La sombra del ¨¢guila (10)
El puente del Beresina
Fue un largo camino y una larga agon¨ªa. El 326 se hab¨ªa ido diluyendo a retaguardia en el barro, la nieve y la sangre desde aquella noche del incendio, cuando el capit¨¢n Garc¨ªa cambi¨® unas palabras con el Enano en las murallas del Kremlin. Incapaz. de sostenerse en la ciudad, con el invierno encima, el Ilustre convoc¨® a sus mariscales y generales para tocar retirada, o sea, caballeros, a casita que llueve. Y empez¨® el v¨ªa crucis: 300.000 hombres, de los que una tercera parte eran aliados de Francia, enrolados en la Grande Arm¨¦e de grado o por fuerza, iban a quedarse en el camino, jalonando aquella inmensa agon¨ªa con nombres de resonancia b¨¢rbara: Winkowo, Jaroslawetz, Wiasma, Krasnoe, Beresina. Columnas de rezagados, combates a quemarropa en la nieve, hordas cosacas acuchillando a espectros en retirada, demasiado embrutecidos por el fr¨ªo, el hambre y el sufrimiento para oponer resistencia, as¨ª que puede irse usted directamente al carajo, mi coronel, no pienso dar un paso m¨¢s, etc¨¦tera. Batallones exterminados sin piedad, pueblos ardiendo, animales sacrificados para comer su carne cruda, compa?¨ªas enteras que se tend¨ªan exhaustas en la nieve y ya no despertaban jam¨¢s. Y mientras camin¨¢bamos sobre los r¨ªos helados, envueltos en harapos, arrancando las ropas a los muertos, pasando junto a hombres sentados inm¨®viles y r¨ªgidos, con los copos de nieve cubri¨¦ndolos lentamente como estatuas blancas, el aullido de los lobos nos segu¨ªa a retaguardia, ceb¨¢ndose con los cuerpos que dej¨¢bamos atr¨¢s en la retirada.Un tercio de los soldados de la Grande Arm¨¦e no ¨¦ramos franceses, sino espa?oles, alemanes, italianos, holandeses, polacos. Algunos consiguieron largarse. Muchos compatriotas del regimiento Jos¨¦ Napole¨®n lograron escabullirse en la retirada y terminaron alistados en el Ej¨¦rcito ruso, donde, con el. tiempo, tuvieron ocasi¨®n de devolverles ojo por ojo a los antiguos aliados gabachos. Otros desaparecieron por las buenas, perdido su rastro para siempre entre los fugitivos, los rezagados y los muertos; cayeron prisioneros o fueron fusilados por los franchutes en los primeros momentos del desastre, cuando a¨²n se intentaba mantener cierta apariencia de disciplina. En cuanto al 326 de L¨ªnea, los azares del destino y de la guerra nos impidieron repetir el intento de deserci¨®n en los primeros momentos de la retirada. Despu¨¦s, cuando todo empez¨® a desmoronarse y aquello se convirti¨® en una merienda de negros, los merodeadores rusos, la caballer¨ªa cosaca y el odio de la poblaci¨®n civil que dej¨¢bamos atr¨¢s desaconsejaban alejarnos del grueso del ej¨¦rcito. En nuestra misma divisi¨®n, los efectivos de un batall¨®n italiano que intent¨® entregarse a los cosacos fueron degollados, desde el comandante al cometa, sin darles tiempo a ofrecer explicaciones.
Una vez, en el camino de Kaluga, cre¨ªmos llegada la ocasi¨®n. Llov¨ªa a mantas como si se hubieran abierto de golpe todas las compuertas del cielo, r¨ªos de agua repiqueteando en los charcos y el barro del camino donde nos hund¨ªamos hasta los tobillos. El d¨ªa anterior hab¨ªamos intercambiado disparos con infanter¨ªa ligera rusa que se mov¨ªa por nuestro flanco, e hicimos algunos prisioneros, as¨ª que, aprovechando la lluvia y la confusi¨®n de la jornada, al capit¨¢n Garc¨ªa se le ocurri¨® utilizarlos para que aclarasen el asunto a sus compatriotas y ¨¦stos nos recibieran con los brazos abiertos en vez de a tiros. As¨ª que Garc¨ªa convoc¨® a dos de los prisioneros, un comandante y un teniente joven, y les explic¨® nuestro plan. Los Iv¨¢n dijeron que s¨ª, que vale, que de acuerdo, y nos pusimos en marcha bajo la lluvia, por el camino que conduc¨ªa a trav¨¦s de un bosque espeso y embarrado. Todo fue de maravilla hasta que se nos acab¨® la suerte, y en lugar de encontramos con tropas regulares rusas fuimos a darnos de boca con una horda de caballer¨ªa cosaca que no dio tiempo ni a decir tovarich. Nos cargaron por todos lados, gritando como salvajes, con los caballos chapoteando en el barro. Al comandante ruso se lo cepillaron a las primeras de cambio, en el barullo, y en cuanto al teniente, sali¨® por piernas y no volvimos a verlo m¨¢s. Aquello termin¨® en un sucio combate entre los ¨¢rboles, ya saben, pistoletazos a bocajarro y sablazos, bang-bag y zazas dale que te pego, con los ruskis yendo y viniendo mientras nos ensartaban con aquellas jodidas lanzas, suyas tan largas. El caso es que perdimos 20 hombres en la escaramuza, y salvamos la piel porque unos h¨²sares que andaban cerca acudieron a echamos una mano y pusieron en fuga a los Iv¨¢n.
