Compasi¨®n con los poI¨ªticos
Quiz¨¢ haya llegado la hora de decir definitivamente adi¨®s a la costumbre de denostar a los pol¨ªticos. Hace ya bastante tiempo que esas recriminaciones abandonaron su ¨¢mbito originano, los discursos de la oposici¨®n, para convertirse en topos de la refunfu?ona mayor¨ªa. Desde entonces, circula como pasatiempo por todos los media. Como pasa siempre cuando ya no queda m¨¢s que desenmascarar, el destape se convierte en una rutina industrial. La ¨²nica utilidad que tiene es aumentar las tiradas o los ¨ªndices de audiencia. Pero incluso esa utilidad marginal decrece r¨¢pidamente, la diversi¨®n se convierte en tedio, la indignaci¨®n se devora a s¨ª misma y el consenso en el desprecio se contenta con encogerse de hombros.Vistas las investigaciones de campo de laboriosos soci¨®logos, los descubrimientos de la fiscal¨ªa y las pesquisas de reporteros tenaces, no cabe duda alguna de la certeza de los reproches. Eso que, con una expresi¨®n m¨¢s curiosa que certera, se denomina la clase pol¨ªtica no proporciona una visi¨®n precisamente agradable. No s¨®lo en Alemania, sino en el mundo entero, se le atribuye, en graduaciones diversas, pero con deprimente unanimidad, prevalencia de la median¨ªa, incapacidad de juicio, pensar a corto plazo, ignorancia de concepci¨®n, aferramiento al poder, avidez, mentalidad de autoabastecimiento, corrupci¨®n y arrogancia.
Desde el polit¨®logo que distingue con precisi¨®n maniaca hasta el atropellado Savonarola de taberna, dificilmente habr¨¢ uno que cuestione la veracidad del diagn¨®stico. Lo ¨²nico que resulta algo fastidioso es la estrechez con la que se le calcula al usufructuario del puesto el montaje que supone. La miseria de las sumas de las que se trata, por lo menos en Alemania, lo dice ya todo. Como se sabe, las mansiones privadas de los pol¨ªticos alemanes revelan una similitud fatal con Wandlitz [N. del T.: el barrio donde ten¨ªan sus casas los dirigentes de la antigua RDA]; son el equivalente occidental de aquel averno peque?o-burgu¨¦s que a los dirigentes de la RDA les pareci¨® la consumaci¨®n de su sue?o vital. Por lo dem¨¢s, el sacarle todo el jugo a las dietas y la evasi¨®n de impuestos son una especie de entretenido deporte popular en todas las sociedades occidentales, y' por lo que respecta al sueldo del personal pol¨ªtico, no resiste comparaci¨®n alguna con el de los m¨®nagers de las revi-stas, los cuales consideran su fa.rise¨ªsmo como una leg¨ªtima fuente de ingresos.
No, los reproches que, en jerga gansteril, hablan, por su parte, de llevarse la nata, f¨®rrarse o llev¨¢rselo calentito dicen m¨¢s, posiblemente, de los i.nculpadores que de los inculpados. Revelan una envidia secreta al afortunado gorroneador y una relaci¨®n distorsionada con la realidad econ¨®mica. Pues, mientras se trate de facturas de gasolina manipuladas y de alegres vacaciones gratuitas, se est¨¢ debatiendo sobre cuestiones de estilo, y, en este aspecto, la elecci¨®n entre los reprochantes contendientes resulta muy dificil. Kohl no es Mobutu y Baden-Wurtemberg est¨¢ a¨²n muy lejos de una situaci¨®n a la italiana. El bolsillo privado de los pol¨ªticos es, mientras todo lo que desaparezca por ¨¦l sean cantidades irrisorias, un terreno de investigaci¨®n m¨¢s bien yermo comparado con el habitual Potlatsch general del despilfarro organizado a favor de lobistas y partidos. La destrucci¨®n de capital que se testimonia en el reintegro de gastos de campa?as electorales, las subvenciones, los costes dellas fundaciones de los partidos pol¨ªticos, fondos especiales y avales, grava que contabilidad diez mil veces m¨¢s que todas las rentas y pensiones que puedan concederse nuestros pol¨ªticos. La indignaci¨®n moral ordinaria oscurece, m¨¢s que aclara, los verdaderos problemas. No se entiende, por ejemplo, por qu¨¦ los pol¨ªticos habr¨ªan de ser m¨¢s zotes que el resto de los mortales. Sin embargo, se ha puesto, una y otra vez, de manifiesto que ni las se?ales m¨¢s inequ¨ªvocas ni las derrotas electorales m¨¢s graves bastan para aleccionar al