Muerte del Diablo
La muerte de Dios fue noticia bien triste en su d¨ªa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo y ya est¨¢bamos resignados a vivir sin ¨¦l. Al fin y al cabo , durante los ¨²ltimos siglos, y sobre todo a partir del XVIII, sus intervenciones en el acontecer humano resultaban cada vez m¨¢s raras; demasiado bien se nos hab¨ªa hecho saber entonces que, creado el mundo y puestos a funcionar sus mecanismos, el Supremo Hacedor se hab¨ªa desentendido de su obra, dej¨¢ndonos a bregar solos contra el Esp¨ªritu del Mal. Vano era apelar a su compasi¨®n, pues, sordo a nuestros clamores, nos hab¨ªa abandonado definitivamente y para nosotros era como si no existiera. Hasta que por fin se nos comunic¨® sin m¨¢s contemplaciones la cruel verdad: Dios hab¨ªa muerto. En cambio, el Esp¨ªritu del Mal segu¨ªa teniendo siempre en este bajo mundo una presencia activisima, y presencia que parec¨ªa ser incontrastable y ubicua. Seg¨²n apreciaciones o sensibilidades diferentes, pod¨ªa encontrarse encarnado el Esp¨ªritu Maligno en las m¨¢s diversas y aun contrapuestas instancias: en la Masoner¨ªa, en la Compa?¨ªa de Jes¨²s (o incluso en el Vaticano mismo), en los Jud¨ªos, en el Fascismo, en el Comunismo, en la Uni¨®n Sovi¨¦tica, en la Burgues¨ªa, en el Capitalismo, en los Estados Unidos de Am¨¦rica (antes, en la p¨¦rfida Albi¨®n), en las Empresas Multinacionales; y sobre todo, de un modo general y abstracto, en El Poder... Denodadamente nos deb¨ªamos debatir contra tan diversas manifestaciones, aunque sufri¨¦ramos derrota tras derrota. Si ya no ten¨ªa sentido invocar a un Dios difunto, s¨®lo nos restaba el recurso de imprecar al Diablo. ?l era el autor de tantas calamidades como ha de padecer, el hombre sobre la Tierra, el Enemigo Malo contra quien hab¨ªa que luchar sin descanso. Esa lucha, aun cuando verbal e infructuosa, nos justificaba sin embargo. Al Diablo lo necesit¨¢bamos; no pod¨ªamos prescindir de ¨¦l.Pero he aqu¨ª que, al parecer, tambi¨¦n el Diablo se nos est¨¢ muriendo ahora, y quiz¨¢ va a resultar que despu¨¦s de todo no era en realidad sino un pobre diablo, un fantasma inocuo, mero pretexto al que nos acog¨ªamos para no tener que confrontar el hecho insoportable de que donde el Mal radica es en nosotros mismos, y de que es ah¨ª, en el fondo de nuestra conciencia, donde cada uno de nosotros puede y debe combatirlo.
A decir verdad, la muerte de Dios hab¨ªa tra¨ªdo consigo no tanto la licencia para el ejercicio libre de la maldad (pues de todos modos la maldad ha campado siempre sobre la Tierra desde que el hombre fuera expulsado del Para¨ªso) como la declinaci¨®n y rechazo de toda la responsabilidad personal en su ejercicio. La muerte de Dios nos hab¨ªa hecho irresponsables; nadie pod¨ªa pedirnos cuentas de nuestros actos. Ahora, ya que no cre¨ªamos en el castigo de Dios, deb¨ªamos atribuir nuestras aflicciones a la potencia mal¨¦fica del Diablo actuando a trav¨¦s de tal o cual agente externo, impreciso y lejano; y por ¨²ltimo nuestra gran coartada, la coartada com¨²n, ha venido a consistir en cargarle la culpa de cuantos males ocurren o puedan ocurrir a un sujeto que resulta ser tan impersonal, elusivo e inaprehensible como el Diablo mismo: la sociedad entera. A la sociedad (es decir, al conjunto de todos en general y, por consiguiente, a nadie en concreto) acostumbran hoy remitir las gentes la causa y consiguiente culpa de cualquier realidad indeseable, desde los desplantes de un ni?o mal educado hasta el m¨¢s atroz y horroroso de los asesinatos. Bien recuerdo, a prop¨®sito de criminalidad, las perplejidades que ya en mis remotos tiempos de estudiante universitario nos ocasionaba en la c¨¢tedra el problema de la fundamentaci¨®n del Derecho penal. ?Sobre qu¨¦ base racional pod¨ªa imponerse un castigo a alguien? Y luego, el tema concreto de la imputabilidad daba lugar en nuestra clase a serias e inconclusivas discusiones, inclin¨¢ndonos al cabo hacia soluciones de tipo pragm¨¢tico que, claro est¨¢, no respond¨ªan a la cuesti¨®n de principio, que no es otra sino la de si debe reconoc¨¦rsele o no discernimiento y libertad moral al individuo humano para responder de sus actos.
