Ya todo es amarillo
?El infierno? Un tr¨ªo de burguesitos franceses -rousp¨¦teurs, como dicen en argot: malhumorados, ego¨ªstas, gru?ones- a la parisiense, con unos problemas sexuales corrientillos. No va a m¨¢s ahora esta gran obra del peque?o renacimiento franc¨¦s de la segunda posguerra, esta piedra angular del existencialismo, esta prueba del acto como fundamento de la libertad y (te la condena humana al l¨ªmite del tiempo y del espacio, aun cuando se trate de la infinitud y aunque las puertas est¨¦n abiertas.Me apresuro a decir que de esta manera de ver la obrita no tienen la culpa ni el director ni los actores: est¨¢n all¨ª para lo que mande Jean-Paul Sartre, para hacer una comedia de cuyo di¨¢logo se desprenda esta obviedad de que el infierno son los otros, y lo hacen con su solvencia acreditada.
A puerta cerrada
T¨ªtulo : A puerta cerrada. Autor: Jean-Paul Sartre. Traducci¨®n de Alfonso Sastre . Int¨¦rpretes: Carmelo G¨®mez, Carlos Alberto Abad, Mercedes Sampietro, Aitana S¨¢nchez-Gij¨®n. Escenograf¨ªa: Andrea D?Odorico y Carlos A. Abad.Direcci¨®n: Miguel Narros. Estreno: Teatro Bellas Artes. Madrid, d¨ªa 2 de abril de 1993 .
Quienes tienen la culpa son el tiempo, la desmoralizaci¨®n de las ideas, la degeneraci¨®n del miedo infinito, nuestra sordera intelectual. Y que el teatro sea el arte que m¨¢s envejece de todos. Y esta situaci¨®n sartriana en la que est¨¢ uno metido: ir al teatro cada d¨ªa para ver ayer La se?orita Julia, hoy (y Noche de Reyes, y Tres sombreros de copa, o El sue?o de una noche de verano). Pasar las noches en una sala viendo las mismas cosas de toda la vida, con las mismas personas (y cuando falta alguna, peor), sin duda desanima un poco, como parece que ocurre tambi¨¦n en el infierno.
Quiero decir que la emoci¨®n se ha perdido (no corno en la m¨²sica, que, aunque se viva tambi¨¦n en un ciclo cerrado de maestros antiguos, gana con la repetici¨®n), la ilusi¨®n se ha quedado atr¨¢s, la sorpresa se ha hecho ya imposible. Y hasta el recuerdo act¨²a en contra: parece mejor lo que se vio all¨¢, o en el d¨ªa heroico de la representaci¨®n ¨²nica en alg¨²n teatro de c¨¢mara del Madrid de entonces, o los rostros de los sucesivos int¨¦rpretes...
No tiene la culpa Jean-Paul Sartre: percut¨ªa duramente en su tiempo, y 1944 era un a?o seco, rudo, tr¨¢gico todav¨ªa en Par¨ªs; y med¨ªa al hombre en un tiempo en que se cre¨ªa en los h¨¦roes. Sobre todo cuando escribi¨® esta obra, que era una ilustraci¨®n de sus libros mayores, de sus textos mayores.
Tampoco, claro, la tengo yo. Estoy en este tiempo, he visto el otro, encuentro que ¨¦ste no tiene ning¨²n Sartre ni afines, ni peque?o renacimiento, y que vivimos de las sobras. Un catedr¨¢tico de f¨ªsica que tuve en la guerra ense?aba que el hombre, en ¨¦pocas de grandes hambres -como aqu¨¦lla-, iba aliment¨¢ndose de su propio h¨ªgado, comi¨¦ndoselo: por eso est¨¢bamos todos un poco amarillos. El teatro, ahora se come su propio h¨ªgado. Amarillento, desganado, cansino. Y no consigue que en los tres peque?os burgueses -la lesbiana, la amorosa, el cobarde-" logremos los espectadores ver el infierno. Es una broma. Todos tenemos en esta vida situaciones bastante m¨¢s amargas y m¨¢s perdurables.
En los estrenos de Miguel Narros y sus disc¨ªpulos hay siempre un aire de entusiasmo: sus admiradores -con tanta justicia- son gritones y ruidosos, y as¨ª manifestaron su entusiasmo al terminar la obra. Como siempre, como es habitual. Siempre lo merece. Como sus actores.
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