De donde son los cantantes
La casa de Severo Sarduy en La Habana es una tirijala fresca y magn¨ªfica donde habita una mujer risue?a de gafas gruesas. Es la madre de Severo Sarduy. Rodeada de plantas y de gatos, vive junto al balc¨®n, a dos pisos de una calle ub¨¦rrima como La Habana. Con ella estaban aquel d¨ªa de septiembre en que la vi unos nietos vivarachos, plet¨®ricos, que hablaban del t¨ªo como si no se hubiera ido nunca. Ahora pueden hacerlo de nuevo: como si no se hubiera ido nunca. En la voz de Sarduy, y en su rostro, y tambi¨¦n en sus andares, en sus pasiones y en su melancol¨ªa, viv¨ªa la atm¨®sfera diversa y divertida de aquella casa llena de p¨¢jaros y de flores. Era como la miel y su contrario: una met¨¢fora de Cuba en Par¨ªs. A ¨¦l le gustaba tropezarse con la gente en Montparnasse, como si bromeara en el Vedado, y tomar bloody mary en los hoteles importantes y cerveza helada en los chiringuitos; era un hombre plural, un poeta ¨ªntimo, un versificador ingenioso como pocos, un gran cantante que compraba mangos para oler el recuerdo de su infancia.Se ha muerto. El sab¨ªa lo que iba a pasar desde que muri¨® en R¨ªo de Janeiro Manuel Puig, su amigo argentino, su contrapartida en el ingenio. Era hace tres a?os, en el medio del verano m¨¢s cruel de su vida, cuando se le hel¨® la vista ante el informe implacable de los m¨¦dicos. El, fallecimiento repentino del autor de Boquitas pintadas vino a acelerar su espanto. En una estanter¨ªa abigarrada de su cuarto de Montparnasse ten¨ªa guardados unos papeles enormes que conservaban sin versos el diagn¨®stico. Aquella tarde recogi¨® el informe, lo despleg¨® sobre la mesa napole¨®nica en la que escrib¨ªa e hizo el recuento imprescindible: no hay remedio, aqu¨ª viene el n¨²mero fat¨ªdico y lo dice claro. Hab¨ªamos comprado en la calle unas cervezas heladas y las hab¨ªamos dejado a un lado de aquella casa alt¨ªsima en la que ¨¦l viv¨ªa como un ermita?o con constestador autom¨¢tico. Por la ma?ana hab¨ªa hecho con la entereza de los melanc¨®licos un programa radiof¨®nico sobre su amigo muerto, y hab¨ªamos comido cerca de Radio France, la mitad de su vida, con amigos comunes, corno Emilio S¨¢nchez-Ortiz, a los que pront¨® dej¨® de hablar del sufrimiento. Como siempre ocurr¨ªa con su ingenio de bolero interior, no paramos de re¨ªr ante sus ocurrencias, que aquella vez, adem¨¢s, eran su defensa contra la feroz evidencia de la muerte. Al final, con aquellos papeles desplegados sobre los restos del naufragio de la vida comenz¨® a llorar como un chiquillo. Como si le hubieran quitado el aire y las flores y le hubieran arrancado de cuajo la esperanza de seguir viviendo como siempre. Para calmarle invent¨¦ las mentiras que nunca se creen los enfermos y llam¨¦ por tel¨¦fono, como si tendiera un puente, a Guillermo y a Miriam Cabrera Infante, para que le enviaran la esperanza imprescindible, la solidaridad de la voz. Fue imposible: el llanto carec¨ªa de fronteras, porque proced¨ªa de tan hondo como la risa magn¨ªfica, aquel buen humor caribefio, de Severo Sarduy.
Fue un a?o despu¨¦s cuando vi a su madre en La Habana. All¨ª, en aquella mirada, estaban mezclados todos los sentimientos que hicieron de Sarduy el poeta que era: ub¨¦rrimo, aunque contenido, riguroso y abierto, un ni?o perdido en un mundo que deb¨ªa acecharle para truncarle la risa. Quien haya le¨ªdo Cocuyo, una de sus ¨²ltimas obras, lo tendr¨¢ que ver as¨ª, en cuclillas, mirando por el ojo de la cerradura de una casa de La Habana c¨®mo crecen las flores que han de matarle. De la estirpe delos grandes narradores, lo que escribi¨® es s¨®lo un trasunto de lo que fue: pintor, dicharachero, amigo profundo de su gente, un cubano viajero que convirti¨® en met¨¢fora todo lo que tocaba, como un Leonardo moderno, que del mismo modo hablaba de la ciencia que de la poes¨ªa, porque en el aire transversal de todas las cosas situaba sus ojos gigantes de pez caribe?o.
Parece mentira que toda aquella vida desparramada por miles de ciudades del mundo, y sobre todo por sus r¨ªos, se perdiera de pronto rodando playa abajo en una ciudad que le eligi¨® cuando ¨¦l a¨²n era un chiquillo. No es posible poner por escrito su gracia, ni su sabor, pero s¨ª conviene decir dos palabras sobre c¨®mo afront¨® la enfermedad propia para dar ejemplo de lo que fue en vida. La ocult¨® desde el principio, acaso desde aquella tarde en que los datos frescos y terribles del Instituto Pasteur se desplegaron como una amenaza de hielo sobre su mesa de Montparnasse.
De viaje
Minti¨® a sus amigos: les dijo que estaba de viaje, que cuidaba a otros, que no pod¨ªa verles porque el tiempo es oro. Era mentira: estaba oculto, como los r¨ªos que am¨®, con la vida amenazada. A veces acud¨ªa al tel¨¦fono, y entonces volv¨ªa a recordar las angulas de Madrid, los bloody mary del Pont Royal, y tambi¨¦n las correr¨ªas nocturnas por las calles de Las Palmas. Pero jam¨¢s aquella tarde fat¨ªdica, la borrachera de cerveza, el llanto, en la casa alt¨ªsima de Montparnasse. Un d¨ªa le llegaron las fotos de su madre aquella tarde del a?o siguiente en su casa de La Habana. Llam¨® para congratularse de la vida y tambi¨¦n para anunciar nuevos versos. Se sab¨ªa ya al borde de la desaparici¨®n completa, pero nosotros, los que siempre estamos al otro lado del tel¨¦fono alimentando la ingenuidad como si fuera una parte de la esperanza, le invitamos a venir a Espa?a en verano, a comer de nuevo angulas con tenedores de madera en el Caf¨¦ Gij¨®n. "No puedo: entonces estar¨¦ de viaje".
De viaje, pues, para siempre, uno de los personajes m¨¢s entra?ables que haya pasado por el medio de la vida de cualquiera de nosotros. C¨®mo pudieron matar a este cantante interior, a este prodigioso prestidigitador de la palabra. Yo no s¨¦ de d¨®nde son los cantantes, pero s¨¦ que todos han de cantar con ¨¦l en el pasillo de aquella casa magn¨ªfica en la que su madre riega las plantas mientras r¨ªe.
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