Noche de estreno
Acostumbrados a una existencia regular y relativamente met¨®dica, hemos hecho de la noche el tiempo del sue?o y del recogimiento, postergando el latido creador, estimulante y profundo que se ampara en las oscuridades y en la fecundidad del silencio.Cuando los a?os de los descubrimientos vitales empiezan a verse en lontananza sin que los frutos de la madurez intelectual compensen el desequilibrio, la noche vuelve a ser lo que fue en la ni?ez: la hora del descanso y del orden inanimado. Cualquier alteraci¨®n, cualquier exceso, fractura los eslabones de una actividad sistem¨¢tica. La quietud necesaria y beneficiosa de la existencia aplaca la pasi¨®n nocturna y nos da un sentido ajustado del movimiento. As¨ª, la noche es el c¨®mplice silente que nos arrulla o nos delata con sobresaltos la transgresi¨®n de su espacio mudo: una llamada de tel¨¦fono a deshora, una ausencia prolongada, una enfermedad. Pero la noche sigue palpitando para todos, aunque ignoremos de qu¨¦ manera. Y a veces, s¨²bitamente, la descubrimos distinta de como la cre¨ªamos. El otro d¨ªa sal¨ª a su encuentro fugaz. Rompi¨® mi placidez.
Me invit¨® un amigo al estreno de una pel¨ªcula. Hace a?os me gustaba fingir que alternaba en eventos de esta naturaleza. En esta ocasi¨®n, acept¨¦ gustoso por compartir un rato con el amigo. All¨ª estaba el mundillo habitual de estos acontecimientos: actores, cineastas, periodistas, famosillos deseosos de figurar, la televisi¨®n. Una luz radiante nos recibi¨® desde la calle en medio de lentejuelas, senos provocadores, saludos por doquier. Lo mismo sucedi¨® a la salida, tras los aplausos y las felicitaciones. Nosotros nos fuimos con discreci¨®n, con el ¨¢nimo de dar una vuelta antes de regresar a casa.
Atravesamos Sol. Hac¨ªa fr¨ªo. Lentamente empez¨® a cambiar el paisaje humano. Un reguero de coimas callejeras deambulaba entre Espoz y Mina y Cruz, con un peque?o enjambre de moscones rijosos y porfiantes aleteando a su alrededor, mientras eran vigilados de cerca por la mirada pendenciera de alg¨²n rufi¨¢n. Fuimos de all¨ª hasta Tirso de Molina, al borde de lo que antes eran los barrios bajos.
Grupos de nuevos pobladores se mov¨ªan de aqu¨ª para all¨¢. Africanos, europeos, espa?oles perdidos que probablemente han dejado pasar el tren de la fortuna y andaban busc¨¢ndole acomodo al cuerpo en la larga vigilia que quedaba por delante. Por Ant¨®n Mart¨ªn o¨ªmos unas voces met¨¢licas que salpicaban el sosiego. En la esquina de la calle de Le¨®n vimos unos destellos azules. Motos de la polic¨ªa recostadas, con las radios abiertas. Una fila de j¨®venes extranjeros con las manos en alto, contra la pared. Negros, orientales, otros parec¨ªan eslavos. Los agentes les obligaban a separar las piernas formando medio arco con el cuerpo. Los iban cacheando meticulosamente. Comentaron algo. Cogieron el micr¨®fono. Pidieron informaci¨®n.
Bajamos por Atocha. Alg¨²n bar abierto a la espera de que fueran ahuecando los ¨²ltimos rezagados. Otra vez luces y destellos intermitentes: Sex shop! Sex shop! Sex shop! En el escal¨®n gran¨ªtico de un portal una anciana trataba de encontrar la mejor colocaci¨®n para descansar. Envolv¨ªa sus piernas con una manta liviana, y tapaba las manos con los pliegues de una toquilla que le cubr¨ªa desde la cabeza hasta el vientre. La miramos de soslayo simulando por verg¨¹enza que no nos demor¨¢bamos en ella. Nos contempl¨® con una dignidad l¨ªmpida y exhalante que dejaba traslucir su p¨¢lida carilla.
La poblaci¨®n marginal se adue?aba mansamente de la incertidumbre noct¨¢mbula y nosotros nos sent¨ªamos como fuera de lugar, extra?os en nuestra propia ciudad. Una sensaci¨®n de incomodidad, de cierto malestar, nos invad¨ªa. Somos miembros de una sociedad agresiva, din¨¢mica, descre¨ªda, que segrega sus propios in¨²tiles como una m¨¢s de sus muchas funciones. ?A d¨®nde ir¨¢n todos estos extraviados de la vida, noche tras noche, recorriendo sin rumbo las encrucijadas de la civilizaci¨®n opulenta? Seres a la deriva que ya no suscitan entre nosotros m¨¢s que sentimientos de piedad cuando los vemos inermes, pac¨ªficos, callados, vencidos. Un mal golpe de suerte, una rebeld¨ªa a destiempo, una indolencia laboral, una ca¨ªda en alguno de los pozos que tenemos que saltar a diario para no naufragar. ?Es ¨¦sa la falta de habilidad que los deja fuera, hundidos en un destino que, tal vez, ya no puedan cambiar?
Nos metimos por el paseo del Prado entre la fr¨ªa humedad del relente que atraen los ¨¢rboles. Contemplamos la planta magn¨ªfica del museo. Al fondo, a ambos lados, el perfil luminoso, espl¨¦ndido del Ritz y del Palace. En medio, la cascada acuosa de Neptuno, y detr¨¢s, el remate ya visible de lo que pronto ser¨¢ el museo Thyssen. Pasamos por Cibeles, taciturna, sin apenas tr¨¢fico, en el centro de un eje de cierta grandiosidad urbana. La puerta de Alcal¨¢, a un lado; la perspectiva de Gran V¨ªa, al otro.
Llegamos a Col¨®n con ¨¢nimo de concluir el paseo. Un local de moda reclamaba la presencia de un numeroso grupo de j¨®venes. Gente saludable, de porte relajado, ademanes emprendedores, ropa escogida. Se bajaban del coche gesticulando, le daban las llaves a un portero fornido que recib¨ªa atento el encargo, e iban franqueando la entrada con un conocimiento rutinario. Nosotros nos despedimos.
Cuando el taxi me dej¨® en mi casa todo estaba en silencio. Hab¨ªa un orden nocturno en la calle, en los edificios. Alguna ventana encendida, todav¨ªa. El vecindario descansaba cuando empez¨® a o¨ªrse el aislado crujido del cami¨®n de basuras.
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