Ya fuera por casualidad, o bien porque los h¨²sares vieron algo extra?o en la situaci¨®n y transmitieron sus sospechas, a partir de entonces nos vimos mucho m¨¢s vigilados por los franchutes. Dejaron de asignamos misiones que nos alejaran. del grueso de la tropa, al 326 se le manten¨ªa siempre entre otras unidades gabachas que hac¨ªan imposible cualquier nuevo intento de pasarnos al enemigo.
Despu¨¦s vino la nieve, y el hielo, y el desastre. Los trescientos y pico espa?oles que hab¨ªamos salido de Mosc¨² con el 326 quedamos reducidos a la mitad entre Sinolensko y el Beresina. Cada amanecer, el capit¨¢n Garc¨ªa, con un gorro cosaco de piel en la cabeza y estalactitas de escarcha en sus patillas y bigote, nos levantaba a patadas del suelo helado: "Arriba, joder, en pie, maldita sea vuestra estampa, idiotas, si os qued¨¢is ah¨ª estar¨¦is muertos dentro de un par de horas, o¨ªd c¨®mo a¨²llan los lobos oliendo el desayuno. Arriba de una vez, pandilla de in¨²tiles, aunque sea a patadas en el culo tengo que devolveros a Espa?a". Algunos, sin embargo, ya no se levantaban, y Garc¨ªa, vencido, sorbi¨¦ndose l¨¢grimas de impotencia y rabia que se le helaban en la cara, ordenaba: "Coged los fusiles y v¨¢monos de aqu¨ª", y la tropa se pon¨ªa en marcha sobre la llanura helada por la que soplaba un viento fr¨ªo como la muerte, dejando atr¨¢s, cada vez, cuatro o cinco bultos inm¨®viles en la nieve. Camin¨¢bamos ap¨ª?ados, inclinados hacia adelante, entornados los ojos para no quedar cegados por el resplandor blanco que nos quemaba los p¨¢rpados. Y al cabo del rato escuch¨¢bamos a los lobos aullar de placer, disfrutando el fest¨ªn que les abandon¨¢bamos a nuestra espalda.
Una vez, la ¨²ltima que lo vimos, lleg¨® el Enano cabalgando junto a nosotros. Ya nadie en lo que quedaba del Ej¨¦rcito franchute levantaba el chac¨® para gritar: ?viva el emperador! y todo eso, sino que se le acog¨ªa en todas partes con un hosco silencio. Los del 326 est¨¢bamos en un pueblo quemado hasta los cimientos, buscando in¨²tilmente algo de comida entre los tizones que negreaban en la nieve cuando apareci¨® con varios oficiales de su Estado Mayor y una escolta de la Guardia. Ya no estaban all¨ª el mariscal Leloup ni el general Alaix: el primero cay¨® prisionero de los rusos en Mojaisk, y el segundo hab¨ªa tartamudeado un ¨²ltimo po-pod¨¦is iros a la mi-mierda, Sire, antes de salir de la fila, sentarse bajo un abedul y saltarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. El caso es que el Enano se dej¨® caer por all¨ª, junto a aquel pueblo calcinado, y le pregunt¨® al capit¨¢n Garc¨ªa c¨®mo se llamaba el lugar. Por supuesto que no reconoci¨® al 326, hab¨ªa pasado mucho tiempo desde Sbodonovo y la muralla del Kremlin, y adem¨¢s a
La sombra del ¨¢guila
Garc¨ªa o a cualquiera de los que segu¨ªamos vivos no nos hubiera reconocido en ese momento ni la santa madre que nos pari¨®. El asunto es que Garc¨ªa se qued¨® mirando al Petit Cabr¨®n sin responder, all¨ª de pie en el suelo helado, peque?o y cetrino, con su gorro de cosaco y sus negros bigotes helados.-?No has o¨ªdo la pregunta, soldado? -insisti¨® el Enano.
