Una visita a Azor¨ªn
Jos¨¦ Pay¨¢ Bemab¨¦ es todav¨ªa joven pero, a tenor de lo que conoce del caballero Jos¨¦ Mart¨ªnez Ruiz, por cuya Casa-Museo de Mon¨®var, biblioteca y papeles vela con mano firme, parece antiqu¨ªsimo. Es grueso y ¨¢gil, de traje entallado y unos anteojos. submarinos detr¨¢s de los cuales acechan unas pupilas que se pasean sobre las monta?as de libros y documentos con la seguridad del pastor avezado al que nunca se le escapa una oveja. Un vistazo le basta y desentierra la carta aquella de Rub¨¦n Dar¨ªo que est¨¢ citando de memoria, al mismo tiempo que su mano libre, como al descuido, localiza, ase y exhibe en un solo movimiento triunfal el folleto Charivari, de 1987, por el que acabo de preguntarle. Se dir¨ªa que no s¨®lo se ha le¨ªdo, tambi¨¦n rnemorizado, todo lo que hay aqu¨ª.Afuera de la maciza casa de piedra con balcones y cancela de hierro, a la que se asocian m¨¢s de treinta a?os de la vida de Azor¨ªn, arde un sol de espanto que amenaza con incendiar el pueblo levantino y abrasar los limoneros y las barras de contorno y convertimos en llamas a sus visitantes. Mis acompa?antes sudan la gota gorda y est¨¢n a punto de desplomarse, deshidratados y exhaustos. Pero Jos¨¦ Pay¨¢ Bemab¨¦ sigue, incansable, mostrando repisas y sillones, explicando cuadros, desvelando antiguallas, glosando cartas, se?alando bastones y, chisteras ("su famoso paraguas rojo se perdi¨® o, acaso, nunca existi¨®") y yo, fiel y pr¨®ximo corno su sombra, no pierdo s¨ªlaba de lo que dice. Practico el fetichismo literario y, de los autores que admiro, no s¨®lo olisquear¨ªa libros y manuscritos; tambi¨¦n s¨¢banas, cuentas de lavander¨ªa, corbatas, y me gustar¨ªa enterarme de todos sus pecados mortales y veniales y hasta coleccionar¨ªa sus huesos.
Hace a?os que quer¨ªa visitar la Casa-Museo de Azor¨ªn, y debo decir que su director ha hecho todo lo necesario para que el devoto que sube hasta aqu¨ª salga colmado de satisfacci¨®n. Una de sus haza?as consiste en haber detectado los modelos de algunas descripciones de objetos que aparecen en textos de Azor¨ªn. El visitante suele cotejar lo que ¨¦ste describi¨® con el objeto que tuvo ante su vista o en la memoria en el momento de escribir: una alacena del comedor familiar, grabados que ornaban las paredes de la casa de su infancia, im¨¢genes religiosas de las que su madre era devota. La comparaci¨®n es enormemente instructiva sobre el m¨¦todo de trabajo de ese descriptor mani¨¢tico del mundo objetivo que fue Azor¨ªn. Un m¨¦todo realista a m¨¢s no poder, por lo menos en la puntillosa informaci¨®n que recababa, a veces, sobre detalles insignificantes del paisaje dom¨¦stico, escribiendo desde Madrid apremiantes cartas a su hermano Amancio (Jos¨¦ Pay¨¢ Bemab¨¦ hace un pase m¨¢gico y me pone tres de ellas bajo los ojos) como si de especificar que los tableros de ese mueble eran de caoba y no de nogal dependiese el ¨¦xito o el fracaso art¨ªstico de la descripci¨®n.
No depend¨ªa para nada de ello, desde luego. Pero la sensaci¨®n de reproducir escrupulosamente lo existente, de no a?adir ni quitar nada al inundo exterior, daba a Azor¨ªn, como se la daba a Flaubert, medio siglo antes, esa seguridad que es el mayor m¨¦rito de su estilo. Un estilo que parece resultar de una fusi¨®n completa, semejante a la aleaci¨®n de ox¨ªgeno e hidr¨®geno en el agua, entre la palabra y el objeto. Nombrar con exactitud, precisar hasta la obsesi¨®n, encarnizarse en el dato de apariencia trivial, insistir en lo m¨¢s superfluo y perecedero de los atributos de la realidad, era una manera de reaccionar contra la visi¨®n heroica y la predisposici¨®n hacia lo grandioso de los rom¨¢nticos, contra estos estilos cargados de pasiones y fantas¨ªas que enturbiaban el mundo real y desaparec¨ªan lo vivido bajo la pura invenci¨®n.
