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Tribuna:
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Paradojas de la caza humana

Quien se entromete en el discurso pol¨ªtico p¨²blico alem¨¢n tiene que cargar con los riesgos. Disuaden menos las acusaciones morales t¨ªpicas de este ¨¢mbito, pues, al fin y al cabo, pueden invocar una larga tradici¨®n y forman parte del hecho de publicar. Pesan m¨¢s los riesgos intelectuales que corre todo el que participa en un debate en los media. Nada m¨¢s entregar su ponencia parecer¨¢, casi siempre, m¨¢s imb¨¦cil que antes. No hay que buscar demasiado la causa: el que se deja atrapar por las condiciones del talkmaster de turno est¨¢ perdido. ?La culpa ser¨¢ suya! Pues no es ning¨²n secreto de d¨®nde proceden esas reglas verbales a las que se supeditan, con mayor o menor agrado, los participantes.Hace ya a?os que en las sedes centrales de los partidos se corri¨® la voz de que el adue?arse de conceptos es estrat¨¦gicamente tan importante como disponer del aparato. Hay que admirar, la astucia con la que la clase pol¨ªtica, a la que nada le es m¨¢s ajeno que cualquier idea, se ha adue?ado de aqu¨¦lla. Que el debate pol¨ªtico se convierta cada vez m¨¢s en un fantasma audiovisual es una de las consecuencias; ese debate se volatiliza en la televisi¨®n. El discurso de la oposici¨®n est¨¢ atado tambi¨¦n a esos presupuestos: se contenta con poner patas arriba las consignas del rival.

En ning¨²n punto se revela de forma m¨¢s clara ese tosco esquema que en la "pol¨ªtica de extranjeros" y en "el debate sobre el asilo pol¨ªtico". Esas formulaciones mismas delatan ya el lugar en el que han crecido, en el esti¨¦rcol de Bonn. Pero los pol¨ªticos han conseguido adem¨¢s que la discusi¨®n se mueva, en dos terrenos intercambiables a voluntad y conveniencia: por un lado, se urde una abstracta y moralizante discusi¨®n constitucional; por otro, siempre es posible, cuando lo que se plantea es la praxis, retirarse a cuestiones jur¨ªdicas de procedimiento. Ese enroque posibilita dejar al margen preguntas totalmente elementales, totalmente evidentes, que los organizadores no tienen, por lo que se ve, inter¨¦s alguno en plantear.

Quisiera plantear aqu¨ª una de esas preguntas, a pesar de que no sea central para el problema de las grandes migraciones. Al fin y al cabo, lo que est¨¢ en juego es la vida o muerte de aquellos que, con el pasaporte que sea, el sello que sea, o con la justificaci¨®n que sea, viven ya en este pa¨ªs. En dos palabras, se trata de la habitabilidad de la Rep¨²blica Federal. Considero no habitable una zona en la que a un cierto n¨²mero de bandas de mamporreros le est¨¢ permitido atacar a las personas en la v¨ªa p¨²blica o incendiar sus viviendas.

Podemos dejar de lado la cuesti¨®n de a qui¨¦n debe considerarse alem¨¢n y a qui¨¦n no, por lo menos mientras no haya sido decidida mediante el sistema de que unos anden por la calle vestidos normales mientras los otros son obligados por ley a llevar pegado a la ropa cualquier tri¨¢ngulo, cruz o estrella. Dado que, hasta ahora, nadie ha propuesto una ley as¨ª, la diferenciaci¨®n entre extranjeros y nativos carec7e de importancia, y es superfluo oscurecer sentimentalmente el status de extranjero, por ejemplo, con el frecuente y mentiroso eslogan de nuestros Garc¨ªas y Rodr¨ªgueces: "Soy un extranjero".

Como ense?a la observaci¨®n m¨¢s somera de esos Garc¨ªa y Rodr¨ªguez, entre la poblaci¨®n nativa alemana hay la misma proporci¨®n estad¨ªstica de cargantes y farsantes, groseros e idiotas que entre turcos, tamiles y polacos. La convivencia pac¨ªfica con ellos es un fastidio que, en el mundo civilizado, puede exig¨ªrsele a todo el mundo sin excepci¨®n. Y, en caso necesario, el que no quiera soportarlo deber¨¢ ser obligado a ello. Lo que, por el contrario, ya no es conminable es la presencia de personas que se dedican individual u organizadamente a la caza del hombre.

