La nevera
Hay un cuadro de Antonio L¨®pez, de los que en estos d¨ªas se han expuesto en el Centro de Arte Reina Sof¨ªa, que para m¨ª representa el verano mejor que ninguna otra imagen. Se trata de La nevera, el cuadro en el que Antonio L¨®pez pint¨® el humilde electrodom¨¦stico con el que combat¨ªa los rigores del verano madrile?o de 1966; una de aquellas neveras macizas y prehist¨®ricas que hoy son ya objeto de anticuario o de dise?o (todo el sesenta es dise?o), pese a que muchas de ellas contin¨²en funcionando como orgullosamente reconoc¨ªa en un art¨ªculo reciente el escritor Rafael S¨¢nchez Ferlosio (?con la cantidad de sabelotodos que uno tiene que o¨ªr a diario en las tertulias de la radio y la televisi¨®n, que haya que esperar tanto para leer a la media docena de personas que en Espa?a tienen algo interesante que decir!): "Hace 23 a?os que me sirve fielmente una nevera que ya hab¨ªa tenido dos se?ores antes de entrar a mi servicio... ?Oh, vieja agradecida!".Ferlosio lo comenta a prop¨®sito de la provisionalidad de los objetos actuales, no s¨®lo por la mala calidad de su factura -calculada, por supuesto: no deja de ser extra?o que, en plena era de la inform¨¢tica, cuando los misiles son inteligentes y los cohetes viajan a Marte, uno siga viendo de cuando en cuando seiscientos por las carreteras y, por contra, sea imposible ver un coche de 10 a?os-, sino, como dec¨ªa el propio Ferlosio, por la "impresentabilidad social" de un objeto a los tres o cuatro a?os de su compra en un mundo dirigido y dominado por la publicidad. La afirmaci¨®n de Ferlosio, que es cierta, sirve para los objetos, pero tambi¨¦n para las costumbres, que es a las que aqu¨¦llos sirven y que, como ellos, est¨¢n tocadas por el moderno mal de la levedad.
Para la mayor¨ªa de las personas, por ejemplo, el verano, desde hace tiempo, tiene que ser fugaz. Fugaz no como deseo (a la mayor¨ªa les gustar¨ªa que las vacaciones durasen siempre), sino en la forma de concebirlo y de disfrutarlo, como lo prueba la publicidad. Una visita a una agencia de viajes o una mirada a la televisi¨®n bastan para entender que hoy, para la mayor¨ªa de las personas, la imagen del verano no es ya la de la nevera, ni siquiera la del mar -me refiero al familiar-, sino el cartel de un pa¨ªs ex¨®tico o de una isla lejana a los que hay que llegar cruzando el mapamundi en un avi¨®n. Por supuesto, ese cartel cambia cada verano, como los trajes de ba?o, y a los dos o tres de expuesto es ya tan impresentable como un coche de la misma antig¨¹edad. Pese a lo que muchos piensan, el verano ya no es sin¨®nimo de descanso, sino de velocidad.
Del mismo modo, el verano ya no es tampoco una ¨¦poca, ni siquiera una conquista del progreso, sino un motivo de ostentaci¨®n. Ya no se trata tanto, a la hora de elegir el lugar de veraneo, de buscar un lugar para el descanso como de estar a la altura, e incluso por encima, de nuestra posici¨®n social. Aquellos veranos lentos que eran como una pel¨ªcula que todos conoc¨ªamos de memoria, pero que no por ello nos produc¨ªan menos placer, se han transformado en un videoclip en el que lo importante son el ritmo y las im¨¢genes y no su necesidad. Un ritmo que cada vez es m¨¢s trepidante (m¨¢s lejos, m¨¢s r¨¢pido, m¨¢s fuerte, vomitan los anuncios veraniegos como si las vacaciones fueran una olimpiada en la que lo importante es participar) y unas im¨¢genes tan ef¨ªmeras como su propia publicidad. Atr¨¢s, en la memoria de nuestros padres y en la del desarrollismo de los sesenta, ahora tan evocados, quedaron ya las sombrillas, y los ventiladores, y las meriendas campestres, y aquellas viejas neveras de Antonio L¨®pez y de Ferlosio en cuyo interior el verano era un bodeg¨®n fr¨ªo y una ristra de gaseosas como aquella que a mi padre le hizo comprender un d¨ªa, all¨¢ por los a?os veinte, su insopo table fugacidad: al parecer, un d¨ªa, tras mucho rogarle al suyo, consigui¨® que ¨¦ste le comprase una gaseosa, que entonces era la novedad, pero, entre la emoci¨®n y la fuerza de ¨¦sta, mi padre empez¨® a llorar y acab¨® dej¨¢ndola escapar toda y llorando amargamente y de verdad.
Hay algunos, sin embargo, que, pese a la experiencia de nuestros padres y a las recomendaciones de la publicidad, seguimos fieles a esos veranos y cada a?o buscamos en la nevera de la memoria el consuelo a nuestra propia decepci¨®n. Para nosotros, el verano es sobre todo un reencuentro con el tiempo y por eso nos reserva ¨²nicamente muy dudosos y contados alicientes: la dulce paz de la siesta y los placeres de la gastronom¨ªa, la mirada del perro, el solitario ba?o, la contemplaci¨®n de la noche con una copa en la mano y el redescubrimiento de unos paisajes que ya no son los mismos porque, como dijo el fil¨®sofo, aunque un paisaje permanezca inmutable, una mirada jam¨¢s se repite. Pero nos gusta. En el fondo, somos algo masoquistas y nos gusta sentir c¨®mo todo ha cambiado y c¨®mo nosotros mismos nos hemos ido convirtiendo poco a poco en unos desconocidos. Por eso volvemos cada verano a los mismos sitios y por eso, al llegar a ellos, nos ocultamos del sol como si fu¨¦ramos vampiros: para que no se nos vean, ni en la cara ni en el alma, las arrugas. Y por eso, cuando acaba el verano y cada p¨¢jaro regresa a su jaula ciudadana, mientras los dem¨¢s exhiben con publicitario orgullo sus morenos impecables y nos castigan sin piedad con el relato interminable -y las correspondientes pruebas fotogr¨¢ficas- de sus lejanos viajes, nosotros bajamos la cabeza, asentimos con un gesto que ellos creer¨¢n de envidia y nos retiramos durante un tiempo a alg¨²n lugar discreto donde poder ocultar nuestra blanca palidez mientras nos entregamos con pasi¨®n a la lectura oto?al de los poetas m¨¢s suicidas.
Lo que ellos nunca sabr¨¢n, porque te creen distinto, es que cada verano es una gaseosa que todos acabamos derramando sin haberla bebido.
es escritor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.