personal pol¨ªtico. Tras el fracaso de la votaci¨®n sobre Europa de los daneses, el reflejo un¨¢nime de todos los cuadros fue ¨¦ste: ?ahora, doble! ?A cerrar los ojos y a pasar por la pared! Tras los excesos policiales en la denominada cumbre econ¨®mica de M¨²nich, la brutalidad fue declarada virtud de Estado. Los ejemplos pueden multiplicarse a voluntad. Id¨¦nticamente dura de o¨ªdo se mostr¨® la Administraci¨®n norteamericana a la vista de los amotinamientos de Los ?ngeles, el Estado de partido ¨²nico japon¨¦s a la vista de la corrupci¨®n y el circo de partidos romano a la vista de la capitulaci¨®n del Estado frente al d¨¦ficit, la Mafia y la criminalidad gubernamental. Ahora bien, es improbable, aunque s¨®lo sea por razones estad¨ªsticas, que un sector de poblaci¨®n X, en este caso la clase pol¨ªtica, est¨¦ aquejado, en cierto sentido por naturaleza, por defectos de los que est¨¢ libre el resto de la poblaci¨®n. Las cualidades gen¨¦ticas siguen la curva de distribuci¨®n de Gauss. Eso explica por qu¨¦ los gigantes o los enanos son m¨¢s infrecuentes que las personas de tama?o normal. Algo parecido ocurre con la inteligencia. M¨¢s capacidad esclarecedo ra nos prometen las explicaciones sociol¨®gicas. ?De qu¨¦ manera y con qu¨¦ fin se hace uno pol¨ªtico? Una ojeada a la carrera del personal de Bonn, Par¨ªs o Madrid muestra que los pol¨ªticos profesionales son, por lo regular, personas sin oficio. Ya en la adolescencia pasan sus d¨ªas en una. organizaci¨®n escolar o universitaria. S¨®lo quien desatiende sus estudios universitarios, por tanto, quien aprende lo menos posible, llega a con vertirse en portavoz, en delegado, en presidente. Es una escuela muy dura, en la que se trata, sobre todo ' de adiestrarse en el procedimiento del codazo. Tan pronto como se haya resuelto el recorrido por las delegaciones locales o regionales, y se haya dado el salto a la agrupaci¨®n nacional, sobra ya la b¨²squeda de un oficio que d¨¦ de comer.La comparaci¨®n con patrones de otras carreras es asimismo muy aleccionadora. Si se echa un vistazo a las plantas de direcci¨®n de los bancos y de la industria, en las que en los ¨²ltimos 10 a?os se ha consumado un considerable cambio generacional, nos encontraremos con personas a las que no les falta ni ambici¨®n ni conciencia de poder. Sin embargo, en ese tipo de posiciones no es, manifiestamente, posible imponerse sin conocimientos t¨¦cnicos especializados, sin conocimiento del mundo, sin capacidad de percepci¨®n y decisi¨®n, sin pensar a largo plazo. Por lo que se oye, incluso hasta criterios morales parecen jugar, aqu¨ª o all¨ª, un cierto papel. Da que pensar el que esas personas se expresen, cuando est¨¢n entre s¨ª, con una infravaloraci¨®n apenas disimulada de los pol¨ªticos; no s¨®lo porque consideran a los pol¨ªticos profesionales como unos ignorantes, sino tambi¨¦n porque les resulta insufrible el girar vac¨ªo del negocio. Ellos nunca se contentar¨ªan con el limitado campo de maniobra que impone el ser de los partidos. La construcci¨®n de una obra de montaje, el desarrollo de un nuevo avi¨®n, incluso hasta el saneamiento de una firma de transportes de tama?o mediano suponen tiempos de desarrollo con los que un pol¨ªtico, que tiene un horizonte temporal que no sobrepasa un periodo electoral, s¨®lo puede so?ar.
Pero, aunque reclutamiento y carrera puedan hacer comprensibles ciertas desviaciones de la norma estad¨ªstica, esos mecanismos de selecci¨®n no lo explican, sin embargo, todo. Pues, al fin y al cabo, todo oficio lleva consigo ciertas deform¨¢ciones, sin que las consecuencias sean, en el caso del cerrajero, del empresario funerario o del veterinario, tan intranquilizadoras. Va siendo, por tanto, hora de hablar de la miseria de los pol¨ªticos, en lugar de dedicarse a insultarlos. Esa miseria es de -naturaleza existencial. Por expresarla con un
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Compasi¨®n con los pol¨ªticos
Viene de la p¨¢gina anteriorcierto pathos: la entrada en la pol¨ªtica supone el adi¨®s a la vida, el beso de la muerte.
