Los sobrinos del Pato Donald
De los dos temas bastante rid¨ªculos pero entretenidos de los cuales ¨²ltimamente hemos o¨ªdo hablar, uno -el de Eurodisney y la consiguiente ofensiva cultural del imperio yanqui- ha pasado sin despertar m¨¢s que alg¨²n que otro rezongar malhumorado. Me parece muy buen s¨ªntoma, por lo que luego dir¨¦. El segundo, la beatificaci¨®n del se?or Escriv¨¢, ha montado un cirio (nunca mejor dicho) de lo m¨¢s alarmante: por lo visto, Espa?a puede dejar de serlo todo -socialista, patriotera, taur¨®fila, amiga tradicional del pueblo ¨¢rabe, martillo de herejes...-, absolutamente todo, menos cat¨®lica. Ateos de toda la vida me han asegurado ¨²ltimamente que el fundador del Opus Dei no puede ser santo y como tal repantigarse a la diestra de Dios padre: por lo visto, el resto del santoral les inspira mayor confianza. Otros dicen que esa beatificaci¨®n est¨¢ ama?ada y me brindan el mismo argumento que suele emplearse para denunciar tantas oposiciones a c¨¢tedra: la mayor¨ªa de los miembros del tribunal son del Opus. En fin, ser santo o catedr¨¢tico siempre implica cierta gracia concomitante, algo sospechosa y a menudo extraoficial. Organizar alharaca por tan trivial motivo es, sin duda, perder el tiempo.Buen s¨ªntoma, en cambio, que la llegada de Eurodisney y sus bastante garrulos fastos televisuales de inauguraci¨®n s¨®lo haya despertado mediocremente la fiereza ind¨®mita de la vieja raza. Eso prueba que la penetraci¨®n del peor aspecto de la ideolog¨ªa norteamericana es menor en nuestro pa¨ªs de lo que parece (y menor que en Francia, por lo visto y o¨ªdo). Me refiero a la puerilizaci¨®n de la ciudadan¨ªa que se empe?a en librarla gubernamentalmente de tentaciones irresistibles que pueden corromper sus buenas costumbres: persecuci¨®n de lo obsceno, de las drogas, del tabaco..., a las que algunos quisieran a?adir adem¨¢s la proscripci¨®n del Pato Donald, en lugar de la de Mapplethorpe y adem¨¢s de la de Benetton. Dan por hecho los que as¨ª se indignan que Proust o Stendhal no tienen nada que hacer en cuanto les pongan como vecinos a Goof`y y el T¨ªo Gilito. Reverencian un dogma de vasto alcance, el m¨¢s detestable que nos llega del poderoso pa¨ªs transatl¨¢ntico: lo obvio siempregana, hay que fomentar a toda costa lo edificante, las contradicciones y las an-ibig¨¹edades no constituyen el espesor de la personalidad, sino que la anulan o la pasman. No el evang¨¦lico "haceos como ni?os", sino el puritano "consideraos siempre ni?os y exigid que las autoridades os traten como tales".
Desde luego esta actitud no indica solamente reclamaci¨®n de paternalismo, sino puerilidad caprichosa y derecho a la malcrianza. El ideal es ser obedientes y complementariamente d¨ªscolos, incapaces por definici¨®n de resistir las grandes asechanzas, pero tambi¨¦n siempre listos a patalear como protesta porque se retrasan los potitos.Cuando volvemos a leer la entusiasta descripci¨®n que hace Ralph Waldo Emerson de la petulancia juvenil que ¨¦l considera "la actitud saludable de la naturaleza hurnana", siente uno admiraci¨®n por el pa¨ªs que ha patentado este ideal y a la vez p¨¢nico por verlo tan extendido entre nosotros: "?De qu¨¦ manera un muchacho es el amo de la sociedad! Independiente, irresponsable, mirando de soslayo a la gente y a los hechos que pasan junto a ¨¦l, los juzga y sentencia con. arreglo a sus m¨¦ritos, por el procedimiento sumario de los muchachos como buenos, malos, interesantes, est¨²pidos, molestos. No se preocupa por las consecuencias ni los intereses: emite un veredicto independiente y aut¨¦ntico". Que la autenticidad del juicio sobre lo real pase por el desd¨¦n de consecuene ?as o intereses es cosa que excita tanto como alarma. ?Se trata de la salud que todo lo desaflia o el pavoneo del mimado que confia en los que, grises y sensatos, le protegen y deciden de veras en su lugar? El viejo europeo Paul Morand no ocult¨® sus reservas ante la corrupci¨®n posible del ideal emersoniano: "Ya no creemos en la experiencia, sino en el estado de inocencia del buen salvaje, preconizado por las revoluciones, del ni?o rico en instintos; pero nuestro ideal no es el ni?o de genio, el ni?o heroico, Pascal o Pico de la Mirandola, ni el ni?o desdichado y sensible a lo Valls: nuestro ideal es el ni?o-rey, el beb¨¦ Cadum". Morand escrib¨ªa en 1937: "Cadum" tendr¨ªa hoy su equivalente en Ausonia o cualquier otra marca de todopara-su-beb¨¦. El ni?o es quien lo quiere todo y de inmediato, esperando que pague pap¨¢...
