Sentencia kafkiana
LA DECISI?N del Tribunal Supremo de Israel sobre la deportaci¨®n de 396 palestinos de Gaza confinados en tierra de nadie entre Israel y L¨ªbano es kafkiana. Por una parte, si anula la orden de deportaci¨®n en masa, confirma, por otra, la legalidad de las deportaciones individuales decididas por el Gobierno apoy¨¢ndose en leyes de urgencia vigentes desde tiempos del mandato brit¨¢nico. Tambi¨¦n admite que cada deportado podr¨¢ recurrir su confinamiento ante la jurisdicci¨®n militar, se supone que regresando temporalmente a Israel a defender su caso.Pero, sobre todo, la sentencia es una burla. No es, la primera: la orden de expulsi¨®n de los entonces 415 miembros del grupo fundamentalista palestino Ham¨¢s ya fue endosada por el alto tribunal cuando el Gobierno jud¨ªo la tom¨®, hace seis semanas. Hace bien pocos a?os se escarnec¨ªa al Gobierno de Sur¨¢frica porque hab¨ªa avergonzado al mundo civilizado al condenar, sin pruebas y s¨®lo porque se encontraban entre la masa de gente, a seis personas por el linchamiento en Sharpeville de un concejal. ?Qu¨¦ calificativo merece el destierro de 415 por un hecho -el asesinato de un oficial de aduanas israel¨ª- con el que es imposible que todos los castigados tuvieran que ver?
Es bastante sencillo; en realidad, Israel aplica en 1993 las reglas de la guerra de 1948, y con ello ignora deliberadamente el camino recorrido hacia la paz, sobre todo desde la conferencia de Madrid de finales de 1991. Acciones como ¨¦sta hacen dudar de la voluntad real del Gobierno israel¨ª. Por mucho que tenga ¨¦ste que atender a las complejidades de una coalici¨®n cuyos miembros rozan a veces la irracionalidad, su jefe y su colorido global son los del laborismo israel¨ª, tradicional bandera de la esperanza pac¨ªfica.
Israel es una democracia. En una democracia rige el Estado de derecho, no el Estado de la represalia. Mantener a los 396 palestinos en su miserable campamento es una venganza que revela la incapacidad de Tel Aviv para hacer frente a la creciente degeneraci¨®n de la situaci¨®n de orden p¨²blico en las zonas ocupadas, y especialmente en Gaza. La gravedad del problema de la Intifada se debi¨® en gran parte a la obstinaci¨®n israel¨ª en no- reconocer a la OLP como interlocutor v¨¢lido; ello coloc¨® a ¨¦sta, que entonces estaba embarcada en un ejercicio de moderaci¨®n, en posici¨®n desfavorable respecto de Ham¨¢s, el grupo fundamentalista surgido para agrupar y hacer m¨¢s intransigente a la guerrilla urbana. Al declarar ahora legales los contactos de israel¨ªes con miembros de la OLP, el primer ministro Rabin ha intentado enderezar la balanza; no est¨¢ mal. Pero es un ejercicio f¨²til cuando, al tiempo, mantiene tercamente, sin sutileza alguna, a los deportados de Ham¨¢s en tierra de nadie. El partido fundamentalista palestino se lo agradece cada d¨ªa.
El Consejo de Seguridad debe tomar seriamente cartas en el asunto. Lo hizo por primera vez cuando Israel (deport¨® a los 415: la resoluci¨®n 799 exig¨ªa su regreso. Ahora lo normal ser¨ªa que a la exigencia siguiera un apercibimiento de sanciones si no cumple. As¨ª lo pretenden el secretario general, Butros Gali, y la casi totalidad, de la comunidad internacional.
En estos casos, las miradas suelen dirigirse hacia Washington. M¨¢s ahora, con un presidente Clinton a¨²n sin estrenar en tan explosivo tema. No es la primera vez que Israel se pone al mundo por montera con una barbaridad. Tampoco lo es que Estados Unidos -avergonzado por lo que tiene que hacer, pero convencido de que su misi¨®n es salvar a Israel de los callejones en los que le meten sus propias obcecaciones- se disponga a irritar a todos vetando cualquier acci¨®n de castigo que decida el Consejo de Seguridad. La inc¨®moda y a veces borrascosa relaci¨®n de Washington con Tel Aviv recuerda la de un padre con un hijo d¨ªscolo: a veces consigue contenerle (por ejemplo, durante la guerra del Golfo); pero en otras ocasiones, despu¨¦s, cuando le corresponde pagar los platos ya rotos, le defiende a ultranza contra todos. ?Seguir¨¢ Bill Clinton esta t¨®nica?
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