Esa simple distinci¨®n no tiene nada que ver con la llamada problem¨¢tica de los extranjeros. Tampoco se trata de discutir unas reglas determinadas para unos procesos de asilo determinados, y menos a¨²n de la miseria del Tercer Mundo o del racismo ubicuo. De lo que se trata es del monopolio del uso de la fuerza, del que el Estado asegura disponer.

A los diversos Gobiernos de esta rep¨²blica pueden reproch¨¢rseles muchas cosas, pero nadie puede atribuirles que hayan titubeado alguna vez en hacer uso de ese monopolio cuando parec¨ªa estar amenazado. M¨¢s bien todo lo contrario: el Ejecutivo nunca careci¨®, en este punto, de celo. Polic¨ªa de aduanas, servicios secretos, grupos de seguridad, comandos de intervenci¨®n m¨®vil, brigadas de investigaci¨®n criminal federales y auton¨®micas han ofrecido todo su hardware y su software, desde la comprobaci¨®n de datos hasta la escuadrilla de helic¨®pteros, desde el retrato robo? hasta los tanques. Y tampoco el legislativo se ha dormido precisamente en los laureles. Ha pisado, asimil¨¢ndola hasta la falta de escr¨²pulos, tierra jur¨ªdica desconocida, desde la figura de la asociaci¨®n criminal hasta la ley de incomunicaci¨®n. Desde entonces, el Estado de derecho dispone de un arsenal, verdaderamente terror¨ªfico, de posibilidades de protegerse de sus oponentes.

En los meses pasados no se ha hecho ni el m¨¢s m¨ªnimo uso de ninguno de esos medios. Ante la aparici¨®n masiva de esas bandas de mamporreros en las dos partes de Alemania, el aparato de represi¨®n, desde la polic¨ªa hasta los tribunales, ha reaccionado con una continencia nunca vista hasta entonces. Las detenciones han sido la excepci¨®n, y cuando las hubo, los autores fueron puestos, pr¨¢cticamente siempre, en libertad al d¨ªa siguiente. La fiscal¨ªa del Estado y la polic¨ªa criminal, censuradas un d¨ªa por los media por su celo en apartar del pueblo alem¨¢n todo tipo de da?os, est¨¢n tan calladas como si se les hubiera impuesto el retiro forzoso. La polic¨ªa de fronteras federal, que hace s¨®lo unos a?os ocupaba cada cruce, parece como si hubiera sido tragada por la tierra.

Por lo que respecta a los pol¨ªticos, muchos de ellos se han mostrado en un papel bastante nuevo, a saber, el de asistentes sociales. Pero sus esfuerzos terap¨¦uticos no han sido destinados a los cazados -a quienes han compensado con un par de caramelos ret¨®ricos-, sino a aquellos que se han especializado en la caza humana.

Apelaron a las lamentables deficiencias del sistema educativo, sobre todo en la antigua RDA; bregaron para que se comprendiera la dura suerte del paro; y como atenuante, adem¨¢s de la inmadurez de esos homicidas, se aport¨® su desorientaci¨®n cultural. En resumen, que estamos ante unos pobres diablos, a los que hemos de enfrentarnos con paciencia pedag¨®gica. Al fin y al cabo, de personas as¨ª de desprivilegiadas no puede esperarse la luz de raz¨®n de saber que la quema de ni?os es algo il¨ªcito. Por eso mismo, ha de se?alarse con mucha m¨¢s insistencia la deficiente oferta de actividades para el tiempo libre del que disponen esos incendiarios.

Si uno recuerda las im¨¢genes de la central nuclear de Brokdorf y de la pista oeste del aeropuerto de Francfort, sorprende una comprensi¨®n tan entra?able de esos mamporreros. En aquella ocasi¨®n, a los responsables no les pareci¨® que la soluci¨®n estuviera en la r¨¢pida ampliaci¨®n de discotecas y de centros de juventud; evidentemente, en los a?os setenta, el acceso gratuito e inobjetable al para¨ªso del tiempo libre no se hab¨ªa convertido todav¨ªa en un derecho humano intangible. Al contrario, se atiz¨®, se pate¨® y dispar¨® de lo lindo, y el poder del Estado acept¨®, si no recuerdo mal, un par de muertos como un precio defendible.

