Asesinato en la Gran V¨ªa
El follet¨ªn de No le dar¨¢ verg¨¹enza, a su edad", mascull¨® despectivamente el conductor del autob¨²s tras la mampara blindada que lo proteg¨ªa, entreg¨¢ndole el billete y el cambio a Lorencito a trav¨¦s de una ventanilla con refuerzos meet¨¢licos, como las de los bancos, sobre la que hab¨ªa un peque?o cartel:?Atenci¨®n! ?El conductor no tiene llave de la caja!". Y la verdad era, pens¨® con aprensi¨®n nuestro afligido h¨¦roe, que qualquiera de los usuarios que ocupaban en ese momento el autob¨²s pod¨ªa ser un atracador en potencia, si no un taimado carterista, o un v¨¢ndalo incendiario: eran, casi todos, muyj¨®venes; largas melenas sucias les ca¨ªan por los hombros y les tapaban las caras, de modo que resultaba dif¨ªcil distinguirlos por el sexo, teniendo en cuenta adem¨¢s la uniformidad de sus indumentarlas y el aterrador salvajismo de sus modales. Vest¨ªan ce?idas camisetas negras con dibujos espantosos de calaveras, monstruos y cuerpos despedazados y v¨ªsceras sangrientas, vaqueros ajustados a los tobillos y botas de baloncesto, y bramaban repitiendo una m¨²sica de estridencias met¨¢licas y gritos de agon¨ªa o de terror que brotaba de varios radiocasetes hiriendo los t¨ªmpanos con la contundencia de una aserradora y haciendo temblar los cristales del autob¨²s.
Por prudencia, Lorencito ocup¨® un asiento vac¨ªo, absteni¨¦ndose de mirar a sus indeseables compa?eros de viaje y procur¨® fijar su atenci¨®n en la carretera y en los arrabales de Madrid que se deslizaban al atardecer tras la ventanilla. Palpaba sigilosamente su cartera, se preguntaba de cu¨¢nto dinero dispon¨ªa a¨²n, cu¨¢ndo fue la ¨²ltima vez que hab¨ªa comido: hac¨ªa una eternidad, esa misma ma?ana, antes de que se desencadenaran los acontecimientos que hab¨ªan estado a punto de acabar no ya con su b¨²squeda del Santo Cristo de la Gre?a, sino con su zarandeada vida... A su espalda, muy cerca de ¨¦l, en el asiento posterior, oy¨® un ruido espantoso, seguido por una vaharada de hedor a cerveza que le humedeci¨® el cogote. No quiso volverse: uno de aquellos b¨¢rbaros le hab¨ªa lanzado un eructo tan resonante como un trueno, y los dem¨¢s rompieron a re¨ªr y debieron de animarse con el ejemplo, porque el eructo, como el primer estallido de una tormenta, le sucedieron otros, cada vez m¨¢s brutales, as¨ª como un trompeteo de ventosidades y regurgitaciones que casi amortiguaban el estr¨¦pito de los radiocasetes. Lorencito ha sido siempre partidario de la espontaneidad de los j¨®venes, que no tiene que estar re?ida con la buena educaci¨®n, pero las libertades que aquellos se tomaban ya estaba empezando a parecerle excesivas: observ¨®, de soslayo, que el autob¨²s se hab¨ªa dividido en dos bandos, y que despu¨¦s de la competici¨®n de los eructos, en la que participaban por igual los j¨®venes de ambos sexos, se estableci¨® otra de escupitajos a chorro de cerveza, bebida por la que todos manifestaban una preferencia un¨¢nime, pues la inger¨ªan con entusiasmo en botellas de litro que, una vez, agotadas, romp¨ªan contra los asientos, sin que el conductor del autob¨²s, encastillado tras su blindaje, pareciera darse cuenta. de nada.
