Un plebiscito permanente
La instituci¨®n mon¨¢rquica choca frontalmente con los dos principios b¨¢sicos sobre los que se ha articulado el Estado constitucional contempor¨¢neo: el principio de igualdad y el car¨¢cter representativo de todo poder pol¨ªtico. Si hay algo que el Estado constitucional no puede tolerar es que "jur¨ªdicamente" se configuren distintas categor¨ªas de individuos jer¨¢rquicamente ordenados; para evitarlo impone la equiparaci¨®n de todos ellos como ciudadanos. Pero adem¨¢s el Estado constitucional exige que su manifestaci¨®n de voluntad se reconduzca permanentemente a lo que dichos ciudadanos, bien directamente bien a trav¨¦s de sus representantes, establezcan. Por eso el Estado constitucional es ante todo un poder pol¨ªtico igualitario y representativo.Esta es la raz¨®n por la que la monarqu¨ªa como forma pol¨ªtica es, desde la instauraci¨®n del Estado constitucional, una especie bajo amenaza permanente de extinci¨®n. En ¨²ltima instancia, el Estado constitucional no es m¨¢s que un proyecto de ordenaci¨®n racional del poder y en el mismo no tiene cabida una magistratura de tipo hereditario.
La monarqu¨ªa, como forma pol¨ªtica del Estado constitucional, no tiene ni puede tener una justificaci¨®n de tipo racional, sino que tiene una justificaci¨®n puramente hist¨®rica. Es una consecuencia- del peso de la instituci¨®n mon¨¢rquica en el proceso de formaci¨®n del, Estado-nacional en el continente europeo. Por eso, a pesar de que la Revoluci¨®n fue fundamentalmente antimon¨¢rquica "en los principios", no fue capaz de serlo "institucionalmente". En la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX una forma pol¨ªtica no mon¨¢rquica resultaba sencillamente inimaginable.
Esta contradicci¨®n "principal e institucional" ha marcado la evoluci¨®n de todas las monarqu¨ªas europeas sin excepci¨®n, resolvi¨¦ndose adem¨¢s siempre a favor del primer t¨¦rmino de la contradicci¨®n y en contra del segundo. Al menos en un doble sentido:
En primer lugar, aquellas monarqu¨ªas que no supieron adaptarse institucionalmente a los nuevos principios, esto es, aquellas monarqu¨ªas que no supieron convertirse a lo largo del siglo XIX en monarqu¨ªas parlamentarias resultaron incompatibles con el tr¨¢nsito del Estadoliberal al democr¨¢tico, siendo barridas por la historia. Es el caso de las monarqu¨ªas autoritarias centroeuropeas, de la rusa o de la italiana y la espa?ola, aunque esta ¨²ltima tendr¨ªa una nueva oportunidad, a diferencia de las dem¨¢s.
En segundo lugar, las monarqu¨ªas que supieron adaptarse, y consiguieron de esta manera sobrevivir a la marea democr¨¢tica del 17, han experimentado un proceso de democratizaci¨®n sui g¨¦neris que las hace depender cada vez menos de su car¨¢cter hereditario y, por tanto, de su legitimidad hist¨®rica, y m¨¢s de su aceptaci¨®n por la opini¨®n p¨²blica. La monarqu¨ªa es, pues, una anomal¨ªa hist¨®rica que ha tenido que ser corregida por el Estado constitucional, bien mediante su supresi¨®n pura y simple, bien mediante el sometimiento de la misma de una manera peculiar a ese axioma del constitucionalismo democr¨¢tico seg¨²n el cual "todo poder procede del pueblo".
Dentro de esta tendencia general, el caso de B¨¦lgica es posiblemente el m¨¢s expresivo. La experiencia mon¨¢rquica belga es una especie de laboratorio privilegiado en el que se puede contemplar la evoluci¨®n de esa contradicci¨®n principal e institucional desde la Revoluci¨®n hasta nuestros d¨ªas.
El punto de partida fue muy favorable. Aunque B¨¦lgica como Estado nace en el primer tercio del siglo XIX, se constituye desde sus or¨ªgenes en el modelo del constitucionalismo mon¨¢rquico del siglo XIX. La Constituci¨®n belga de -18 31 es el documento a trav¨¦s del cual se produjo la importaci¨®n de la monarqu¨ªa parlamentaria en el continente. Su evoluci¨®n posterior parec¨ªa ser tambi¨¦n la mejor prueba de la aclimataci¨®n de dicha forma pol¨ªtica en la Europa continental. Con retoques conducentes casi exclusivamente a hacer posible el sufragio universal, la Constituci¨®n resisti¨® no s¨®lo todo el siglo, sino que soport¨® tambi¨¦n el terremoto del final de la Primera Guerra Mundial e incluso las dificultades del periodo de entreguerras. La monarqu¨ªa como forma pol¨ªtica del Estado parec¨ªa estar por encima de toda discusi¨®n.