Pero lo importante entonces, y ahora, queda se?alado por Morand: la decadencia de la experiencia. No se trata s¨®lo de la p¨¦rdida de memoria hist¨®rica, como a menudo se achaca a nuestro tiempo (y con raz¨®n), pues la excesiva fijaci¨®n en la historia -siempre interpretada al gusto del momento, a veces discretamente legendario puede dispensar del an¨¢lisis sin prejuicios del presente y fomentar el af¨¢n homicida de enmendar agravios remotos: los odios ¨¦tnicos y nacionalistas actuales dan prueba de ello. Pero no me refiero aqu¨ª a la memoria hist¨®rica, ni siquiera a la memoria a secas: es la noci¨®n misma de experiencia la que ha perdido todo lustre y br¨ªo, en una ¨¦poca en la que cada d¨ªa hay que aprender destrezas t¨¦cnicas nuevas y cuanto menos se sepa previamente, tanto m¨¢s disponible se est¨¢ para acoplarse a los inventos recientes. Entiendo por experiencia no la suma de lo que vamos sabiendo hacer, sino la capacidad de descartar y elegir que se va fraguando en cada uno a pesar de las rutinas impuestas, de las habilidades, de las ¨®rdenes y de las informaciones tendenciosas. Las arrugas de la experiencia, vengan de la risa o del llanto, permiten que nuestras suelas an¨ªmicas se agarren mejor a lo real: ayudan acaminar sin tantos resbalones. Lo m¨¢s curioso es que la experiencia tiene mala prensa tanto entre los j¨®venes como entre los mayores. Desde los j¨®venes suena a resabio, a anquilosamiento, a amargura y conformismo; pero tambi¨¦n los mayores parecen desde?arla y se enorgullecen de pensar "como siempre", de "no haber cambiado" o, por el contrario, de "haber nacido de nuevo" y de saber romper con el pasado". Todo menos reconocer la verg¨¹enza de crecer y de no vivir (es decir, equivocarse, gozar, cometer atropellos, ser rid¨ªculos) en vano. El paternalismo demag¨®gico educa siempre contra la experiencia: los revolucionarios laicos o religiosos buscan su hombre nuevo, limpio de toda experiencia e infinitamente moldeable; el estado protector se ofrece para librarnos de las tentaciones, demasiado fuertes para sus hijos inarrugables, capaces de marcarlos de modo en exceso traum¨¢tico. ?Cuidado con las sustancias o im¨¢genes peligrosas! ?Cuidado con lo que vemos en televisi¨®n, que los ni?os copian todo lo que ven! ?Y cuidado con la letra de La marsellesa o con La Il¨ªada, que hablan de sangre y cosas feas! Empecemos desde el primer d¨ªa por hacerlo todo bien y nunca tendremos que arrepentirnos de nada. Es una idea de felicidad que justifica el ¨¢cido dicho de La Rochefoucauld: "Lo malo de las personas felices es que nunca se enmiendan..." Por eso los verdaderos sobrinos del Pato Donald son quienes m¨¢s miedo tienen a la poluci¨®n de Eurodisney, como a todas las restantes poluciones diurnas o nocturnas.
Dedico esta nostalgia de la experiencia a Lester Piggott, que a sus 57 a?os ha vuelto a ganar las Dos Mil Guineas, el cl¨¢sico h¨ªpico en el que mont¨® por vez primera hace 41 a?os. Muy a tono con este 92 de nuestros pecados, su caballo se llama Rodrigo de Triano (N. B.: es "de Triano" y no "de Triana", supongo que por error o perversidad del propietario. Lo aclaro para que alg¨²n erudito local no me reproche que yo, todo un catedr¨¢tico, confunda el apellido del ilustre vig¨ªa ... ).
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