Unos gobiernan el mundo
"Unos gobiernan el mundo, otros son del mundo. Entre un millonario americano, con bienes en Inglaterra y en Suiza, y el jefe socialista de la aldea no hay diferencias de calidad, sino de cantidad. Abajo de ¨¦stos, nosotros, los amorfos,, el dramaturgo inadvertido William Shakespeare, el maestro de escuela John Milton, el vagabundo Dante Allighieri, el mozo de cuerda que me hizo ayer el recado, el barbero que me cuenta chistes, el camarero que acaba de hacerme la fraternidad de desearme esa mejor¨ªa, porque s¨®lo he bebido la mitad del vino". Estas reflexiones de Pessoa sobre una de las distinciones que afectan a los habitantes del mundo arrojan cierta luz sobre ese divorcio del que tanto se habla entre los gobernantes, los pol¨ªticos en general, y los gobernados, la gente com¨²n.?Ser¨¢ cierto, como afirma Pessoa, que los escritores -generalicemos, ya que menciona a autores tan diferentes como Shakespeare, Milton y Dante- pertenecen a la gente com¨²n, por lo cual incluso podr¨ªan, m¨¢s o menos inconscientemente, con m¨¢s o menos premeditaci¨®n, ser sus portavoces? A este lado de la l¨ªnea divisoria, desde luego, pertenecemos la mayor¨ªa de los pobladores del mundo, quienes somos efectivamente del mundo, lo padecemos y hasta lo disfrutamos. La soledad del poder es consecuencia del aislamiento del poder. Mientras no seamos completos ermita?os, nosotros no estamos aislados, nos codeamos, lo queramos o no, con los dem¨¢s, andamos por la calle, cogemos trenes y autobuses, nadamos en las piscinas p¨²blicas, vamos al supermercado, conducimos nuestros coches y los dejamos en los aparcamientos subterr¨¢neos, perforamos la tarjeta de la ORA. Esta vida, tan llena de momentos en los que intercambiamos una frase con personas levemente conocidas, nos liga al mundo, porque el mundo es esto, sobre todo, m¨¢s all¨¢ de sus momentos magn¨ªficos, m¨¢s all¨¢, tambi¨¦n, del amor o la desesperaci¨®n.
Los gobernantes, ya se sabe, van en r¨¢pidos coches con escolta y pasan vertiginosamente ante nuestros ojos en las comitivas que interrumpen la circulaci¨®n. ?Qui¨¦n es?, pregunta alguien. Se hacen conjeturas. Uno le ha visto el pelo cano, otro el reflejo de unas gafas, una mano en el aire, una mano did¨¢ctica... ?Qu¨¦ saben ellos, rodeados de ch¨®feres, secretarios, guardaespaldas, subordinados de todas clases, de la vida diaria, la verdadera vida de los hombres, el verdadero mundo?
Aqu¨ª en Espa?a, lo que m¨¢s se envidia de los pol¨ªticos es precisamente su aislamiento, porque nuestro mundo se ha ido haciendo particularmente dif¨ªcil y cada vez es m¨¢s inc¨®modo estar entre la gente. Sobre todo, algunos d¨ªas. Ya sea por pereza, por cansancio, por malhumor, o por miedo, el caso es que uno no quiere ver ni hablar con nadie. Hay d¨ªas en que el hombre parece verdaderamente lobo para el hombre, y, pese a todo, hay que hablar con ellos, hay que pedirles favores, mirarles de coche a coche, saludarles, y s¨ª, uno puede acabar reconcili¨¢ndose con ellos al cabo del d¨ªa porque al fin y al cabo son como nosotros y tal vez ¨¦ste sea tambi¨¦n, precisamente, su d¨ªa de malhumor, de pereza o de miedo. As¨ª que ni siquiera podemos tomar muy en serio nuestros temores y nuestra pereza, ya, que se disuelven con muy poca cosa, una sonrisa del vecino al salir de casa, un gesto amable del panadero o del repartidor de la comida de los perros, que siempre tiene, por cierto, un asombroso buen humor.