Garc¨ªa se encogi¨® de hombros. Los que estaban cerca de ¨¦l juran que se re¨ªa entre dientes.
-No s¨¦ c¨®mo se llama el pueblo -dijo- Ni lo s¨¦ ni me importa.
No a?adi¨® Sire ni vuecencias en vinagre. Lo que hizo fue sacar del bolsillo su legi¨®n de honor, aquella que el Ilustre le hab¨ªa colgado al cuello en el Kremlin, y arrojarla a sus pies, sobre la nieve. Un coronel de la Guardia hizo adem¨¢n de sacar el sable de la vaina, pero el Enano lo detuvo con un gesto. Miraba a nuestro capit¨¢n como si su rostro le fuera familiar, esforz¨¢ndose in¨²tilmente por reconocerlo, hasta que al fin se dio por vencido, volvi¨® grupas y se alej¨® con su escolta.
-Hijo de puta -dijo Garc¨ªa entre dientes, mientras el Petit Cabr¨®n sal¨ªa para siempre de nuestras vidas. Y ¨¦se fue su ¨²ltimo parte de guerra.
Proseguimos la marcha hacia el oeste. Ya apenas quedaban caballos. Algunos regimientos se reduc¨ªan a unas docenas de hombres, y los mariscales y generales caminaban a pie, como la tropa, empu?ando el fusil para defenderse del merodeo de los cosacos. Oficiales y soldados desertaban por la v¨ªa r¨¢pida, o sea, peg¨¢ndose un tiro, mientras centenares de infelices avanzaban rezagados, sin armas, y a veces los Iv¨¢n eran tan osados que llegaban hasta nosotros y se cargaban a alguno de un lanzazo o lo sacaban fuera de las filas para rematarlo a golpes de sable y apoderarse de lo que llevara encima, mientras el resto segu¨ªa caminando, embrutecidos e indefensos como un reba?o de ovejas camino del matadero. A finales de noviembre, las unidades con capacidad de combatir en buen orden eran muy pocas en el Ej¨¦rcito franc¨¦s. Y as¨ª llegamos a las orillas del Beresina.
La cuesti¨®n era simple. Los rusos intentaban cortar all¨ª nuestra retirada, y durante tres d¨ªas peleamos por salvar el pellejo contra un ej¨¦rcito enemigo que atacaba de frente para estorbar el paso, y contra otro que nos acomet¨ªa por la espalda intentando empujarnos a las al aguas del r¨ªo. Un centenar de pontoneros gabachos, metidos en el agua hasta la cintura y rompiendo el hielo a hachazos, mantuvo en funcionamiento varios puentes de madera por los que, de modo casi milagroso, buena parte del Ej¨¦rcito pudo ponerse a salvo. En cuanto a los supervivientes del 326, llegamos a la orilla izquierda del Beresina al atardecer del 28 de noviembre, combatiendo junto a los restos de un regimiento italiano que, sumado nuestro centenar de hombres, apenas totalizaba los efectivos de una compa?¨ªa. A los italianos los mandaba un comandante flaco que muri¨® a media tarde, recayendo el mando en nuestro capit¨¢n. Algunos, italianos incluidos, abog¨¢bamos por tirar las armas y quedamos en la margen izquierda del r¨ªo hasta que los rusos se hicieran cargo del asunto, pero por todas partes encontr¨¢bamos grupos de rezagados que hab¨ªan pensado lo mismo y que estaban siendo acuchillados por los cosacos borrachos de vodka y de victoria, cuyos hurras y pobiedas atronaban la cuenca del Beresina. As¨ª que, tras meditarlo un rato, nuestro capit¨¢n decidi¨® ganar los puentes antes de que los franceses los volaran en nuestras narices.
La noche fue espantosa. Peleamos sin cesar retrocediendo hacia el r¨ªo con los rusos pegados a los talones, pasando entre cad¨¢veres, heridos y agonizantes, carros volcados y cosacos entregados al saqueo y al deg¨¹ello. Masas ingentes de rezagados, centenares de hombres harapientos, vagaban a merced de los ruskis, se calentaban en fogatas de fortuna, palmaban de fr¨ªo sobre la nieve. Y al amanecer, cuando empezaron a volar los puentes, todos aquellos desgraciados parecieron despertar de su letargo y entre gritos se abalanzaron sobre los que quedaban en pie, cruzando mientras estallaban las cargas, pisote¨¢ndose unos a otros para precipitarse entre las llamas y el humo de las explosiones a las aguas heladas del r¨ªo.