Lo primero que llama la atenci¨®n en la existencia de estos estigmatizados es el incre¨ªble aburrimiento al que se someten. La pol¨ªtica como oficio es el reino del retorno de lo mismo, de la repetici¨®n inmisericorde. Quien haya tenido en alguna ocasi¨®n el infortunio de participar en una de sus reuniones sabe la paralizaci¨®n que se apodera incluso del mejor dispuesto cuando se ve obligado a o¨ªr las enrevesadas explicaciones, aclaraciones y reservas, carentes de todo tipo de sorpresa, que se presentan en tales ocasiones. Ahora bien, la actividad primordial de un pol¨ªtico consiste, sin duda alguna, en participar en tales sesiones. Un pol¨ªtico profesional emplea a?os, posiblemente decenios, de su vida en reuniones.
En segundo lugar, basta echar un vistazo a la oficina o incluso al buz¨®n de un diputado para medir en qu¨¦ emplea la mayor parte del tiempo restante: en la lectura de una riada inacabable de documentos, actas, comunicaciones, textos previos, propuestas, dossiers, resoluciones, encuestas, planes presupuestarios, programas, proyectos de ley, papeles de posici¨®n... S¨®lo quien conoce bien la prosa execrable en la que est¨¢n redactados tales escritos , sabe lo que eso significa. Ya solamente por la masa de ese material s¨¦ excluye cualquier otra lectura, con la excepci¨®n del Bild Zeitung, peri¨®dico que se presta por su escaso texto. Razonablemente, el pol¨ªtico hace que otros lean por ¨¦l, con lo que, por lo menos, se entera de lo que se publica sobre ¨¦l.
Pero esa f¨®rma indirecta de lectura agrava el problema en lugar de solucionarlo. El jefe se entera s¨®lo de aquello que el filtro que est¨¢ para protegerlo deja pasar. Cuanto m¨¢s alto suba, m¨¢s se ir¨¢ rodeando de colaboradores cada vez m¨¢s fiables que le proteger¨¢n, de forma cada vez m¨¢s fiable, de las informaciones desagradables. Por tanto, es muy natural que, castigue al emisario que traiga malas noticias, y es muy natural que ¨¦ste le ahorre lo que no le gusta o¨ªr.
En tercer lugar, no es ya s¨®lo que se le escape mucho, es que tampoco le est¨¢ permitido decir nada. Como mucho, puede decir, en un c¨ªrculo muy ¨ªntimo, lo que piensa; cuando piensa. Pero, por otra parte, tampoco puede callarse. M¨¢s bien se le exige que hable permanentemente. La vacuidad de esa locuacidad no es, en tales condiciones, una deficiencia, sino una cualidad. Ni siquiera el m¨¢s adiestrado es capaz de producir ese torrente de palabras ¨²nica¨ªnente con sus propias fuerzas. Hay especialistas que se ocupan de que ese flujo no se corte. Al orador le corresponde la tarea de repasar cuidadosamente el manuscrito y cfuitar todo aquello que pueda llegar a ser interpretado como una idea propia. Caso de que se le escape un giro que d¨¦ ocasi¨®n a esa sospecha, le viene de inmediato el castigo. El clamor de la opini¨®n p¨²blica le quitar¨¢ el sue?o y los propios colegas le tratar¨¢n como a un apestado.
La disciplina que se necesita para evitar ese riesgo merecer¨ªa una causa mejor. No puede asombrar que, bajo tales imposiciones, el orador permanente pierda, tras un cierto tiempo, la capacidad de expresarse con normalidad. La p¨¦rdida del lenguaje es una de las muchas mermas que conlleva el oficio. .
En cuarto lugar, el tener que hacer publicidad constante del propio yo es quiz¨¢ el trago m¨¢s despiadado al que se puede someter a una persona. Forma parte de las obligaciones profesionales del pol¨ªtico ponerse los gorros m¨¢s rid¨ªculos, desde sombreritos del Tirol hasta piezas indias; el acariciar a ninos y elefantes; el colocar la espita a las barricas de cerveza; el participar en los carnavales m¨¢s ins¨ªpidos y en los talk-show m¨¢s odiosos. Ninguna mujer de la limpieza se dejar¨ªa humillar de esa manera.