Y, de otro lado, aunque m¨¢s oscuramente, aquel empe?o de documentar el mundo material con las palabras, sin alterarlo en una coma, era para Azor¨ªn una manera sutil de enfrentarse a otro enemigo, m¨¢s misterioso y avasallador que las ampulosidades ret¨®ricas de los rom¨¢nticos: el tiempo. Es decir, de luchar contra la muerte, escapando de la condici¨®n humana, abocada al perecimiento, y transmigrando a la terca realidad de las cosas, a esa materia inerte, m¨¢s dura y resistente a la usura y la extinci¨®n que el ser viviente.
El realismo de Azor¨ªn, como el de cualquier otro de esos escritores a los que llamamos realistas, es una mera supercher¨ªa. Porque, como dijo Gabriel Ferrater, no se puede confundir los horrores del infierno con la m¨²sica de la terza rima dantesca. Toda literatura es una versi¨®n -posible o imposible- del mundo, pero nunca una estricta r¨¦plica, su copia o duplicaci¨®n. Sin embargo, "el peque?o fil¨®sofo" de Mon¨®var escribi¨® su vast¨ªsima obra animado por una pretensi¨®n de esta ¨ªndole -hacer un censo estil¨ªstico de lo existente, dejar un catastro literario de la realidad- y, aunque no pudo materializar esta modesta utop¨ªa, consigui¨® en el camino algo much¨ªsimo m¨¢s importante: crear uno de los estilos m¨¢s originales e inconfundibles de la lengua castellana.
La Empieza del aire y lo di¨¢fano del cielo en esta ma?ana del verano levantino son buenos s¨ªmiles para la prosa de Azor¨ªn, en la que tambi¨¦n, como ahora en Mon¨®var, todo aparece n¨ªtido, reci¨¦n ba?ado, transparente, inm¨®vil y aquejado de eternidad. Para comunicar esta ilusi¨®n de realismo, en sus grandes cr¨®nicas, evocaciones y notas de viaje (como en esa obra maestra de 1909 que es Espa?a: hombres y paisajes), las palabras se incrustan en los objetos, se hunden en ellos y parecen revelarlos desde adentro, nombr¨¢ndolos con precisi¨®n y sobriedad matem¨¢ticas, sin vacilar ni equivocarse jam¨¢s, a la vez que quien escribe permanece tan quieto y neutral, tan invisible, que se dir¨ªa no existe, que lo que va escribiendo se escribe por s¨ª mismo.
Para ser m¨¢s fiel al mundo, para observar y describir mejor lo que ya existe, Azor¨ªn renunci¨® a inventar, a fantasear, a volcar en sus textos esos fondos de locura y delirio que son, para otros escritores, la privilegiada materia prima de la creaci¨®n literaria. Por eso, cuando intent¨® los g¨¦neros expl¨ªcitamente creativos, como la novela y el teatro, no lleg¨® nunca a ser genial, s¨®lo curioso e interesante (y, en lo que ata?e a la narrativa, premonitorio, pues hizo novela objetalista medio siglo antes que Robbe-Grillet). En cambio, en los g¨¦neros menores, aquellos en los que supuestamente en vez de inventar se trataba de someterse a la servidumbre de la realidad, de transcribir vi?etas del mundo tal como es, el art¨ªculo y el reportaje period¨ªstico, la rese?a de libros, la cr¨®nica de viaje, el comentario de actualidad -un debate en el Congreso, la inauguraci¨®n de una estaci¨®n, el estreno de una peficula-, fue un verdadero revolucionario, alguien que transform¨® la informaci¨®n, el texto para el diario o la revista, en una rama de la literatura creativa, en una forma de expresi¨®n no menos rigurosa y art¨ªstica que la gran novela o la mejor poes¨ªa.
La c¨¦lebre frase acu?ada por Ortega para definirlo -"primores de lo vulgar"- extracta con luminosidad esa propensi¨®n invencible de Azor¨ªn a fijarse en lo m¨¢s transitivo y ef¨ªmero, a observar hechizado y enternecido lo que a los dem¨¢s parece banal y deleznable, y a escribir con enorme respeto sobre los peque?os seres y objetos indiferenciables de este mundo, como si ellos tambi¨¦n estuvieran dotados de una dignidad esencial. En verdad no lo estaban, pero la magia azoriniana se las confiri¨® y ahora, por lo menos en sus libros, ya nadie podr¨ªa arrebat¨¢rsela: en su mundo, un ramito de tomillo, una alcuza o un trozo de esparto destellan con la grandeza que, en los de otros, las batallas o los castillos.