Ante el peligro, tambi¨¦n Lorencito, como el avestruz, escond¨ªa la cabeza debajo del ala. ?Aquellos b¨¢rbaros, hastiados de los eructos y las ventosidades, ahora hab¨ªan emprendido un concurso, por llamarlo de alg¨²n modo, de expectoraciones, para el que no deb¨ªa de faltarles materia prima, porque fumaban como carreteros, a pesar de los carteles de prohibido fumar que hab¨ªa por todas partes, aunque tambi¨¦n es cierto que a causa de la densidad del humo apenas resultaban visibles! "No hay autoridad", pens¨® sombriamente, acord¨¢ndose de la ca¨ªda del Imperio Romano, de la que ten¨ªa noticia por una pel¨ªcula de Sof¨ªa Loren, en la que b¨¢rbaros desaseados y gre?udos se embriagan de cerveza y adoran a divinidades monstruosas, "se ha perdido la educaci¨®n, el respeto". Los vaticinios l¨²gubres que expresaban sus cofrades m¨¢s ancianos en las reuniones de la Adoraci¨®n Nocturna, que sol¨ªan terminar en a?oranzas melanc¨®licas de la paz de Franco y de la liturgia en lat¨ªn, ahora le parec¨ªan exactos, incluso menos apocal¨ªpticos que la intratable realidad.
Una expectoraci¨®n (o, para decirlo en t¨¦rminos que ¨¦l jam¨¢s osar¨¢ escribir: un lapo) hab¨ªa pasado velozmente junto a su nariz, estamp¨¢ndose, amarillenta y cremosa, en el cristal de su ventanilla. Consider¨® que aquella era la gota que colmaba el vaso de su paciencia: sin preguntarle al conductor d¨®nde estaban, decidi¨® bajarse en la pr¨®xima parada, y al abandonar su asiento, con la mirada en el suelo, que era un charco de cerveza derramada, colillas y orines, no dej¨® de observar que una pareja, de sexo indefinible por la longitud de sus melenas, se abrazaba con espasmos de c¨®pula al otro lado del pas¨ªllo, emitiendo jadeos que los dem¨¢s b¨¢rbaros coreaban con palmadas de simios y ruido de degluci¨®n.
Limpi¨¢ndose de la solapa un certero chorro de saliva, Lorencito baj¨® del autob¨²s. Le pareci¨® mentira encontrarse otra vez relativamente sano y salvo en el centro mismo de Madrid, en la famosa plaza de Callao, que reconoci¨® enseguida por la silueta admirable del Palacio de la Prensa y de las delgadas torres de ladr¨ªllo de Galer¨ªas Preciados. Andaba hecho una l¨¢stima, cojeando, con todo el cuerpo dolorido y la ropa sucia y en desorden, con sus s¨®lidos zapatos de suela de tocino manchados de excrementos y de barro, pero ya contaba con la seguridad de que en Madrid nadie se vuelve para mirarlo a uno, por muy desatroso o extravagante que vaya, y si se comparaba con no pocos transe¨²ntes de los que ped¨ªan limosna o cosechaban desperdicios su aspecto a¨²n segu¨ªa siendo casi respetable. Reci¨¦n llegada la noche del s¨¢bado, Madrid resplandec¨ªa como un ascua luminosa en la oscuridad: brillaban los escaparates de las tiendas y de las modernas cafeter¨ªas con terrazas, los anuncios azules y rojos sobre los edificios, las marquesinas de los cines con vest¨ªbulos de espejos y carteles de pel¨ªculas que alcanzaban una altura de varios pisos. Alrededor de la fachada de una sala de fiestas se encend¨ªan y se apagaban como bengalas hileras de bombillas y la imponente silueta de cart¨®n de una mulata vestida con suscintos atav¨ªos tropicales se ergu¨ªa soberbiamente contra el cielo azul oscuro y liso.