A la postre, esa libertad suele serle negada hoy dando por supuesto que nadie es due?o de sus propias decisiones: el delincuente es una pobre v¨ªctima de la sociedad; la adicci¨®n del vicioso, la contumacia del violador, son efecto de una enfermedad que s¨®lo merece cuidados m¨¦dicos y cuyo origen, por supuesto, en la sociedad misma debe hallarse. Ah¨ª, en la sociedad, es donde radica el Mal. Pero ocurre que la sociedad no es sujeto imputable; carece de conciencia, no oye ni entiende, no siente ni padece. Acusar a la sociedad es f¨²til; equivale a clamar en el desierto; acusarla es tanto como incriminar a la tempestad o la inundaci¨®n o la sequ¨ªa por los da?os que puedan ocasionar: algo que nadie en su sano juicio har¨ªa. Est¨¢ en la naturaleza de la Naturaleza el producir calamidades, y frente a sus desmanes podr¨¢n arbitrarse en el mejor de los casos remedios encaminados a paliar sus m¨¢s devastadores efectos. Vana ser¨ªa la esperanza de eliminar del mundo cuanto el hombre considera adverso: en definitiva, la condici¨®n mortal del individuo viviente hace ineludible el trance postrero (y para ¨¦l, sumo mal) de la propia extinci¨®n.
Convencido, pues, de que el Mal radica en esa cruel Naturaleza de la que forma tambi¨¦n parte el feroz animal humano, todo aquello que ven¨ªamos teniendo por obra del Diablo (o de las diversas encarnaciones p¨¦rfidas del Esp¨ªritu del Mal) va quedando ahora ya vac¨ªo de sentido, reducido a puros hechos, en s¨ª mismos desnudos de significativa intencionalidad. Con lo cual, hemos venido a caer en la m¨¢s desamparada orfandad, sin tener a quien pedir socorro en nuestras tribulaciones ni ya -para colmo de la desolaci¨®n- poder revolvernos tampoco en contra de quien supon¨ªamos que nos las inflige, pues tambi¨¦n el Diablo se nos ha muerto ya.
Difunto, desaparecido al fin ese incontrastable Enemigo, y habi¨¦ndose comprobado que el tan temido Diablo no era tal vez m¨¢s que un pobre diablo, ?hemos de reconocer, entre avergonzados y c¨ªnicos, que contra ¨¦l viv¨ªamos mejor? Sin duda, su fallecimiento nos ha dejado en un desconcierto que a muchos puede resultarles de todo punto insoportable. Habr¨¢ quienes, incapaces de asumir el desamparo, se acojan al recurso de baratas creencias seudorreligiosas, mientras que otros apelan, cuando no al suicidio inmediato, a cualquier forma de suicidio diferido; y no ser¨¢n pocos los insensatos que se entreguen a la violencia ciega del vandalismo. Pero, en general, la deserci¨®n de las potencias sobrenaturales deber¨¢ obligarnos a que aceptemos por fin la responsabilidad de nuestro propio destino. Es la carga que la democracia impone. Parece llegada la hora de la reflexiva madurez, de renunciar a las huecas lamentaciones y desechar el facil¨®n simplismo, para aplicarnos -cada ciudadano en la medida de sus personales alcances- a examinar las causas reales y concretas, casi siempre complejas, de los diversos problemas que en esta fase crucial de su desenvolvimiento hist¨®rico abruman a la humanidad, en busca de posibles soluciones y convenientes remedios. En ello consiste el ejercicio de la democracia, que -como nadie debe ignorar- implica no s¨®lo el derecho de lanzar al viento clamorosas quejas o resentidas protestas, sino el deber de una participaci¨®n activa y consciente.
Francisco Ayala es escritor y miembro de la Real Academia Espa?ola.
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