Poes¨ªa y realidad
Ante el reciente y grato compromiso de presentar a sus oyentes la personalidad literaria del escritor brit¨¢nico William Golding, que daba una conferencia en Madrid, se me ocurri¨® que quiz¨¢ la mejor manera de caracterizar su conocida novela Lord of the flies fuese reconocer en ella las notas propias de una par¨¢bola; pues, en efecto, se trata de una narraci¨®n imaginaria que pretende inducir a conclusiones de alcance moral, y encierra, por lo tanto, un significado aleg¨®rico. Este significado resultaba de gran oportunidad cuando en 1954 se public¨® el libro por vez primera, y lo es m¨¢s todav¨ªa en los tiempos que en la actualidad corren. Veremos por qu¨¦.Seg¨²n declaraci¨®n del propio autor, su tema "intenta referir los defectos de la sociedad a los defectos de la naturaleza humana", y para hacerlo -como es bien sabido (pues, aparte de la amplia difusi¨®n de la novela, el argumento de El se?or de las moscas dio base despu¨¦s a una no menos difundida pel¨ªcula)-, presenta, dentro de una colonia de ni?os abandonados a s¨ª mismos en una isla desierta, el m¨¢s pavoroso despliegue de la mel¨¦vola condici¨®n humana.
Apenas har¨¢ falta subrayarlo: un planteamiento de este tipo responde a numerosos y muy ilustres antecedentes literarios. Enseguida acuden a las mientes el Robison Crusoe, de Daniel Defoe; los Gulliver's travel, de Swift; el Candide y L'Ing¨¦nu, de Voltaire; las Lettres persanes, de Montesquieu; los escritos todos de Rousseau... Al siglo XVII le preocup¨® de manera predominante la relaci¨®n entre naturaleza y vida civilizada. Sus pensadores se aplicaron a evidenciar en maneras varias el hecho de que las instituciones son, en su diversidad, creaciones artificiales, dependientes del arbitrio; enfocaron la cuesti¨®n desde distintos ¨¢ngulos y propusieron respuestas tambi¨¦n divergentes, incluso contradictorias, aunque prevaleciera entonces la opini¨®n optimista de que los males sociales provienen de una perversa distorsi¨®n del orden natural. Su optimismo consist¨ªa en pensar que con una vuelta a la naturaleza se eliminar¨ªan esos males. La f¨®rmula m¨¢s simple de tan curiosa creencia est¨¢ cifrada en la idea del bon sauvage, el individuo humano a¨²n no deformado y corrompido por la sociedad. Bastar¨ªa con reedificar ¨¦sta seg¨²n los dictados de la naturaleza para que todo encajara de nuevo dentro del orden debido, subsan¨¢ndose as¨ª la pasajera anomal¨ªa. Una vez desechadas las supersticiones, toda clase de supersticiones, las v¨ªas del progreso quedaban expeditas... Por mucho que Voltaire se burlara del doctor Pangloss, en el fondo coincid¨ªa con Lebniz en considerar que el mundo est¨¢ bien hecho: aunque descompuesto ahora por la torpeza de los hombres, ?un admirable aparato de relojer¨ªa!
El cristianismo hab¨ªa venido achacando las aflicciones que tanto abundan sobre la Tierra a la ¨ªndole pecaminosa de los hijos de Ad¨¢n, y todav¨ªa en el siglo XVII, el Leviathan de Hobbes fundaba sobre nuestra ing¨¦nita ferocidad (homo homini lupus) la necesidad de establecer un poder soberano. El Siglo de las Luces, en cambio, confi¨® en la bondad ing¨¦nita del hombre; pero al finalizar esa centuria, a la endiosada Raz¨®n se le rendir¨ªa culto mediante un generoso empleo de la guillotina. Luego, ya a mediados del XIX, otra concepci¨®n ut¨®pica no menos progresista vendr¨ªa a prometer el para¨ªso para un hombre nuevo surgido tras el indispensable y virtuoso exterminio que, en efecto, hubo de llevarse a cabo ya en nuestros d¨ªas.
Pero ilusiones tales hab¨ªan de hacer crisis definitivamente -y ?de qu¨¦ manera!- tras el clamoroso fracaso de este ¨²ltimo brutal experimento. Escarmentados, los escritores de nuestra generaci¨®n hemos aprendido a mirar la realidad con los ojos del desenga?o. Fil¨®sofos y literatos, cada cual seg¨²n sus propios recursos, han expresado lo mejor que pod¨ªan su personal visi¨®n del mundo. Los recursos del novelista, como los del dramaturgo o del poeta l¨ªrico, no son discursivos, sino aleg¨®ricos. El novelista no argumenta, no se propone convencer, sino que, interpretando la realidad, elabora una imagen de ella, la hace patente y la ofrece a la consideraci¨®n de sus lectores. A diferencia de los cuadros trazados en sus obras por los sat¨ªricos del siglo XVIII, los cuadros que en las suyas presentan los escritores leg¨ªtimos de nuestro tiempo no presuponen una fe en la esencial benevolencia del ser humano, sino que m¨¢s bien muestran recelo -un recelo que no tiene por qu¨¦ ir desprovisto de compasi¨®n, muy al contrario-, frente a la condici¨®n natural del animal humano. Dejado a su espontaneidad, el hombre no es, por cierto, una mansa alima?a. Y as¨ª, los ni?os que pueblan la isla tremenda de Golding, lejos de ser criaturas celestiales, resultan unos peque?os monstruos.
Ahora bien, cuando digo como dije que esa par¨¢bola en que su tan notable f¨¢bula consiste fue ya oportuna a la hora de publicarse, y lo sigue siendo cada vez m¨¢s conforme pasan los a?os, lo digo porque, en el marasmo intelectual de nuestros d¨ªas, en que el pensamiento te¨®rico muestra un desconcierto que las dudosas circunstancias del presente hist¨®rico justifican y disculpan, la gente, sin saber a qu¨¦ atenerse, contin¨²a recitando con mec¨¢nica inercia f¨®rmulas, ya vac¨ªas, de un pret¨¦rito cancelado, unas f¨®rmulas beatas, candorosas e ilusas, en contraste pat¨¦tico con la realidad pr¨¢ctica que a cada instante asalta nuestra vista y atruena nuestro o¨ªdo. El que la imaginaci¨®n literaria pueda estar, como parece estarlo, m¨¢s entra?ada, m¨¢s pr¨®xima a la vida que las especulaciones intelectuales, no har¨ªa sino confirmar la calidad prof¨¦tica que desde siempre se atribuy¨® a la poes¨ªa.
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