Pero, ?qu¨¦ saben de todo esto nuestros gobernantes?; ?qu¨¦ pensar¨ªan de nuestro ¨¢nimo voluble, de estas tan precarias emociones que nos mueven? Al parecer, nosotros los hemos votado para que se encierren en sus despachos y viajen muy deprisa, sin mirar a los lados, para que est¨¦n siempre serios y concentrados y se aparten de la vida. En esto, es cierto, los pol¨ªticos imitan al millonario americano de Pessoa, a quien siempre imaginamos aislado de las incomodidades de la vida, envuelto en una nube de irrealidad. No debe de estar tan mal esa nube cuando luego, al descender de ella, la a?oran, porque es precisamente eso, su falta de contacto con la trama cotidiana, lo primero que a?ora el ex gobernante. Despojado de coche y desasistido de las atenciones y la eficacia de sus secretarias, se siente perdido y desorientado, como todos los dem¨¢s, m¨¢s a¨²n que nosotros, porque hab¨ªa olvidado c¨®mo era el mundo.
Y la tenue, casi imperceptible l¨ªnea divisoria, se ve ahora, a este lado, el del mundo, con cierta nitidez. ?Qu¨¦ es lo que ha cambiado, en realidad?; ?qu¨¦ es lo que hace que la conciencia del mundo, de sus limitaciones, miserias y peque?as alegr¨ªas in vada, cal¨¢ndole los huesos, a este hombre que antes se pasea ba entre nosotros como flotan do, protegido? ?Ha de ser algo m¨¢s serio, algo m¨¢s de lo que estos detalles, tener un coche y una secretaria a su disposici¨®n, pueden significar! No deber¨ªa mos ser tan superficiales, no de ber¨ªamos quedarnos s¨®lo con la ostentaci¨®n, con lo m¨¢s obvio. Demos un paso hacia el fondo, ?qu¨¦ ocurre en el mundo?; ?qu¨¦ nos da, sobre todo, la conciencia del mundo? Tal vez, la sospecha de nuestro relativo valor: la imposibilidad de tomarnos en serio. No somos los reyes del mundo, ?qui¨¦n dijo que el hombre era el rey de la creaci¨®n? Aqu¨ª andamos, deambulantes y como perdidos, haciendo una cosa y olvidando otra, en busca de se?ales, de gestos c¨¢lidos, de fortaleza y fe, pero iqu¨¦ d¨¦biles y vacilantes hemos resultado! Y dado que ha sido as¨ª, no nos queda m¨¢s remedio que cultivar un poco de iron¨ªa hacia nosotros mismos, y, acallando las la mentaciones, superada, quien haya podido con ello, la desesperaci¨®n, acogernos al reino benigno del humor. ?Es la seriedad, entonces, lo que distingue a los habitantes del extra?o mundo que se fragua al otro lado de ¨¦ste? ?Ser¨¢ que, como ejemplificaba Pessoa, el supermillonario y el jefe socialista de la aldea se toman a s¨ª mismos demasiado en serio?, ?Ser¨¢ que quienes se creen que gobiernan el mundo pierden, autom¨¢ticamente, toda humanidad, toda complejidad, todo inter¨¦s? Poco inter¨¦s hay en la absoluta seriedad. La sensaci¨®n de irrealidad, de falsedad y enga?o es tan intensa cuando prevalece la mirada circunspecta y eg¨®latra que nuestra atenci¨®n se va hacia otra parte, hacia otro lugar donde se encuentre un reflejo m¨¢s atinado de lo que somos.
