El arrabal de los muertos vivientes
El follet¨ªn de Le faltaban las fuerzas para intentar otra huida, las fuerzas y las ganas, y adem¨¢s estaba pr¨¢cticamente cojo, y mareado, y desorientado, y hambriento, y su aspecto general no deb¨ªa de ser mucho menos lastimoso que el de aquellas siluetas de hombres o de mujeres que ,erraban entre los montones de tierra, de escombros, de basuras humeantes, siluetas flacas y extenuadas como las que ve¨ªa la noche anterior por las calles del centro de Madrid, m¨¢s desarboladas ahora, a la luz cruenta del d¨ªa, menos amenazantes, con pantalones vaqueros, con viejas zapatillas de deporte, con los brazos huesudos y p¨¢lidos, con las habituales bolsas de pl¨¢stico llenas de desperdicios en las manos, con las cabezas bajas, arrastrando los pies, pasando a su lado sin verlo, con los ojos fijos y vidriosos, como en aquella pel¨ªcula de los muertos vivientes, vestidos con sucios harapos, como los leprosos en el lazareto de Ben-Hur: de lejos no se distingu¨ªan los hombres de las mujeres, y cuando se acercaban no pod¨ªa saberse si eran viejos o j¨®venes, porque caminaban tan encorvados como ancianos, pero algunos llevaban cabellos largos, cazadoras de cuero, camisetas con dibujos psicod¨¦licos. Se recostaban contra alguna pared en ruinas, se sentaban en c¨ªrculos junto a un arroyo de aguas sucias, entre papeles de peri¨®dicos y desechos de pl¨¢stico, y Lorencito observ¨® que prend¨ªan mecheros y calentaban con la llama exang¨¹e una sustancia marr¨®n sobre trozos arrugados de papel de plata, y que luego se ataban al codo una goma o una cuerda que manten¨ªan tensa mordi¨¦ndola por un extremo y se administraban inyecciones con mano temblorosa, no s¨®lo en los brazos, sino tambi¨¦n en las venas descarnadas del cuello, en los muslos, junto a los tobillos.El humo hediondo de las basuras quemadas le irritaba los ojos, y conforme se iba acercando a las chabolas o¨ªa una confusi¨®n de gritos infantiles, m¨²sicas emitidas por enormes radiocasetes y sinton¨ªas de programas y anuncios de la televisi¨®n. Sobre los tejados de cartones y de chapas brillaba al sol un bosque met¨¢lico de antenas, algunas de ellas parab¨®licas, y por las calles desiguales y polvorientas, trazadas al azar o al antojo de sus pobladores cimarrones, corr¨ªan ni?os desnudos, de piel oscura y barriga hinchada, como en los documentales misioneros sobre el ?frica negra. En las puertas de las chabolas permanec¨ªan sentadas, con la costura o el rosario en el regazo, gitanas viejas con refajos de luto y pa?olones negros a la cabeza, algunos de ellos ce?idos por los auriculares de un walkman, y del interior ven¨ªan gritos destemplados de mujeres y atronadoras voces y melod¨ªas de los mismos seriales sudamericanos a los que tan aficionada es la madre de Lorencito.
Se acord¨® de los arrabales de M¨¢gina de hace treinta a?os, de las casuchas insalubres que hab¨ªa en la calle Cotrina y en la Redonda de Miradores: m¨¢s de una vez, ¨¦l mismo los hab¨ªa visitado en su juventud, cuando militaba en C¨¢ritas, en los grupos parroquiales de apostolado social a domicilio: pero entonces no hab¨ªa en las barriadas humildes electrodom¨¦sticos tan grandes como aparadores, ni antenas de televisi¨®n, ni relucientes autom¨®viles de lujo aparcados inexplicablemente en las puertas de las chabolas, mezclados con los montones de desperdicios, con las carrocer¨ªas de coches abandonados o quemados, sin cristales, sin neum¨¢ticos, con las tapicer¨ªas reventadas, habitados a veces por despojos humanos que yac¨ªan entre la chatarra con los ojos turbios y los brazos amarillentos y manchados de sangre.
El miedo se le hab¨ªa olvidado: lo sustitu¨ªa la sensaci¨®n de haberse vuelto invisible. Los muertos y las muertas vivientes que surg¨ªan de los desmontes como si brotaran de la tierra se rozaban con ¨¦l sin que sus ojos alucinados y brillantes lo vieran y entraban encorv¨¢ndose en el interior de las chabolas, apretando billetes sudados de mil pesetas en las manos, y sal¨ªan un minuto despu¨¦s con un paso m¨¢s vivo y un aire de furtiva avidez. Lo segu¨ªan ni?os desnudos y perros fam¨¦licos: los perros le ladraban, los ni?os le gritaban insultos nada propios de sus voces infantiles o se arracimaban en tomo suyo jugando a que lo asaltaban con un trozo herrumbroso de tuber¨ªa o pidi¨¦ndole limosna. Luego, inopinadamente, se volv¨ªan atr¨¢s para tirarle desde lejos terrones secos o bolas de excrementos.
Hab¨ªa llegado al final de las chabolas: m¨¢s all¨¢, al otro lado de la autopista, se ve¨ªa una l¨ªnea de ¨¢rboles escu¨¢lidos y una colonia en construcci¨®n de chalets adosados. Milagrosamente, su reloj digital continuaba funcionando, lo cual constitu¨ªa una prueba nada desde?able de la perfecci¨®n de la industria relojera japonesa: eran las dieciocho treinta y tres, el sol empezaba a volverse rojizo en la llanura del oeste, sobre los chalets de ladrillo y los cerros est¨¦riles. Bocarrape y Bimbollo ya habr¨ªan descubierto su fuga, Pep¨ªn Godino ya estar¨ªa tramando otra manera de involucrarlo en el asesinato de Mat¨ªas Antequera, con la ayuda inestimable de la confesi¨®n que tan cobardemente ¨¦l hab¨ªa firmado. Incluso era posible que la polic¨ªa lo estuviera, buscando como sospechoso de la muerte del sicario oriental...
