El japon¨¦s inquisitivo
El follet¨ªn de Al cerrarse definitivamente, la puerta del Corral de la Fandanga retumb¨® como un eco deEl aquellas ¨²ltimas palabras que hab¨ªa pronunciado el flamenco Bocarrape: ?Al Jap¨®n! Lorencito Quesada no s¨®lo se sent¨ªa idiota y enga?ado: tambi¨¦n se sent¨ªa desleal. Mat¨ªas Antequera se encontraba en peligro, acud¨ªa desesperadamente a ¨¦l y ¨¦l aceptaba con balbuceos cobardes los notorios embustes de dos flamencos desalmados. Se qued¨® un rato mirando la puerta del tablao, que ya reputaba de timba clandestina y tapadera de negocios il¨ªcitos, tal vez de tr¨¢fico de opio o de trata de blancas. En un balc¨®n del primer piso vio descorrerse una cortina. Una mujer con el pelo rubio y muy largo lo espiaba: era la misma con la que se cruz¨® unos minutos antes en la calle. Le pareci¨® que le hac¨ªa se?as agitando una mano, pero enseguida dej¨® de verla, porque la cortina se cerr¨®.
Ech¨® a andar, cojeando, la cabeza ca¨ªda sobre el pecho y las manos a la espalda, sin saber d¨®nde estaban ad¨®nde lo llevaban sus pasos. Un turista japon¨¦s filinaba con una c¨¢mara de v¨ªdeo la persiana met¨¢lica de un restaurante clausurado que se llamaba la Fonda de la Torer¨ªa. Mov¨ªa acompasadamente la cabeza y la c¨¢mara, como si ¨¦sta formara parte de su organismo. Se inclinaba mucho para filmar con detalle la mugre que cubr¨ªa la persiana met¨¢lica, se echaba hacia atr¨¢s, se acercaba de nuevo casi tocando la pared con el objetivo, cuyo regulador autom¨¢tico produc¨ªa un zumbido persistente, como de chicharra. Cuando Lorencito Quesada pas¨® junto a ¨¦l, la cabeza y la c¨¢mara del turista giraron para filmarlo, y un indicador rojo se encendi¨® junto a la lente. Tuvo la impresi¨®n de que la c¨¢mara no tapaba el rostro oriental, sino que surg¨ªa directamente del cuello, como una cabeza ortop¨¦dica de pl¨¢stico negro y con un solo ojo de cristal.
La calle Yeseros terminaba frente a una ladera por la que descend¨ªan las terrazas y los ¨¢rboles de un parque p¨²blico con escalinatas. No se ve¨ªa a nadie y casi no se escuchaba el ruido del tr¨¢fico. Lejos, sobre las grandes copas de los ¨¢rboles, se distingu¨ªa un paisaje ondulado y boscoso, la l¨ªnea azul de una sierra. A su espalda, sin volverse a¨²n, Lorencito Quesada oy¨® un zumbido familiar y estuvo seguro de que lo vigilaba alguien. Dio unos pasos y el zumbido se desplaz¨® tras ¨¦l, perfectamente audible entre los trinos de los p¨¢jaros y el rumor del viento en las hojas de los ¨¢rboles. Mir¨® hacia atr¨¢s, primero de soslayo, y luego abiertamente, con una expresi¨®n que imagin¨® retadora. A menos de dos metros, el japon¨¦s lo segu¨ªa filmando con su c¨¢mara de v¨ªdeo. Llevaba pantal¨®n corto, gorra para cortarle el paso. Con la mano libre le hac¨ªa se?as, igual que un fot¨®grafo, y le dec¨ªa algo en un lenguaje de cortos gorgeos. Ahora Lorencito ten¨ªa el objetivo tan cerca de la cara que pod¨ªa v¨¦rsela en ¨¦l como en un espejo diminuto y convexo. Pens¨® que la afici¨®n del pueblo japon¨¦s por el v¨ªdeo alcanzaba extremos irritantes. Sinti¨¦ndose acosado y rid¨ªculo dio un salto hacia la izquierda: m¨¢s r¨¢pido, el japon¨¦s lo ataj¨®, hipnotiz¨¢ndolo con el zumbido y con el brillo del pilotito rojo. A Lorencito Quesada volv¨ªa a temblarle el labio superior, y le picaban las axilas. Entonces el japon¨¦s se apart¨® la c¨¢mara de v¨ªdeo de la cara y se lo qued¨® mirando, sonriente, los ojos como dos rayas convergentes tras los cristales de las gafas. ?No era el mismo oriental que le hab¨ªa entregado unas horas antes el sobre con la u?a del Santo Cristo de la Gre?a? Imposible saberlo, dado el parecido casi exacto entre los miembros de la raza amarilla.
