El comandante
Con Fidel ocurre lo mismo que con los amores de la pubertad: que ya no son lo que eran. Queda, es cierto, el recuerdo de un tiempo, de una edad, irrepetibles y casi siempre sugestivos. A?os en los que todo parec¨ªa m¨¢s sencillo: hab¨ªa buenos y malos, proletariado y oligarqu¨ªa, racionalistas vaticanistas. Por haber, hab¨ªa hasta partidarios de Antort¨ªcini. Despu¨¦s fuimos sabiendo que los buenos -cualquiera que fuera el bando elegido- eran mediocres y que los malos -unos u otros, es lo mismo eran igualmente mezquinos.
Mientras tanto, los muros y los esquemas demostraron que eran tigres de papel y que mil o cien mil ojos no ve¨ªan necesariamente m¨¢s que dos. Comenzamos a comprender que el papel de los tigres proced¨ªa, procede, de la deforestaci¨®n, y que los ojos ven, o no ven, lo que el talento y la sensibilidad de sus propietarios permite asimilar. Atr¨¢s, en la memoria de los a?os de juventud, iba quedando el comandante, un recuerdo cada vez m¨¢s empa?ado por nombres propios: Padilla, Ochoa, Arenas... que los m¨¢s fieles trataban de limpiar con conceptos: bloqueo, alfabetizaci¨®n, dignidad...
Pero si algo parece surgir con pujanza en este fin de siglo ca¨®tico es precisamente el valor de lo concreto frente a la mixtificaci¨®n de lo abstracto. Ante cada utop¨ªa o anhelo trascendente surge un Marielito, un homosexual confinado o una poetisa tragando papel a la fuerza. Es la demagogia de los hechos.
Es probable que la historia, corno gusta de declarar Fidel, le absuelva. El futuro s¨®lo satisface a quienes saben que nunca llega. El presente es mas implacable y, sin duda, mucho m¨¢s inmisericorde con quienes se niegan a reconocerlo. Los tigres, el papel, los ojos y las enso?aciones forman parte ya de una pesadilla de la que, al parecer, no le despierta ni don Manuel Fraga Iribarne, que ya es dormir.
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