Los maestros del tiempo
El martes 30 de junio, a la una y cincuenta y nueve minutos y cincuenta y nueve segundo de la madrugada, el tiempo avanz¨® bruscamente un segundo de m¨¢s y fueron las dos en punto cuando en los relojes de m¨¢s perversa exactitud a¨²n eran la una y cincuenta y nueve. Sin que casi nadie lo supiera -¨²nicamente lo sab¨ªan doscientos cincuenta hombres en todo el mundo-, el tiempo sufri¨® un temblor brev¨ªsimo, en el que, sin embargo, cab¨ªa el latido de un coraz¨®n, y fue entonces como si dos latidos se superpusieran, o como si la aguja de un reloj diera uno de esos saltos en los que el ojo percibe excepcionalmente el movimiento del minutero: desde la una y cincuenta y nueve del 30 de junio el tiempo tiene un segundo m¨¢s, lo cual es casi como decir que se ha agregado una gota de lluvia al oc¨¦ano Atl¨¢ntico, o un grano de arena al desierto de Gobi, si no fuera porque las sabidur¨ªas de los cient¨ªficos han trastornado la idea arcaica de lo innumerable y de lo infinito en la que se educ¨® nuestra imaginaci¨®n. Pocos misterios abruman m¨¢s la vida que el de la interminable sucesi¨®n de los n¨²meros. En nuestra infancia temerosa y cat¨®lica nos dec¨ªan que quien lograse contar todas las estrellas del cielo en una noche de verano caer¨ªa muerto. A Abraham, en el G¨¦nesis, Jehov¨¢ le augur¨¦ una descendencia tan limitada como las arenas del mar: ahora habr¨¢ sin duda una computadora que pueda calcular ese numero sin error, del mismo modo que hay relojes at¨®micos que miden el tiempo con una desviaci¨®n de un segundo cada trescientos mil a?os.A los cient¨ªficos dedicados a esta disciplina que roza con la metaf¨ªsica y seguramente tambi¨¦n con la locura he sabido hoy que les llaman los maestros del tiempo. Su n¨²mero, doscientos cincuenta, y su dispersi¨®n por los laboratorios m¨¢s enigm¨¢ticos del mundo les da un aire de comunidad cabal¨ªstica, y los relojes que inventan y usan est¨¢n hechos de materiales cuyos nombres tienen algo de la poes¨ªa de la alquimia: el cesio, que es un metal semil¨ªquido; el m¨¢ser de hidr¨®geno, el trapecio de mercurio. Uno se pregunta, con admiraci¨®n, con temor, a qu¨¦ m¨¢quinas se parecer¨¢n esos relojes, qu¨¦ ser¨¢ o c¨®mo ser¨¢ un m¨¢ser de hidr¨®geno, un trapecio de mercurio, qu¨¦ sentir¨¢n las yemas de los dedos al tocar una gota de cesio. Uno med¨ªa el tiempo con la luna llena y numerada de los relojes de las estaciones y de las torres de las plazas, y en las noches de insomnio lo ha o¨ªdo golpear en los relojes de pared como un pu?o que llamara solemnemente a un puerta, y ahora resulta que esas medidas no sirven, que el tiempo se escapa de ellas y miente su duraci¨®n con la misma arbitrariedad que el sufrimiento o la dicha. El d¨ªa no tiene veinticuatro horas, sino una media, dicen los maestros del tiempo, de ochenta y cuatro mil seiscientos segundos, y el retraso o la p¨¦rdida de cualquiera de ellos, que s¨®lo esos doscientos cincuenta sabios son capaces de advertir, puede significar una cat¨¢strofe, el extrav¨ªo en los ¨²ltimos Pocos del universo de las naves exploradoras que realizan viajes astrales.
S¨®lo con un reloj de cesio, con un m¨¢ser de hidr¨®geno o un trapecio de mercurio ser¨ªa posible calcular de verdad la p¨¦rdida cotidiana del tiempo, no de las vanas horas del aburrimiento y de los d¨ªas y los a?os de esclavitud o de claudicaci¨®n, sino cada segundo y cada d¨¦cima de segundo en los que se pierde y se desperdicia la vida, de cada latido y cada golpe de respiraci¨®n tan preciosos como una gota de agua para la lengua sedienta. Pedro Salinas dice en un poema que los amantes clandestinos no viven en las horas y en los minutos de los otros, sino en las fracciones de eternidad fugaz que hay en la raya entre dos minutos, en la vibraci¨®n de la aguja que avanza un segundo. Lo que de verdad perciben y miden los maestros del tiempo no es la abrumadora rotaci¨®n de la Tierra, sino una cosa tan ¨ªntima que apenas puede nombrarse, un milagro que se nos va la vida en apresar o en conjurar la duraci¨®n interminable a cada segundo de una espera, la huida de cada instante de plenitud, la avaricia con que apura el tiempo y el aire un amante que teme la separaci¨®n, un insomne que oye en la almohada los latidos de su sangre, un enfermo honrado matem¨¢ticamente por cada segundo de dolor.
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