Las elecciones del siglo
En lugar de dos -o incluso tres- candidatos que se presenten a t¨ªtulo personal y propio, los que se van a enfrentar el 3 de noviembre por un, alojamiento en la Casa Blanca van a ser meros representantes, ni siquiera de s¨ª mismos, sino de mitos diversos en cuya fabricaci¨®n poco o nada han tenido que ver.El presidente Bush lo va a hacer corno ¨²ltimo figurante del reaganismo -en el poder durante los ¨²ltimos 12 a?os- y Bill Clinton como encarnaci¨®n de la primera generaci¨®n norteamericana que no ha vivido la guerra. Ross Perot, el tercer candidato, tambi¨¦n representa un papel muy querido de la mitolog¨ªa nativista de Estados Unidos, el de John Doe, el Juan Nadie norteamericano que se rebela contra los profesionales de la pol¨ªtica en Washington, pero el tejano tiene el aparente m¨¦rito de lo genuino, y por lo menos ha sabido crearse su propio personaje. A Frank Capra s¨®lo le hubiera molestado que ganara tanto dinero mientras trabajaba en hacerse a s¨ª mismo.
Durante la primera parte del mandato de Bush, sus ¨¦xitos en el frente exterior -la destrucci¨®n de un pa¨ªs en v¨ªas de desarrollo- parec¨ªan haber sellado el resultado de noviembre: el presidente no pod¨ªa perder con semejante victoria militar a sus espaldas; durante la ¨²ltima fase de la presidencia, sin embargo, los fracasos del l¨ªder republicano en el frente interior -el deterioro de la econom¨ªa de un pa¨ªs altamente desarrollado- han hecho cristalizar la idea de que va a perder.
La sabidur¨ªa est¨¢ndar sobre el tema asegura que lo que cuenta en las elecciones norteamericanas son los temas llamados dom¨¦sticos, es decir, nacionales, o sea, internacionales, porque nos afectan a todos. Eso puede ser cierto en la mayor¨ªa de los casos, pero en estos momentos las cuestiones decisivas parece que van por otro lado; por el de que uno y otro candidato tratan de representar algo en lugar de ser alguien.
Estados Unidos se encontr¨® en 1976 con que luchaban por la presidencia dos predicadores; uno que, con la arruga crispada en la frente, peroraba el sacrificio, el dolor, el esfuerzo, la autodisciplina, mientras el Ir¨¢n de Jomeini le secuestraba a medio cuerpo diplom¨¢tico. Y el otro, que propugnaba la recuperaci¨®n de los mejores valores de Am¨¦rica, simplemente dejando que el buen y antiguo capitalismo, a su albedr¨ªo, resolviera el problema. Ambos, Jimmy Carter y Ronald Reagan, eran populistas moderados que se presentaban como aquel que viene de fuera con la inocencia y sin el resabio malencarado de Washington. Tambi¨¦n Capra, al fin y al cabo.
Ante los dos programas, y siempre con la ayuda del furor hirsuto de Teher¨¢n, el pueblo norteamericano prefiri¨® el desambular sin esfuerzo del antiguo actor cinematogr¨¢fico de California a las dudas metaf¨ªsicas del experto en cacahuetes de Plains. Y as¨ª comenzaron los ocho primeros a?os de reaganismo y reaganomics en la Casa Blanca, al t¨¦rmino de los cuales George Bush se vio en 1988 pillado en la trampa de dejarse elegir como la mejor copia posible de su antecesor a falta del original. Hoy, cuatro a?os m¨¢s tarde, las circunstancias no parecen ya, sin embargo, las m¨¢s adecuadas para ganar representando a un nombre del pasado.
Si se produce el relevo en la presidencia republicana, ello ser¨¢, fundamentalmente, porque las cosas tienen un tiempo y una ocasi¨®n, y hoy la ocasi¨®n se traduce en que la primera generaci¨®n que no conoci¨® la II Guerra Mundial, no ya como combatiente, sino ni, siquiera como espectadora, ha llegado a la edad de merecer. Es la generaci¨®n de los hombres y mujeres que, como Clinton, hoy cumplen entre los 40 y los 50 a?os, y. han hecho ya sus armas en legislaturas, gobernaciones y alcald¨ªas. De esta forma, toca a su fin una era de combatientes de la guerra caliente y fr¨ªa que se remonta a todos los presidentes anteriores desde Franklin Roosevelt, elegido en 1932, y que pasa por Truman, el presidente que lanz¨® el ¨¢tomo enloquecido sobre Jap¨®n; Eisenhower, que mand¨® las tropas aliadas en Europa; Kennedy, que sirvi¨® en el teatro del Pac¨ªfico; Johnson, que ya era congresista en la ¨¦poca; Nixon, que como Kennedy luch¨® en la marina; Ford y Carter, que ten¨ªan edad para vivir la guerra aunque fuera desde casa; Reagan, combatiente de retaguardia porque le dol¨ªa un o¨ªdo, y Bush, piloto tambi¨¦n en los aires del conflicto con los japoneses.
