Hedonismo protestante
Hace no mucho expres¨¦ en estas mismas p¨¢ginas mi desacuerdo con la man¨ªa de conceder el noble t¨ªtulo de "materialista" a nuestro momento dominado por las tarjetas de cr¨¦dito y la voluptuosidad de las etiquetas. Lo cierto es que no menos dif¨ªcil me resulta proclamarlo hedonista (?y no digamos epic¨²reo!) pese a la reprobatoria ligereza con la que suele ser as¨ª tratado. En mis libros he procurado desculpabilizar el placer y vincularlo, como creo que es debido, a la ra¨ªz misma de una ¨¦tica inmanente y racionalista. La vieja guardia de la moral represiva me reprocha la indecencia de este prop¨®sito; otros expertos, m¨¢s modernos y sutiles, se burlan compasivamente de lo superfluo de tal campa?a. ?Recomendar el placer en nuestra ¨¦poca de hedonismo consumista? Una empresa tan "necesaria" como hacerse palad¨ªn del autom¨®vil o del fax: si la ¨¦tica va por esos derroteros, la publicidad televisiva sustituye a Kant con m¨¢s garbo que yo... El asunto se agrava cuando la insidiosa recomendaci¨®n hedonista se incluye en una obra destinada a los j¨®venes, como ?tica para Amador. ?No colaboran tales exhortos al ya patente desenfreno de la alegre muchachada? En cualquier caso, se trata de remar a favor del viento, pues el que ahora sopla no es precisamente asc¨¦tico ni renunciativo...Vamos por partes. No es cierto que la doctrina publicitaria del momento recomiende el goce: lo que se exalta es la insatisfacci¨®n por lo que se tiene, con vistas a las alegr¨ªas de nueva generaci¨®n que ya se ofrecen. No se acicatea la avidez por disfrutar, sino el disfrutar con la avidez (que es lo menos epic¨²reo del mundo). La gente satisfecha nunca es lo suficientemente rentable: primer axioma de la publicidad (sea comercial, pol¨ªtica o religiosa), aunque, desde luego, no del hedonismo. Los que estamos a gusto somos m¨¢s remisos en dar gusto a quienes nos reclaman... En lo tocante a los j¨®venes, todo el mundo -con peores o mejores intenciones- rivaliza en rodearles de desasosiego: por lo que tienen, por lo que no tienen, por lo que tienen sin merecer, por lo que merecen sin tener, por lo que les apetece y lo que no les apetece. Los maestros conformistas les predican la comez¨®n productiva; los maestros transgresores, el af¨¢n glorioso de dispendio instant¨¢neo y fatal. En estos dos masters en los que pueden graduarse, lo ¨²nico que var¨ªa es la duraci¨®n (le la disparatada rutina; y que en uno de ellos, la muerte (completo despojamiento, redomada privaci¨®n) sirve como espuela a trav¨¦s del miedo, y en el otro, como garant¨ªa de intensidad y definitivo alivio. En ambos casos, martirio prestigioso y pleno desd¨¦n por la capacidad humilde (apasionadamente humilde) de gozar. Ni en la compulsi¨®n acumulativa ni en la diversi¨®n convulsa hay mucho m¨¢s hedonismo que en usar cilicio...