Le entr¨® de golpe toda la pena que sol¨ªa afligirlo los s¨¢bados por la tarde, arreciada por la desolaci¨®n del lugar donde estaba y por el espect¨¢culo, desconocido hasta entonces, de una miseria degradada y febril. Pens¨® que el Domund, en cuyas cuestaciones hab¨ªa participado tantas veces cuando era m¨¢s joven, venciendo su timidez para apostarse en la plaza del General Ordu?a con una hucha de porcelana en forma de cabeza de negro o de chinito, deb¨ªa celebrarse no en beneficio de las tribus paganas de ?frica ni para remediar el hambre cr¨®nica en la India, sino con la imperiosa finalidad de darles una vida digna a nuestros compatriotas m¨¢s necesitados. Imagin¨® el titular de un valiente art¨ªculo de denuncia que escribir¨ªa para Singladura en cuanto regresara a M¨¢gina, si es que regresaba vivo: El Tercer Mundo, entre nosotros. Y como cada vez que le viene el gusanillo de la vocaci¨®n period¨ªstica se abstrae de lo que tiene alrededor, y ya no piensa sino en la emoci¨®n de ver su nombre y sus palabras en una p¨¢gina impresa -es el mezquino reproche que suele hacerle el jefe de personal de El Sistema M¨¦trico-, no oy¨® las sirenas que se acercaban ni vio los coches y furgones de la polic¨ªa que abandonaban la autopista con espectaculares chirridos de neum¨¢ticos y sub¨ªan hacia las chabolas dando saltos sobre las zanjas y los montones de basura como lanchas motoras en un mar embravecido.
"Vienen por m¨ª", pens¨® al verlos: sobre los coches blancos y azules y los furgones celulares que rodearon instant¨¢neamente el poblado centelleaban luces giratorias, y de las portezuelas abiertas con violencia sal¨ªan polic¨ªas de paisano con gafas de sol, cazadoras y rev¨®lveres que echaban a correr hacia los muertos vivientes, y tambi¨¦n guardias de uniforme, con gorras de visera, chalecos antibalas y largos fusiles terminados en botes de humo o en dispositivos para el lanzamiento de pelotas de goma.
Las apacibles ancianas enlutadas perdieron su inmovilidad y se desga?itaban gritando: "?Agua! ?Agua!". Los perros sarnosos ladraban con furia un¨¢nime y los ni?os lanzaban sus proyectiles pestilentes contra los polic¨ªas, que avanzaban en un frente curvo hacia las chabolas y se proteg¨ªan levantando escudos de pl¨¢stico transparente sobre sus cabezas. Los ladridos, los gritos, los disparos, el estampido de las pelotas de goma y de los botes de humo se confund¨ªan con las rumbas flamencas y con las canciones de la televisi¨®n en una algarab¨ªa que Lorencito defini¨® despu¨¦s como ensordecedora, y cuya ¨²nica v¨ªctima tangible parec¨ªa ser ¨¦l, pues fue acertado, sucesivamente, por una bo?iga que le dio en la cara, por una pelota de goma que lo golpe¨® exactamente en la boca del est¨®mago, por el zurriago negro de un guardia, por una lata machacada de cerveza cuyo contenido, caliente como orines, le ba?¨® la nariz y los ojos.
Un polic¨ªa con la visera del casco levantada sobre la cara como un morri¨®n lo persegu¨ªa esgrimiendo sobre su cabeza una p¨¦rtiga de caucho, y le habr¨ªa medido las espaldas de no ser porque en su ceguera tropez¨® con una muchacha de pelo tieso y sienes rapadas que gateaba sobre un charco de cieno llevando hincada todav¨ªa una aguja hipod¨¦rmica en el antebrazo: mientras Lorencito escapaba, el polic¨ªa repar¨® en ella, prorrumpi¨® en maldiciones y no ces¨® de golpearla hasta que un compa?ero suyo, de paisano, le grit¨®: "?Cuidado, idiota, que viene el juez y te va a empapelar por malos tratos!". Mujeres gordas y gre?udas chillaban en las puertas de las chabolas y tiraban certeramente contra los polic¨ªas los m¨¢s variopintos proyectiles: macetas, santos de escayola, platos de macarrones con tomate, guijarros que se cruzaban silbando con las pelotas de goma, ladrillos rotos, botellas de cerveza. Los muertos vivientes deambulaban imp¨¢vidos entre los disparos y las humaredas, ca¨ªan al suelo como mu?ecos de trapo cuando los golpeaban, ascend¨ªan con lentitud de quelonios por las laderas agrietadas de tierra sin abandonar nunca sus miserables bolsas de pl¨¢stico.
"?El gordo de la corbata, que se naja!", oy¨® gritar Lorencito a su espalda: hab¨ªa escalado afanosamente un terrapl¨¦n, y un par de guardias, desde abajo, apuntaban contra ¨¦l sus fusiles. Los botes de humo y las pelotas de goma lo rozaron cuando ech¨® cuerpo a tierra, y baj¨® rodando hasta el arc¨¦n de la autopista, donde hab¨ªa una parada de autob¨²s. Las siluetas armadas y los cascos relucientes de los guardias aparecieron en lo alto del cerro al mismo tiempo que el autob¨²s frenaba junto a ¨¦l. Lorencito subi¨® sacudi¨¦ndosela ropa, intentando en vano sonre¨ªrle con dignidad al conductor.
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