Pero la sonrisa del japon¨¦s se desvaneci¨® mientras levantaba otra vez muy despacio la c¨¢mara y volv¨ªa a apuntarla como un rev¨®lver hacia Lorencito, lanzando una especie de chillido que a nuestro corresponsal le hel¨® la sangre en las venas. Retrocedi¨® unos pasos, y la c¨¢mara y el zumbido lo segu¨ªan, dio un traspi¨¦s, se apoy¨® en el tronco de un ¨¢rbol, empez¨® a caminar colina abajo, por la escalinata, y el japon¨¦s descend¨ªa a un paso id¨¦ntico, ech¨® a correr oyendo que el otro lo llamaba con una voz muy aguda, corri¨® ahora entre matorrales, perdi¨® pie y rod¨® por una pendiente de tierra h¨²meda que ol¨ªa a hierba y a bosque, escuchando ahora, cada vez m¨¢s cerca, motores y cl¨¢xones, dej¨® s¨²bitamente de caer y de recibir golpes, se qued¨® a gatas, entre unos arbustos, palp¨¢ndose la ropa, limpi¨¢ndose de tierra los ojos y la cara.
A¨²n no se levant¨®: primero quiso asegurarse de que la c¨¢mara y el japon¨¦s ya no lo segu¨ªan. Cautelosamente mir¨® a su alrededor, alzando apenas los ojos sobre los arbustos, con el sentimiento de haberse sumergido en una selva tropical. Su cazadora, sus zapatos nuevos, su pantal¨®n de los domingos, el que se pon¨ªa para ir a misa, el ¨²nico que hab¨ªa considerado digno de llevar a Madrid, se hallaban en un estado lamentable. Pero no estaba en una selva, descubri¨® enseguida: la pendiente por la que hab¨ªa rodado terminaba unos pocos pasos m¨¢s abajo, en una carretera donde bramaba el tr¨¢fico m¨¢s velozmente a¨²n que en la calle de Santa Mar¨ªa de la Cabeza. Decidi¨® que Madrid era una ciudad incomprensible. Sobre ¨¦l vio ahora unos inmensos arcos de cemento, m¨¢s abrumadores que los de una catedral. Agotado, perdido, subi¨® por una escalinata que no terminaba nunca, recelando siempre de que el japon¨¦s volviera a sorprenderlo. Sub¨ªa junto a los pilares y los arcos de cemento, bajo tremendas b¨®vedas que le recordaban las arquitecturas de aquella pel¨ªcula en la que Sans¨®n derribaba el templo de los filisteos. Emergi¨® a una calle muy despejada y muy ancha que parec¨ªa un puente extendido sobre el vac¨ªo: comprendi¨® entonces que se encontraba en el c¨¦lebre Viaducto. Vio frente a ¨¦l la Casa de Campo y la sierra del Guadarrama, que le gust¨® mucho menos que la de M¨¢gina, y al otro lado, a su derecha, los edificios escalonados de la calle Segovia, los tejados del caser¨ªo antiguo de Madrid, las c¨²pulas de pizarra y las veletas de las iglesias.