Las carrocer¨ªas de los coches reflejaban como espejos curvos los destellos de los sem¨¢foros y de los anuncios luminosos. Una multitud endomingada y jovial hormigueaban por las aceras espes¨¢ndose junto a las taquillas de los cines e inundando las terrazas y los grandes salones de las cafeter¨ªas. Alucinado por el cansancio, el hambre y la soledad, por el espect¨¢culo inagotable de las caras y las voces de la gente, sobre todo de las mujeres, que llevaban trajes ce?idos, medias oscuras y melenas al viento, Lorencito se dejaba derivar Gran V¨ªa abajo, como si un r¨ªo lo empujara. Su propia identidad, su modesta persona, su vida, le parec¨ªan ahora tan irrelevantes como las de un insecto, y por momentos se sent¨ªa como si hubiera perdido para siempre el norte de su viaje a Madrid y hasta sus recuerdos de M¨¢gina.
Pero en el autob¨²s se hab¨ªa trazado un plan y estaba dispuesto a seguirlo, aprovechando la casualidad de haber llegado a la Gran V¨ªa, donde estaba la oficina de management del fementido y desleal Pep¨ªn Godino: aun con grave riesgo de su vida, Lorencito ir¨ªa a visitarlo y le cantar¨ªa las cuarenta, exigi¨¦ndole -con amenazas si era preciso, ya nada iba a detenerlo, tampoco ¨¦l tendr¨ªa escr¨²pulos- la devoluci¨®n inmediata de la imagen del Santo Cristo de la Gre?a, abochorn¨¢ndolo, en los m¨¢s duros t¨¦rminos, por su traici¨®n, pues de eso se trataba, de una vergonzosa traici¨®n no ya a ¨¦l, Lorencito, que siempre lo distingui¨® con su amistad, y ni siquiera a la Semana Santa y a la fe cat¨®lica, sino a la misma M¨¢gina, a la ciudad peque?a, pero heroica, seg¨²n declaran su escudo y su himno, en la que los dos se hab¨ªan criado.
La oficina de Pep¨ªn Godino, constat¨® Lorencito en su tarjeta, estaba en el n¨²mero 64 de la Gran V¨ªa, en un edificio como de 14 pisos terminado por dos torreones con graciosas c¨²pulas de estilo morisco: mirar hacia lo alto lo mare¨® m¨¢s a¨²n que cuando mira desde muy cerca el reloj de la plaza del general Ordu?a y le parece que la torre se est¨¢ inclinando hacia ¨¦l. Pero era el hambre, y no el v¨¦rtigo, lo que m¨¢s le mareaba. Por fortuna, en las inmediaciones hab¨ªa un bar de tama?o catedralicio y escaparates grandiosos que se llamaba El Museo del Jam¨®n y cuyos techos y paredes, decorados con admirables hileras de jamones, brillantes de grasa bajo la luz el¨¦ctrica, hac¨ªan cumplidamente honor a su nombre. El olor y la visi¨®n de las lonchas rojas y de las jarras de cerveza chorreantes de espuma embriagaron a Lorencito: se dijo una vez m¨¢s que sin el est¨®mago lleno un hombre no vale para nada. Y vigilando la calle desde la esquina de la barra, por si ve¨ªa entrar o salir a Godino, se permiti¨® un hartazgo de bocadillos de jam¨®n y de cerveza, culminado por media raci¨®n de chorizo picante en aceite que ya entraba de lleno en el vicio de la gula y lo dej¨® so?oliento, algo beodo y sudoroso, pero dispuesto animosamente a afrontar, se dijo, cualquier contingencia que se le presentara.
El despacho de Pep¨ªn Godino estaba en el piso d¨¦cimo: subi¨® en un lento ascensor con celos¨ªas y filigranas de hierro, y como iba solo no se avergonz¨® demasiado de emitir una disculpable flatulencia. Sali¨® a un corredor con el suelo de m¨¢rmol y puertas numeradas de cristal escarchado. Hab¨ªa, al fondo, una sola luz encendida. "J. J. Godino, infraestructura de espect¨¢culo", ley¨® en un cartel chapuceramente escrito a mano. Gir¨® el pomo y la puerta se abri¨®: frente a ¨¦l, tendido en un sof¨¢ de pl¨¢stico verde, Pep¨ªn Godino respiraba con los ojos cerrados y la boca h¨²meda y abierta, con la camisa empapada de sangre.
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