?No resulta sospechoso que en este terreno de la organizaci¨®n social no hayamos llegado a ninguna cima de la que podamos enorgullecemos?; ?ser¨¢ que los pol¨ªticos de todos los tiempos no han sido lo suficientemente inteligentes y profundos, lo suficientemente sabios? Llama la atenci¨®n que en lo que hace a la pol¨ªtica los hombres tengamos a nuestras espaldas un vasto camino de equivocaciones y de intentos infructuosos, mientras que a este otro lado de la vida s¨ª se han alcanzado cimas. A este lado, por ejemplo, se han escrito poemas grandiosos y novelas geniales, comparado con las cuales todo lo que se sigue escribiendo resulta casi totalmente superfluo. Los grandes problemas del hombre, sus grandes aspiraciones, han sido cantados desde el principio de los tiempos. Quien escribe hoy, sabe que todo se ha dicho ya. Y, aunque su peque?a esperanza, su secreta ambici¨®n, es que tenga que ser dicho de nuevo con el lenguaje del presente, todo escritor sabe que con semejante tradici¨®n a sus espaldas no puede tomarse a s¨ª mismo muy en serio. En cambio, los pol¨ªticos, que tan en serio se toman a s¨ª mismos, no han hecho sino equivocarse y meterse una y otra vez en desafortunadas veredas doctrinales.
Parece, pues, que este terreno de la seriedad queda reservado para los pol¨ªticos y los gobernantes, precisamente all¨ª donde la tradici¨®n no muestra sino un camino de desastres. Y en ¨¦l se unen a quienes, haciendo gala de exacerbado egocentrismo, se instalan en un reino propio de riquezas y honores. Estos cl¨¢sicos ego¨ªstas han existido en todos los tiempos; de manera distinta a la de los pol¨ªticos, se salieron del mundo, construyendo una realidad a su medida. Y hasta puede que alg¨²n que otro escritor, alg¨²n que otro artista, se escape tambi¨¦n del mundo y entre a formar parte de este grupo de marcianos. La condici¨®n indispensable para entrar en ¨¦l es perder el sentido del humor, la conciencia de la relatividad del propio valor, la inseguridad de las metas, el permanente cuestionamiento de las categor¨ªas morales.
Perteneciendo a mundos tan distintos, integrados en historias tan diferentes, ?c¨®mo pueden entenderse los gobernantes con los gobernados, los pol¨ªticos con la gente com¨²n? A pesar, entonces, de que uno les vota y ellos nos gobiernan, ?por qu¨¦ hay que estar siempre de acuerdo con ellos? La raz¨®n pol¨ªtica no es siempre nuestra raz¨®n, la raz¨®n pol¨ªtica se deja fuera muchas cosas, y nosotros, los amorfos, los que vivimos solos y abandonados en el mundo, tan solos nosotros en ¨¦l como ellos lo est¨¢n en sus despachos y limusinas, somos muy perceptivos para todo eso que se deja fuera. Escuchamos sus discursos sin saber si ellos se los creen del todo, desconfiando cuando sospechamos que les falta fe, desconfiando, todav¨ªa m¨¢s, cuando vislumbramos m¨¢s fe y seguridad de las convenientes, temiendo que hayan emprendido de nuevo el tentador, el cruel camino de la omnipotencia y el fanatismo, que hayan olvidado, una vez m¨¢s, que nadie tiene la garant¨ªa de detentar la raz¨®n. Y si no les podemos pedir estrictamente humor, s¨ª al menos relativismo, sinceridad y comprensi¨®n, que no nos miren con arrogancia y que no se sientan tan orgullosos de ellos mismos. Tal vez sea una utop¨ªa, pero ?no cambiar¨ªa la marcha del mundo si los gobernantes fueran como nosotros? Si estuvieran aqu¨ª, a nuestro lado, cogiendo el autob¨²s y haciendo la compra, saludando a los dem¨¢s el d¨ªa en el que no quieren ver a nadie, fregando los platos, cambiando los pa?ales a sus hijos y, sobre todo, y m¨¢s all¨¢ de estos pintorescos detalles, dudando de ellos mismos, desconfiando de sus propias motivaciones, comprobando que todos tenemos parecidas flaquezas y temores.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.