Le daba miedo asomarse a la barandilla y ver pasar los coches y la gente a una distancia de acantilado o de abismo. Hab¨ªa le¨ªdo que aquel era el lugar que prefer¨ªan los suicidas de Madrid. Una pareja bien vestida y de edad madura que pasaba se lo qued¨® mirando, y el hombre se inclin¨® para decirle algo en voz baja a la mujer, que volvi¨® la cabeza y lo examin¨® de arriba abajo con aire de disgusto. ?Tan mal aspecto ten¨ªa que lo tomaban por un pordiosero sospechoso, por un posible suicida? Busc¨® el peine, se humedeci¨® el pelo con saliva y se pein¨® a tientas, como pudo. Padec¨ªa el mismo desconsuelo que si llevara a?os en Madrid. El d¨ªa anterior, a esa misma hora, a las tres cero siete, ¨¦l estaba confortablemente en su casa, sentado junto a su madre en la mesa camilla, viendo el Telediario mientras degustaba uno de sus potajes preferidos, habichuelas con chorizo y arroz. Despu¨¦s de comer, mientras llegaba la hora de regresar a El Sistema M¨¦trico, sol¨ªa adormecerse dulcemente en el sof¨¢ durante 40 minutos, arrullado por el calor del brasero y de la digesti¨®n, oyendo las voces cansinas de la telenovela que ve¨ªa su madre. Su madre no se enteraba nunca de los argumentos, en parte porque era algo sorda, y en parte tambi¨¦n por la extrema dificultad de aqu¨¦llos, de modo que lo sacud¨ªa con frecuencia para preguntarle qui¨¦n era hijo o padre o amante de qui¨¦n. Lorencito entreabr¨ªa los ojos, miraba el televisor, dec¨ªa, por ejemplo, "de Juan Gustavo", y en menos de un segundo volv¨ªa a dormirse, pero eso s¨ª, despertaba como un reloj a las cuatro y veinte, y a las cinco menos diez ya estaba peinado e impoluto en la acera de la calle Trinidad, frente a la iglesia, esperando que abrieran El Sistema M¨¦trico, adonde no hab¨ªa llegado tarde ni una sola vez en 31 a?os.
Casi borradas por el ruido del tr¨¢fico las campanadas de las tres sonaron en una torre pr¨®xima, y Lorencito Quesada, deshecho de cansancio y nostalgia, se acord¨® del reloj de la plaza del general Ordu?a. Qu¨¦ pintaba ¨¦l en Madrid, c¨®mo iba a dar con el paradero de Mat¨ªas Antequera o de la imagen del Cristo de la Gre?a si no conoc¨ªa a nadie, si cualquiera pod¨ªa engafiarlo, si no se atrev¨ªa ni a cruzar un sem¨¢foro en verde por miedo a que se pusiera rojo cuando ¨¦l estuviera indefenso en mitad de la calzada. Apoyado a¨²n en la barandilla del Viaducto, consider¨® que podr¨ªa describir su estado de ¨¢nimo diciendo que lo asaltaban sombr¨ªos presagios. Y entonces ya no tuvo tiempo de pensar nada m¨¢s: una mano le tap¨® los ojos, otra le torci¨® f¨¦rreamente el brazo derecho contra la espalda, una rodilla se le hinc¨® en la columna vertebral, la ruidosa respiraci¨®n de una boca abierta le humedeci¨® el cogote mientras ¨¦l trataba en vano de soltarse y s¨®lo lograba que le crujieran las articulaciones del brazo apresado. Sus pies se levantaban del suelo, su cuerpo se inclinaba en el vac¨ªo sobre la barandilla, la mano que le tapaba los ojos estaba sudada y se escurri¨® y cuando pudo abrirlos los volvi¨® a cerrar apretando los p¨¢rpados para no ver el precipicio que parec¨ªa subir hacia ¨¦l y atraparlo en el v¨¦rtigo de una ca¨ªda vertical.
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