Pero las humillaciones continuas no s¨®lo le, vienen al pol¨ªtico profesional del exterior. Tambi¨¦n entre sus cong¨¦neres se ve sometido a humillaciones que no puede evitar. Uno se pregunta que qu¨¦ es lo que le capacita para soportar los rituales del orden jer¨¢rquico del gallinero, el penetrante olor a grupo que lo penetra todo, la tan justamente llamada coerci¨®n de fracci¨®n; en una palabra, los gestos de sumisi¨®n que el medio le exige.
En quinto lugar, al pol¨ªtico profesional se le impone otra penitencia: la p¨¦rdida total de la soberan¨ªa sobre su tiempo. La ¨²nica percepci¨®n que le sigue estando permitida cuando est¨¢ despierto es cumplir con sus citas. Su calendario est¨¢ parcelado, total y minuciosamente, para los meses, si no para los a?os, siguientes. No hay una hoja vac¨ªa. Incluso las vacaciones son mera ficci¨®n; est¨¢n llenas de entrevistas, contactos, actos. El peque?o o el gran jefe est¨¢n sometidos a la coerci¨®n de moverse permanentemente; tiene que rotar, como una peonza, hasta que literalmente se caiga. No existe un solo sindicato que no respondiese a todo ese tipo de exigencias con una huelga general inmediata.
Es posible seguir enumerando las contrariedades que tienen que soportar los pol¨ªticos, pero la rentabilidad explicativa ser¨ªa cada vez m¨¢s peque?a. Pues por ese procedimiento no es posible llegar al punto de vista decisivo, a aquello que constituye la raz¨®n m¨¢s honda de su miseria; a saber, su total aislamiento social. Estamos ante una situaci¨®n parad¨®jica, ya que se trata de personas a las que no les est¨¢ permitido estar solas. Ya s¨®lo la privaci¨®n de ese derecho b¨¢sico tiene que conducir, por s¨ª sola, a da?os ps¨ªquicos graves. Pero si, encima, se fuerza a una persona a mantenerse permanentemente en medio de wia masa y, al mismo tiempo, se la aparta de toda comunicaci¨®n normal, desembocar¨¢ necesariamente en un dilema sin salida.
Hay una forma cient¨ªfica de tortura que se describe como de privacion sensorial. En ella se priva al sujeto de experimentaci¨®n, por ejemplo, mediante la reclusi¨®n en un tanque de agua, de toda percepci¨®n sensorial; la c¨¢mara en la que se le encierra es insonora, inodora y oscura; el tacto queda anulado por el entorno l¨ªquido. La analog¨ªa social de ese experimento ser¨ªa el peculiar encapsulamiento que padece el pol¨ªtico profesional. Cuanto m¨¢s sube, m¨¢s radicalmente se interrumpen sus contactos sociales. Lo que ocurre 'Tuera, en el pa¨ªs" le resulta pr¨¢cticamente desconocido. No tiene idea alguna de lo que cuesta medio kilo de az¨²car o una ca?a de cerveza, c¨®mo se prorroga un pasaporte o se sella un billete de metro.
Como modelo de esa desnaturalizaci¨®n forzosa puede servir la visita de Estado. Tras un largo viaje en su avi¨®n privado, el jefe, acompa?ado siempre por la misma cohorte de consejeros, se dirige, atravesando a toda prisa las calles vac¨ªas de la ciudad, de la que todo cuanto ve es la escolta policial, hacia el palacio presidencial, que constituye una copia de todos los dem¨¢s palacios presidenciales. A continuaci¨®n tiene que o¨ªr discursos, hablar, comer, hablar, o¨ªr discursos, comer, o¨ªr discursos. Al d¨ªa siguiente le devuelven al aeropuerto sin que haya adquirido la m¨¢s m¨ªnima impresi¨®n de la regi¨®n que ha visitado.