Pero hay otra vulgaridad, no tem¨¢tica ni anecd¨®tica, sino formal, de g¨¦nero, de medio de expresi¨®n art¨ªstica, que Azor¨ªn enriqueci¨® tambi¨¦n, trat¨¢ndola con el cuidado y la elegancia que el com¨²n de los escritores reservan para los g¨¦neros nobles y volcando en ella toda la conside-
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Una visita a Azor¨ªn
Viene de la p¨¢gina anteriorraci¨®n y sensibilidad que lo habitaban: la del periodismo. Gracias a ¨¦l, ese emblema de la caducidad veloz, de lo perecible y la improvisaci¨®n que es el art¨ªculo period¨ªstico, adquiri¨® la misma permanencia rotunda, gran¨ªtica e inmemorial de las viejecillas de luto, las fondas oscuras, los caminos polvorientos y las casonas cargadas de historia que describi¨® en su viaje por La Mancha, siguiendo La ruta de Don Quijote, maravilla de libro que nos cuesta creer que fuera escrito a vuela pluma, por un reporter que cumpl¨ªa una comisi¨®n del diario donde trabajaba.
El presente del indicativo es el tiempo azoriniano por antonomasia, un tiempo eterno, en el que hombres y cosas no fueron ni ser¨¢n, sino son, siempre id¨¦nticos, sin pasado y sin ma?ana, como fotograf¨ªas. Presencias quietas, de pulida y elegante superficie, y de insondables profundidades, que s¨®lo alcanzamos a entrever o, m¨¢s bien, a adivinar, pues ese descriptor pertinaz de lo exterior no se asoma nunca a ellas, como si todo lo que no forma parte del mundo f¨ªsico lo ahuyentara. Pero en esas siluetas semipetrificadas hay sin embargo una delicadeza interior que transparece y ablanda su rigidez, un h¨¢lito suave y fino que las envuelve, una discreta espiritualidad soterrada que pugna por asomar y demostramos que est¨¢n vivas. Mundo sin tiempo y tambi¨¦n sin sexo -porque el de Azor¨ªn es, con el de Borges, el m¨¢s casto de los que se hayan creado en nuestra lengua-, sin grandes ideas ni arrebatos emocionales, pero sensible, sutil y bello como muy pocos otros, su coherencia y poder contagioso son tan grandes que consigue, incluso, en un alarde de maquiav¨¦lica modestia, persuadirnos de que ¨¦l no es ¨¦l sino un mero reflejo, una proyecci¨®n fidedigna del mundo real. Pero no es as¨ª porque el mundo en el que vivimos carece de esa perfecci¨®n sin cesuras, de ese orden minucioso, de esa armon¨ªa y elegancia que caracterizan al suyo, y est¨¢ haci¨¦ndose y deshaci¨¦ndose sin cesar, en tanto que el que ¨¦l invent¨® "permanece y dura". El realismo de Azor¨ªn es una de las ficciones -una de las irrealidades- m¨¢s logradas de nuestra literatura.
Lo le¨ª por primera vez en el ¨²ltimo a?o de la secundaria y desde entonces siempre lo he estado leyendo o releyendo, con una admiraci¨®n que se renueva cada vez. Creo entender las razones por las que vuelvo siempre sobre un pu?ado de autores, pero mi devoci¨®n por Azor¨ªn me intriga, porque en muchos sentidos -en su manera de ser y de ver el mundo, en lo que le gustaba y disgustaba, en sus modelos, en sus fobias- creo estar bastante lejos de ¨¦l y, acaso, en sus ant¨ªpodas. Tal vez la explicaci¨®n est¨¦ en la fat¨ªdica ley de atracci¨®n de los contrarios. Pero lo cierto es que sus libros me interesan siempre y a menudo me encantan y emocionan. Como me ha emocionado revolotear en este par de horas por los cuartos en los que habit¨®, tocar los libros que ley¨® -espiando los elogios y reprobaciones que puso en los m¨¢rgenes-, y sentarme ante la mesita de juguete en la que escrib¨ªa.
"Mon¨®var ten¨ªa 11.000 habitantes la ¨²ltima vez que Azor¨ªn estuvo aqu¨ª, en 1930", dice el infalible Jos¨¦ Pay¨¢ Bernab¨¦, el momento de despedirnos. "Y ahora, en 1993, tiene todav¨ªa 11.000". Una ciudad azoriniana, qu¨¦ duda cabe.
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