?Habr¨¢ que agradecer este repentino cambio de sentido a una conversi¨®n? Desde la Ilustraci¨®n han existido siempre human¨®filos que nos han asegurado que el derecho penal es inapropiado para la soluci¨®n de los problemas sociales. Eso es algo que, a la vista del estado de las c¨¢rceles y de la elevada cuota de reincidencia, apenas es discutible, aunque los reformistas no nos hayan proporcionado hasta hoy la prometida alternativa convincente. Sea como fuere, no se puede explicar con ese argumento el enigm¨¢tico giro del aparato estatal hacia una indulgencia supercomprensiva con esos mamporreros asesinos. A los ladrones de tiendas y asaltantes de bancos, a los estafadores y defraudores, terroristas y chantajistas se les sigue metiendo en chirona, igual que siempre; hasta ahora ning¨²n partido gobernante se ha mostrado favorable a la abolici¨®n del C¨®digo Penal, ni tampoco a una reforma profunda de los sistemas de ejecuci¨®n punitiva. As¨ª que, si queremos entender la diferencia enigm¨¢tica entre el celo persecutor de una parte y el laisser-faire de la otra, nos vemos obligados a echar mano de otras interpretaciones.

Posiblemente, la intensidad de la intervenci¨®n depende de los bienes jur¨ªdicos que la ley ha de proteger. En los precedentes citados estaba en juego la propiedad privada de bienes inmobiliarios, el derecho a ampliar aeropuertos, a la construcci¨®n de autopistas y a eregir centrales nucleares de todo tipo. Por el contrario, en los atracos e incendios de los ¨²ltimos meses lo que estaba en juego era la vida de unos cuantos miles de habitantes del pa¨ªs. Es patente que las instancias estatales consideran el asesinato y el homicidio como una mera irregularidad y, por el contrario, la eliminaci¨®n de una valla como un crimen grave.

Es evidente que la cuesti¨®n permite otras interpretaciones. Resulta dificil creer, aunque no sea totalmente descartable, que haya pol¨ªticos que simpaticen con las bandas de asesinos que recorren la rep¨²blica; algo m¨¢s plausible parece la conjetura de que muchos contemplan impasibles esa caza humana porque se imaginan que una postura as¨ª podr¨ªa resultarles pol¨ªticamente ventajosa.

Naturalmente, s¨®lo a disgusto es posible creer en semejante grado de idiotez, y ¨²nicamente la ausencia de otras explicaciones m¨¢s plausibles justifica el tenerlas en consideraci¨®n.

Hay una cosa que deber¨ªa comprender hasta el m¨¢s imb¨¦cil, a saber, que la renuncia al monopolio de la fuerza por parte del Estado tiene consecuencias que no son en manera alguna inocuas para la clase pol¨ªtica. Una de esas consecuencias es la necesidad de autodefensa. Si el Estado se niega a darles protecci¨®n, las personas o grupos amenazados tendr¨¢n que armarse en virtud de su propia defensa. De avituallarlas ya se encargar¨¢, sin problemas, el comercio internacional. Y tan pronto como la contradefensa se haya organizado suficientemente, se llegar¨¢ a aut¨¦nticas guerras de bandas, una evoluci¨®n que es ya observable en grandes ciudades como Berl¨ªn o Hamburgo. Eso puede llevar a situaciones pol¨ªticas como las que vivi¨® Alemania hacia el final de la Rep¨²blica de Weimar.

Por otra parte, ante la falta de respuesta, el terror callejero masivo acabar¨¢ volvi¨¦ndose, m¨¢s tarde o m¨¢s temprano, contra la clase pol¨ªtica. Como es sabido, no existe una protecci¨®n personal que no tenga fisuras, y ser¨ªa una ilusi¨®n creer que los comandos rodantes que andan hoy por Alemania en el futuro vayan a responder con la misma moneda a la suavidad paternal con la que se los trata en ciertos lugares. Una tolerancia como ¨¦sa, que siempre se concede a los autores, no a las v¨ªctimas, manifiesta un sentido de continuidad hist¨®rica m¨¢s grande de lo normal. A ciertos pol¨ªticos les resulta, evidentemente, dif¨ªcil rescindirla. Lo que permite muy diversas conclusiones, entre las que, sin embargo, solamente una sorprende: que el instinto de supervivencia de esas personas est¨¢, como se?ala la f¨¢bula, menos marcado de lo que com¨²nmente se piensa.

Hans Magnus Enzensberger es ensayista y poeta.

Traducci¨®n: Luis Meana.

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