EI relativamente c¨¢ndido ejemplo no es capaz de dar m¨¢s que una muy ligera idea del aislamiento del pol¨ªtico. Ese aislamiento es el que fundamenta su t¨ªpico enajenamiento de la realidad y el que explica por, qu¨¦ ¨¦l es normalmente, y con total independencia de sus capacidades intelectuales, el ¨²ltimo que se percata de qu¨¦ es lo que est¨¢ pasando en la sociedad. Tambi¨¦n los privilegios, aspecto que la gente no se cansa de reprocharles, contribuyen precisamente a agudizar la miseria de su situaci¨®n. Caracter¨ªstico de ella es el ominoso s¨ªmbolo de su status, los guardaespaldas. Se ve f¨¢cilmente que esa figura no s¨®lo protege al pol¨ªtico del mundo, sino, mucho m¨¢s, al mundo del pol¨ªtico, y pone a ¨¦ste fuera de la posibilidad de perforar la membrana que, le separa del entorno. El funcionario de seguridad es, al mismo tiempo, su carcelero.
Cierto; una situaci¨®n de ese tipo no es ¨²nica. Tenemos a mano algunas analog¨ªas. En cierta forma, la vida de un pol¨ªtico se asemeja a la de su m¨¢s peligroso enemigo. Tambi¨¦n los terroristas llevan, por los condi,cionamientos propios de la conspiraci¨®n, una existencia al margen de la vida social; tambi¨¦n ellos disponen solamente de un lenguaje fuertemente deformado.
Sin embargo, resulta mucho m¨¢s productiva la comparaci¨®n con un medio menos ex¨®tico, el de las instituciones totales. Se denomina as¨ª, sobre todo, a residencias de ancianos, asilos, hospitales, prisiones y cl¨ªnicas psiqui¨¢tricas. Muchos de los motivos que marcan la existencia de un pol¨ªtico profesional se dan tambi¨¦n en ese tipo de instituciones: los recluidos no pueden disponer de su propio tiempo; citas y rutinas est¨¢n prefijadas; no existe esfera privada; los encerrados est¨¢n siempre aislados, pero nunca solos; las humillaciones rituales est¨¢n a la orden del d¨ªa; la p¨¦rdida de realidad, condicionada por el sistema, aumenta con la duraci¨®n de la estancia.
Tras a?os de estancia se exteriorizan deterioros que se resumen, cl¨ªnicamente, en la descripci¨®n hospitalismo. Los s¨ªntomas m¨¢s frecuentes son pobreza de contactos, apat¨ªa, trastornos de pensamiento, habla y potencia, lagrimeo, intranquilidad y agresividad. Ocasionalmente pueden producirse tambi¨¦n enajenaciones y alucinaciones. Los pacientes sufren casi siempre estados de miedo. De todas formas, ese miedo tiene, habitualmente, causas totalmente reales.
El pol¨ªtico, como el internado en un sanatorio, est¨¢ constantemente controlado. La mirilla de la puerta o el pan¨®ptico de la c¨¢rcel cl¨¢sica ha sido sustituida, en su caso, por el ojo de la c¨¢mara, y el lugar del vigilante lo ocupan los periodistas y los fiscales. Dado que tambi¨¦n el pol¨ªtico personalmente ¨ªntegro est¨¢ obligado a moverse en las penumbras de la financiaci¨®n del partido, en la mara?a de las subvenciones y de la exportaci¨®n de armas y en el lodazal de los servicios secretos, el miedo es un acompa?ante permanente.
El s¨ªntoma m¨¢s importante de ese hospitalismo es, no obstante, la depresi¨®n. La mayor parte de las veces se presenta de forma larvada porque al pol¨ªtico profesional no le est¨¢ permitido mostrarla. S¨®lo les est¨¢ consentido su reverso, las man¨ªas. El ansia de notoriedad, que se manifiesta en actos que se anuncian, evidentemente por su trivialidad, como cumbres; las fantas¨ªas de grandeza infantiles del personal pol¨ªtico, su vanidad ingenua, su adicci¨®n al despilfarro; se yerra si se cree que todo eso tiene algo que ver con goce o con alegr¨ªa. Tal sospecha ser¨ªa absurda. El impotente carrusel trashumante que representan los pol¨ªticos tiene como funci¨®n s¨®lo la compensaci¨®n. La transici¨®n de la fase depresiva a la maniaca se describe en la bibliografia especializada de la forma siguiente: "La situaci¨®n an¨ªmica enferma colorea tanto todas las vivencias y comportamientos de los pacientes que llegan a pensar que se encuentran en su mejor condici¨®n an¨ªmica. Falta de perspicacia y una exagerada capacidad para la actividad conducen a un estado explosivo ( ... ). Los pacientes pueden, por ejemplo, llegar a convencerse de su poder y genialidad personal, o pueden, en fases, adquirir una identidad suntuosa".
?C¨®mo podr¨ªa entender un paciente que intenta arreglar de esa manera una inconsolable situaci¨®n an¨ªmica que se le reproche encima su accionismo desesperado?