Y, sin embargo, no ser¨ªa as¨ª. La monarqu¨ªa belga se ver¨ªa afectada de manera profunda, en las ¨²ltimas d¨¦cadas por tres de los procesos hist¨®ricos que m¨¢s han influido en los Estados europeos occidentales del siglo XX: el fascismo, la descolonizaci¨®n y la tendencia imparable a la descentralizaci¨®n del poder.
El primero afect¨® de tal manera a la monarqu¨ªa que hubo de procederse a una refundaci¨®n de la misma. El refer¨¦ndum de 1950 confirmar¨ªa la voluntad de la sociedad belga de mantenerla como forma pol¨ªtica del Estado, aunque en el mismo se evidenciaron quiebras profundas entre las comunidades flamenca y valona, que no han hecho sino acrecentarse desde entonces.
Pero ser¨ªa sobre todo el proceso de descolonizaci¨®n el que romper¨ªa el equilibrio sobre el que hab¨ªa descansado la convivencia en B¨¦lgica, poniendo fin a la cohesi¨®n social y pol¨ªtica que hab¨ªa presidido los primeros 130 a?os de su historia como pa¨ªs. La p¨¦rdida del Congo y el repliegue sobre s¨ª misma acentuar¨ªan las tendencias centr¨ªfugas en la sociedad belga, tendencias que se han pretendido canalizar a trav¨¦s de sucesivas reformas constitucionales, que van aproximando cada vez m¨¢s a B¨¦lgica a un modelo confederal m¨¢s que federal, sin que pueda descartarse la separaci¨®n pol¨ªtica de las dos comunidades que han constituido B¨¦lgica hasta hoy.
As¨ª pues, la monarqu¨ªa belga, si bien disfrut¨® de un periodo de aclimataci¨®n favorable, en el que la contradicci¨®n principal e institucional de la Revoluci¨®n fue asimilada de manera ha tenido que poco conflictiva hacer frente, a lo largo de los ¨²ltimos 50 a?os, a las circunstancias m¨¢s adversas para cualquier relgimen mon¨¢rquico de toda Europa occidental.
En este proceso la monarqu¨ªa se ha transformado profundamente, convirti¨¦ndose en una instituci¨®n enormemente dependiente de la opini¨®n p¨²blica del pa¨ªs.
Esto es lo m¨¢s llamativo y lo que necesita ser resaltado. Una instituci¨®n cuya utilidad resid¨ªa, inicialmente, en su car¨¢cter hereditario, esto es, en el hecho de que, al estar garantizada la jefatura del Estado por un orden de sucesi¨®n perfectamente definido, la primera magistratura del pa¨ªs quedaba a cubierto de los vaivenes de la opini¨®n p¨²blica, convirti¨¦ndose de esta manera en un s¨ªmbolo de la unidad y permanencia del Estado, ha pasado a tener una justificaci¨®n completamente opuesta.
Justamente porque la monarqu¨ªa es una magistratura hereditaria, porque el monarca no puede ser desalojado de la jefatura del Estado cada cuatro o cinco a?os, es por lo que la exigencia de su aceptaci¨®n cotidiana por la opini¨®n p¨²blica se acent¨²a todav¨ªa m¨¢s que respecto de las magistraturas elegidas (aunque de forma distinta, por supuesto). El elemento personal, que es del que se pretend¨ªa prescindir al instaurarla monarqu¨ªa como forma de Estado y del que de hecho se ha venido prescindiendo hasta hace poco, se ha convertido en un elemento de capital importancia en la monarqu¨ªa de este final de siglo. En la belga y en todas.
Aquellas monarqu¨ªas en las que los ocupantes del trono no sepan estar a la altura de lo que la opini¨®n p¨²blica espera de ellas van a tener enormes dificultades, como m¨ªnimo, para subsistir. La monarqu¨ªa como naci¨®n, en la famosa definici¨®n de Renan, se est¨¢ convirtiendo, si no se ha convertido ya, en un plebiscito permanente.
El rey Balduino ha ganado este plebiscito con holgura a lo largo de sus 42 a?os de reinado en circunstancias nada f¨¢ciles. Queda por ver si su heredero es capaz de seguir gan¨¢ndolo. El futuro de B¨¦lgica como Estado depende en buena medida de ello.
Javier P¨¦rez Royo es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.
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