El peligrosamente sabio Carl Schmitt escribi¨® que "protejo, luego obligo" es el cog¨ªto ergo sum del Estado. En la actualidad, los Estados ofrecen sus servicios para salvaguardarnos de la industria de la tentaci¨®n que ellos mismos sustentan. La tentaci¨®n consiste en prometer (o prohibir) algo irresistible, una intensidad absoluta que trascienda la modesta estatura de la empresa humana. Y as¨ª se patentan, casi siempre con la complicidad del anatema bienpensante y la sugesti¨®n malpensada, diversas formas de m¨¢s all¨¢: frente a la pol¨ªtica de la rutina y la componenda, empeorada por la desverg¨¹enza de los corruptos, la acci¨®n colectiva como comuni¨®n y rel¨¢mpago sin m¨¢cula (terrorismo, l¨ªderes antipol¨ªticos, nacionalismos hidr¨®fobos ... ); m¨¢s all¨¢ de la obligaci¨®n de aptitud f¨ªsica en funcionamiento y silueta que exige la noci¨®n de salud p¨²blica las perversas ofertas del abuso adictivo (a drogas ilegales, a drogas tentadoramente ilegalizables -tabaco, alcohol...-, a la comida ... ); en lugar del sexo como higiene y reproducci¨®n, las desviaciones, las anormalidades, las enormidades, las violaciones, las obscenidades, el enfangamiento copulativo... aunque sea por tel¨¦fono; distorsionando las aceptadas tendencias a la ganancia econ¨®mica y al consumo, el desenfreno especulativo, la inmolaci¨®n al bingo y las m¨¢quinas tragaperras, la venta del alma o la dignidad en el v¨¦rtigo burs¨¢til... En fin, ya saben: las tentaciones, la amenaza deseable. El Estado y sus predicadores (que lo mismo pueden ser ministros que intelectuales insobornables) aseguran la fascinaci¨®n de tales v¨ªas hacia lo sobrehumano, propugnando siempre medidas colectivistas para rescatar a los individuos de sus peores afanes de ir m¨¢s all¨¢ de s¨ª mismos. Se nos estimula horroriz¨¢ndonos y se promueven p¨®lizas y polic¨ªas para defendernos de los placeres inviables... y por tanto irresistibles. Algunas decisiones recientes del Tribunal Supremo norteamericano son buenas ilustraciones de este paternalismo virulento. No me refiero a la posibilidad de secuestrar ciudadanos de pa¨ªses extranjeros para que respondan de cr¨ªmenes nefandos, metapenales, como el narcotr¨¢fico y el terrorismo (esta disposici¨®n no es m¨¢s que la versi¨®n a escala internacional de la ley Corcuera) hablo de la. extravagante disposici¨®n por la que un usuario de tabaco puede demandar a la compa?¨ªa que se lo proporciona si su h¨¢bito le produce da?o "a largo plazo". Por lo visto, la compa?¨ªa tabaquera perjudica al cliente sirvi¨¦ndole lo que ¨¦ste le pide por su gusto (aunque, por si acaso, se presenta ante la colectividad como si no tuviera m¨¢s remedio que pedirlo). Met¨¢fora del nuevo totalitarismo: el Estado indemniza al ciudadano por los efectos negativos de su deseo... con s¨®lo que ¨¦ste admita que su deseo es ajeno y m¨¢s fuerte que ¨¦l.
Quienes denuncian la "gran mentira" de la libertad individual en la sociedad moderna siempre cometen la misma trampa: definen la libertad como el v¨¦rtigo de la omnipotencia que a nada se somete y luego proclaman que tal cosa no existe y que los seducidos por este se?uelo acaban fatal. Conclusi¨®n inevitable de una premisa ama?ada. La libertad de elecci¨®n es una forma de relacionarse con las condiciones de la realidad, no el capricho de abolirlas y la subsiguiente rabieta por no poder conseguirlo. Nuestro tiempo prefiere las amenazas y las tentaciones a la formaci¨®n de una autonom¨ªa personal para asumir sin histeria los dolores y buscar sin salvajismo (auto o heterodestructivo) sus placeres. Los epic¨²reos son tan raros como los estoicos, a pesar de que ambas doctrinas sapienciales cuadran bien al momento de universalismo imperial que vivimos, entre sectas fren¨¦ticas, predicadores del milenio, ingenieros de conciencias y tribus desmandadas: momento en el que s¨®lo entre los capaces de cuidar de s¨ª mismos sin exigir que un gran Algo les cuide podemos esperar que surjan personas con facultades para ocuparse de lo que a todos concierne. S¨®lo unos pocos maestros en los ¨²ltimos a?os (como el gran Bruno Bettelheim, por ejemplo) han intentado educar personas fuertes para vivir en libertad en lugar de fomentar inv¨¢lidos con tendencia a ponerla en entredicho.
?Es la b¨²squeda del placer el dogma principal de la Iglesia dominante, la que predica con anuncios y cotizaciones de Bolsa? No por ello hay que apuntarse a la otra, que tan adecuadamente le sirve de complemento: la que exhorta a arrepentirse del goce ego¨ªsta, pidiendo entrega a los administradores compasivos y terap¨¦uticos del dolor universal. Mi idea, para quien le sirva, es algo as¨ª como un hedonismo protestante, her¨¦tico respecto a la jerarqu¨ªa de placeres establecida y al precio en coacci¨®n social que pagamos por ellos. Un luteranismo epic¨²reo (?con perd¨®n!) que descrea tanto del actual sistema de indulgencias para el goce como de los anatemas que beatifican a contrario sus peores tendencias, Una vuelta reflexiva y esc¨¦ptica a la genial chuscada de Churchill: "Mis gustos son muy sencillos: me conformo con lo mejor". Acompa?ada, desde luego, por un diligente libre examen para enterarse de qu¨¦ es lo mejor antes de que lo digan por la tele.
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