El que recomienda ponerse -aunque s¨®lo sea a modo de prueba-'en la situaci¨®n de un pol¨ªtico profesional debe prepararse a recibir dos objeciones, tan evidentes que se aconseja afrontarlas. Por un lado, se objetar¨¢ que el placer del poder es lo que compensa al pol¨ªtico profesional de todas las contrariedades a las que est¨¢ expuesto. Pues -continuar¨¢ la objeci¨®n- el poder es, para ciertas personas, un afrodisiaco irreprimible. Puede que esa afirmaci¨®n sea, en sentido hist¨®rico, cierta. Los monarcas absolutos y los dictadores se aproximaron, una y otra vez, a la realizaci¨®n del sue?o del lactante que lelleva a pensar que el mundo no opone resistencia alguna a la voluntad individual.Pero cuesta trabajo comprender c¨®mo alguien instalado en las oficinas de Bonn, Washington o Tokio pueda sucumbir a tal delirio de poder. Pues cada uno de esos jefes se asemeja a un Gulliver atado con mil hilos. En el entramado de intereses de los partidos, de los lobbies, de las burocracias, s¨®lo cabe moverse mil¨ªmetro a mil¨ªmetro. Quien"porta el t¨ªtulo de comandante supremo de las Fuerzas Armadas tiene que contar con que el env¨ªo de un avi¨®n desarmado le reporte un recurso de anticonstitucionalidad. La cuesti¨®n de si un paciente de la Seguridad Social tiene que pagar tres o cinco marcos diarios por una caja de pastillas desencadena, dentro de los aparatos, gigantomaquias que duran meses y meses. El eliminar una ventaja fiscal puede conseguirse s¨®lo con la aplicaci¨®nde trucos diab¨®licos.
Toda persona verdaderamente ansiosa de poder se las pirar¨ªa de inmediato a la vista de ese bloqueo. Como apoderado de un mayorista de aceros tendr¨ªa m¨¢s que decir. Tambi¨¦n de esa forma se venga de los pol¨ªticos la realidad perdida. Como ¨²ltimo argumento de la acusaci¨®n podr¨ªa presentarse la objeci¨®n de que s¨®lo ellos son los culpables de su propia situaci¨®n. Al fin y al cabo, ellos fueron quienes se decidieron libremente por su oficio, el cual supone, al mismo tiempo, la negaci¨®n de un oficio. Eso es, sin ninguna duda, verdad.
Pero ?no ser¨ªa tramado insistir en ello? Ese juicio que se goza del da?o ajeno no tiene en cuenta que la carrera pol¨ªtica funciona como una nasa. Tan f¨¢cil como resulta entrar en ella, tan escasa es la posibilidad de escaparse de ella. Al que se haya dejado atrapar tiene que parecerle como si s¨®lo tuviera una salida: el camino hacia arriba. En caso de que, poniendo en juego todas sus fuerzas, recorra con ¨¦xito ese trecho, constatar¨¢ un d¨ªa que hab¨ªa sucumbido a una ilusi¨®n; pues la subida no le ha librado de su situaci¨®n, la ha radicalizado. Cosa que se le revela s¨®lo cuando ya no tiene remedio.
Un destino a¨²n m¨¢s triste amenaza, posiblemente, al pol¨ªtico destituido. En el mejor caso acaba como parado muy bien pagado en el d¨¦cimo piso de un rascacielos de Bruselas, o se le asciende, sin que hubiese mostrado nunca el m¨¢s m¨ªnimo inter¨¦s por roturas de ca?er¨ªas o por ba?os p¨²blicos de vapor, a presidente del Consorcio de Aguas de la ciudad. ?Qui¨¦n estar¨ªa dispuesto por s¨ª mismo a dar trabajo a gente que no ha aprendido nada concreto? De esa forma, la perspectiva de una pensi¨®n decente es el ¨²nico consuelo para muchos que han fracasado en su asalto yua los puentes de mando de la ciudad.
Con seguridad, la mayor¨ªa de nosotros cree que ser¨ªa un lujo exagerado mostrar compasi¨®n con personas que se describen, sin ponerse rojos de verg¨¹enza, como l¨ªderes pol¨ªticos. Pero como todos los grupos marginales, como los alcoh¨®licos, los jugadores, los skinheads, tambi¨¦n ellos merecen esa compasi¨®n anal¨ªtica que es necesaria para comprender su miseria.
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