªa, la pol¨ªtica, la historia y la ¨¦tica. En todos ellos hizo gala de una originalidad y un radicalismo que no tiene parang¨®n dentro de los pensadores modernos. Y, siempre, manteniendo el semblante de un escrupuloso respeto de la tradici¨®n cl¨¢sica liberal y de las formas rigurosas de la investigaci¨®n acad¨¦mica. Pero sus trabajos est¨¢n impregnados de fiebre pol¨¦mica, irreverencia contra lo establecido, creatividad intelectual y, a menudo, de propuestas explosivas, como la de privatizar y librar al mercado la fabricaci¨®n del dinero de las naciones.
Su obra magna es, tal vez, Constitution of liberty (La constituci¨®n de la libertad), de 1960, a la que vendr¨ªan a enriquecer los tres densos vol¨²menes de Derecho, Legislaci¨®n y Libertad en la d¨¦cada de los setenta. En estos libros est¨¢ explicado, con una lucidez conceptual que se apoya en un enciclop¨¦dico conocimiento de la pr¨¢ctica, de lo vivido en el curso de la civilizaci¨®n, lo que es el mercado, ese sistema casi infinito de relaci¨®n entre los seres que conforman una sociedad, y de las sociedades entre s¨ª, para comunicarse rec¨ªprocamente sus necesidades y aspiraciones, para satisfacerlas y materializarlas, para organizar la producci¨®n y los recursos en funci¨®n de aqu¨¦llas, y los inmensos beneficios en todos los ¨®rdenes que trajo al ser humano aquel sistema que nadie invent¨®, que fue naciendo y perfeccion¨¢ndose a resultas del azar y, sobre todo, de la irrupci¨®n de ese accidente en la historia humana que es la libertad.
S¨®lo para los ignorantes y para sus enemigos, empe?ados en caricaturizar la verdad a fin de mejor refutarla, es el mercado un sistema de libres intercambios. La obra entera de Hayek es un prodigioso es fuerzo cient¨ªfico e intelectual para demostrar que la libertad de comerciar y de producir no sirve de nada -como lo est¨¢n comprobando esos reci¨¦n ve nidos a la filosof¨ªa de Hayek que son los pa¨ªses ex socialis tas de Europa central y de la ex Uni¨®n Sovi¨¦tica y las rep¨² blicas mercantilistas de Am¨¦rica Latina- sin un orden legal estricto que garantice la propiedad privada, el respeto de los contratos y un poder judicial honesto, capaz y totalmente independiente del poder pol¨ªtico. Sin estos requisitos b¨¢sicos, la econom¨ªa de mercado es una pura farsa, es decir, una ret¨®rica tras de la cual contin¨²an las exacciones y corruptelas de una minor¨ªa privilegiada a expensas de la mayor¨ªa de la sociedad.
Quienes, por ingenuidad o mala fe, esgrimen hoy las dificultades que atraviesan Rusia, Venezuela y otros pa¨ªses que inician (y, a menudo, mal) el tr¨¢nsito hacia el mercado, como prueba del fracaso del liberalismo, deber¨ªan leer a Hayek. As¨ª sabr¨ªan que el liberalismo no consiste en soltar los precios y abrir las fronteras a la competencia internacional, sino en la reforma integral de un pa¨ªs, en su privatizaci¨®n y descentralizaci¨®n a todos los niveles y en la transferencia a la sociedad civil a la iniciativa de los individuos soberanos de todas las decisiones econ¨®micas. Y en la existencia de un consenso respecto a unas reglas de juego que privilegien siempre al consumidor sobre el productor, al productor sobre el bur¨®crata, al individuo frente al Estado y al hombre vivo y concreto de aqu¨ª y de ahora sobre esta abstracci¨®n: la humanidad futura.El gran enemigo de la libertad es el constructivismo, aquella fat¨ªdica pretensi¨®n (as¨ª se titula el ¨²ltimo libro de Hayek, Fatal conceit, de 1989) de querer organizar, desde un centro cualquiera de poder, la vida de la comunidad, sustituyendo las formas espont¨¢neas, las instituciones surgidas sin premeditaci¨®n ni control, por estructuras artificiales y encaminadas a objetivos como racionalizar la producci¨®n, redistribuir la riqueza, imponer el igualitarismo o uniformar al todo social en una ideolog¨ªa, cultura o religi¨®n.La cr¨ªtica feroz de Hayek al constructivismo no se detiene en el colectivismo de los marxistas ni en el Estado-benefactor de socialistas y socialdem¨®cratas, ni en lo que el socialcristianismo llama el principio de la supletoridad, ni en esa forma degenerada del capitalismo que es el mercantilismo, es decir, las alianzas mafiosas del poder pol¨ªtico y empresarios influyentes para, prostituyendo el merca
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Viene de la p¨¢gina anterior do, repartirse d¨¢divas, monopolios y prebendas.
No se detiene en nada, en verdad. Ni siquiera en el sistema del que ha sido, acaso, el m¨¢s pugnaz valedor de nuestro tiempo: la democracia. A la que, en sus ¨²ltimos a?os, el indomable Hayek se dedic¨® a autopsiar de manera muy cr¨ªtica, describiendo sus deficiencias y deformaciones, una de las cuales es el mercantilismo y, otra, la dictadura de las mayor¨ªas sobre las minor¨ªas, tema que lo hizo proclamar que tem¨ªa por el futuro de la libertad en el mundo en los precisos momentos en que se celebraba, con la ca¨ªda de los reg¨ªmenes comunistas, lo que a otros parec¨ªa la apoteosis del sistema democr¨¢tico en el planeta. Para contrarrestar aquel monopolio del poder que las mayor¨ªas ejercen en las sociedades abiertas y garantizar la participaci¨®n de las minor¨ªas en el Gobierno y en la toma de decisiones, Hayek imagin¨® un complicado sistema -que no vacilo en llamar utop¨ªa- llamado la demarqu¨ªa, en el que una Asamblea legislativa, elegida por 15 a?os, entre ciudadanos mayores de 45 a?os y por hombres y mujeres de esa misma edad, se encargar¨ªa de velar por los derechos fundamentales, en tanto que un Parlamento, semejante a los existentes en los pa¨ªses democr¨¢ticos, estar¨ªa dedicado a los asuntos corrientes y a los temas de actualidad.
La ¨²nica vez que convers¨¦ con Hayek alcanc¨¦ a decirle que, ley¨¦ndolo, hab¨ªa tenido a ratos la impresi¨®n de que algunas de sus teor¨ªas (no la demarqu¨ªa), materializaban aquel ambicionado fuego fatuo: el rescate, por el liberalismo, del ideal anarquista de un mundo sin coerci¨®n, de pura espontaneidad, con un m¨ªnimo de autoridad y un m¨¢ximo de libertad, enteramente construido alrededor del individuo. Me mir¨® con benevolencia e hizo una cita burlona de Bakunin, por quien, naturalmente, no pod¨ªa tener la menor simpat¨ªa.
Y, sin embargo, en algo se parecen el desmelenado pr¨ªncipe decimon¨®nico de vida aventurera que quer¨ªa romper todas las cadenas que frenan o ciegan los impulsos creativos del hombre, y el met¨®dico y erudito profesor de mansa vida que, poco antes de morir, afirmaba en una entrevista: "Todo liberal debe ser un agitador". En la fe desmedida que ambos profesaron siempre a esa hija de azar y la imaginaci¨®n que es la libertad -la m¨¢s preciosa criatura que el Occidente haya aportado al mundo- para dar soluciones a todos los problemas y catapultar la aventura humana siempre a nuevas y riesgosas haza?as.Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA-1992.
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