Los cambios generacionales no se hacen, sin embargo, a toque de pito cuando dan las doce en punto, y la rugosidad de lo inmediato es siempre tan o m¨¢s determinante en esas ocasiones. El relevo de la promoci¨®n de los combatientes pod¨ªa haberse producido, por ejemplo, ya hace cuatro a?os, cuando Bush derrot¨® sonoramente a un Michael Dukakis. Pero es que, aparte de lo poco emocionante que era el personaje, para que saliera elegido deb¨ªa imponerse otro relevo hist¨®rico que en 1988, visiblemente, no estaba a¨²n maduro: el de que un hijo de emigrantes no anglo-germ¨¢nicos alcanzara la presidencia.
Dukakis era tan obviamente griego que la opini¨®n p¨²blica norteamericana habr¨ªa tenido dificultades en distinguir cu¨¢l era su presidente cuando se entrevistara en Atenas con un Papandreu o un Mitsotakis.
Bush, que puede acabar pasando a la historia sin que sepamos muy bien si existe independientemente de lo que encarna, se present¨® hace cuatro a?os como candidato de la continuidad contra lo que era un gran ejercicio intelectual: elegir al meteco; mientras que ahora, el presidente, sin m¨¢s mensaje que el de mensajero de una idea ajena, se enfrenta a alguien con un pedigr¨ª de enorme solera norteamericana: puritano del Sur, anglosaj¨®n de siempre, procedencia modesta, esfuerzo acad¨¦mico, Bill Clinton tiene con todo ello la biograf¨ªa perfecta para asumir el cambio generacional cuando las generaciones piden cambio. Ni Col¨®n pudo ser m¨¢s oportuno hace 500 a?os al descubrir Am¨¦rica, cuando Europa estaba urgida de toparse con el m¨¢s all¨¢.
?Qu¨¦ tal suena presidente Clinton? La ¨²nica duda que puede asaltar al votante norteamericano es la de que tras 12 a?os de nombres trabajados por la historia: Reagan, desde la pantalla a la gobernaci¨®n de California y una anterior candidatura, y Bush como routier de la Administraci¨®n durante los ¨²ltimos 20 a?os, Clinton, comparado a ambos, suene a estudiante de COU que opta al premio extraordinario.
Dos presidentes conservadores, Reagan y Bush, han asistido a la culminaci¨®n del fen¨®meno que ha constituido la m¨¢s profunda justificaci¨®n de su existencia pol¨ªtica: la destrucci¨®n de la Uni¨®n Sovi¨¦tica, aunque, contrariamente a su opini¨®n, ninguno de ellos haya hecho nada especial para que as¨ª ocurriera; Mija¨ªl Gorbachov no necesitaba ayuda del exterior para arrasar con el imperio. Es justo entonces que, cuando concluye la arquitectura mundial que ambos siempre combatieron, y, por lo mismo, sostuvieron, la opini¨®n crea llegado el momento de dar paso a los que casi no han tenido tiempo de tratar al antiguo enemigo cuando a¨²n lo era.
En esos 12 a?os pasados, la presidencia Reagan-Bush, en una cronolog¨ªa muy paralela a la de la se?ora Thatcher en el Reino Unido, ha vendido una ilusi¨®n: la de que las fuerzas del mercado eran la gran respuesta a todas las cuestiones. Gracias no s¨®lo al esfuerzo de los anglosajones, sino tambi¨¦n a la contribuci¨®n de destacados estadistas europeos, la palabra socialdemocracia parec¨ªa a punto de convertirse en una obscenidad. ?Qu¨¦ queda hoy, sin embargo, de tan bello experimento neoliberal? Unos d¨¦ficit monstruosos, un desempleo notable, una insatisfacci¨®n profunda. A lo mejor ser¨¢ verdad que la victoria sobre la Uni¨®n Sovi¨¦tica no tiene todav¨ªa padre conocido.
Y precisamente porque Clinton tiene escasamente que ver con la ca¨ªda del imperio, porque tampoco tiene mucho que decirse con la arquitectura mundial de la posguerra, ni con Yalta ni con Malta, es por lo que parece el candidato adecuado, en el momento justo, en el lugar preciso.
Bush apela al electorado bas¨¢ndose en que ¨¦ste ya sabe qui¨¦n es, cuando ¨¦se es exactamente el problema, que la opini¨®n cree conocerle, mientras que Clinton no ha tenido hasta ahora necesidad o inter¨¦s de revelarnos qui¨¦n es, caso de que sea alguien.
La opini¨®n p¨²blica norteamericana tiene, por tanto, que decidir entre dos desconocidos. Aquel que ha sido otro durante cuatro a?os, y el que cuidadosamente nos oculta, tras la lecci¨®n aprendida en los mejores colegios, sus posibles expectativas de llegar a ser alguien. Por eso, estas elecciones casi de fin de siglo, y totalmente de fin de imperio -de los dos-, pueden ser las m¨¢s importantes que recuerden las ¨²ltimas generaciones.
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