Humo
Las mam¨¢s sacan a los beb¨¦s de paseo en su cochecito y los llevan como pr¨ªncipes. Dan una vuelta por el barrio y, de regreso, la ropita, que sali¨® impoluta, est¨¢ hollinienta; las naricillas de la criatura, renegridas por las humaradas callejeras; los pulmoncitos, vaya usted a saber.Las grandes ciudades tienen estos inconvenientes, de los que no se salva nadie. Los humos de las industrias, de las calefacciones y de los autom¨®viles han creado una atm¨®sfera ponzonosa compuesta de gases y part¨ªculas en suspensi¨®n, donde se mezclan el mon¨®xido de carbono, sustancias azufradas, plomo y holl¨ªn, todo lo cual deriva incontrolado y penetra en las v¨ªas respiratorias de los ciudadanos. Y a¨²n puede ser peor, porque el contacto de esos elementos acaso genere reacciones qu¨ªmicas, que convertir¨ªan la mala nube en cancer¨ªgena.
La gente no muere en masa, pues, al parecer, el organismo crea anticuerpos, con los que se habit¨²a a vivir. Al personaje de una novela de Wenceslao Fern¨¢ndez Fl¨®rez, que nunca hab¨ªa salido de la cal¨ªgine urbana, lo llevaron de excursi¨®n y, cuando recibi¨® la primera bocanada de oreo serrano, se priv¨®. Los amigos tuvieron entonces que aventarle con el humo de un puro habano para desatontarlo.
De todos modos, siempre hubo ciudadanos que procuraban cuidarse para no empeorar su salud -por ejemplo, se absten¨ªan de fumar- y as¨ª iban tirando, tan tranquilos. Pero un buen d¨ªa alguien defini¨® la figura morbosa del "fumador pasivo" y les dijo que lo malo para su cuerpo minado por mil poluciones es el sahumeno evanescente del tabaco ajeno. Y emprendieron una guerra santa contra los fumadores bajo el lema "Tu derecho a fumar termina donde empieza mi derecho a respirar", convencidos de que son ellos los que enferman sus pulmones. Que Dios conserve su inocencia, angelicos m¨ªos.
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