Fue la leche. Llegamos al ¨²ltimo puente cuando los zapadores ya prend¨ªan fuego a las mechas de los explosivos. Lo hicimos alejando con las bayonetas a los cosacos que pretend¨ªan cogemos prisioneros, retrocediendo a tropezones sobre los heridos y los muertos que nos obstru¨ªan el paso. Cruzamos el puente pegando tiros casi a ciegas, roncos de desesperaci¨®n y pavor, con el capit¨¢n Garc¨ªa que paraba y devolv¨ªa sablazos con la espalda apoyada en los maderos del lado izquierdo y azuzaba a los rezagados: "Vamos, cag¨¹entodo, vamos, cruzad ya, hijos de la gran puta, cruzad o no volver¨¦is a casa jam¨¢s, cruzad antes de que el diablo nos lleve a todos". Y un peque?o grupo congregado a su alrededor, gritanto ?Vaspa?a!, ?Vaspa?a! para reconocernos unos a otros en mitad de aquella locura, bayonetazo va y bayonetazo viene, y la artiller¨ªa ruski raaas-saca-bum y la metralla zumbando por todas partes, y los cosacos, ?hurra, pobieda! clav¨¢ndonos las lanzas y degollando a mansalva, en una org¨ªa de vodka y sangre. Y M¨ªnguez disparando pistoletazos mientras le tiraba a Garc¨ªa de la manga, "vamos para atr¨¢s, que est¨¢n ardiendo las mechas, mi capit¨¢n", ?Vaspa?a!; "eso es, mi capit¨¢n, vamos a Espa?a de una puta vez". Y en esto, de pronto, m¨¢s cosacos que llegan y se amontonan en el lado izquierdo del puente, y el capit¨¢n, con un sablazo en la cara, la hemorragia chorre¨¢ndole por las patillas y el mostacho, "esto se acaba, hijos m¨ªos, corred, salid de aqu¨ª, corred, maldita sea mi sangre". Y los ¨²ltimos echamos a correr y ¨¦l nos sigue cojeando, apoy¨¢ndose en M¨ªnguez, que lo sostiene con una mano mientras en la otra lleva una bayoneta. ?Vaspa?a! ?Vaspa?a! Y M¨ªnguez nos grita: "Esperad, hijos de puta, no pod¨¦is dejar aqu¨ª al capit¨¢n, esperad", y de pronto ya no puede m¨¢s y deja caer sentado al capit¨¢n y se vuelve hacia los cosacos empu?ando la bayoneta. Y los ¨²ltimos del 326, que ya ganamos la otra orilla, nos volvemos a mirar por ¨²ltima vez a M¨ªnguez de pie entre la humareda de p¨®lvora, en mitad del puente, las piernas abiertas con desaf¨ªo y el capit¨¢n Garc¨ªa agonizando abrazado a una de ellas. A M¨ªnguez, que est¨¢ vuelto hacia los cosacos, a los que corta el paso y grita ?Vaspa?a! mientras le hunde la bayoneta a uno de ellos en la garganta y los dem¨¢s le caen todos encima, y en esto que el puente salta por los aires bajo sus pies y M¨ªnguez se larga, con su capit¨¢n, derecho a ese cielo donde van, con dos cojones, los maricones de San Fernando que tambi¨¦n son pobres soldaditos valientes.
Dos a?o y medio depu¨¦s del incendio de Mosc¨², exactamente la tarde del ¨²ltimo d¨ªa del mes de abril de 1815, once hombres con una vieja guitarra cruzaron la frontera entre Francia y Espa?a, por Hendaya. Algunos llevaban hatillos al hombro y a¨²n pod¨ªan reconocerse, en sus ropas hechas jirones, los restos azules del uniforme franc¨¦s. Caminaban con los pies envueltos en botas destrozadas y harapos. Enflaquecidos y exhaustos, barbudos, sucios, parec¨ªan una manada de lobos vagabundos y acosados, en busca de un lugar donde refugiarse, o donde morir.
Caminaban en grupos de dos o tres, con alg¨²n rezagado. Ca¨ªa un sol de justicia, y los aduaneros franceses, protegidos bajo la garita sobre la que ondeaba la flor de lis de los reci¨¦n restaurados Borbones, los dejaron pasar con indiferencia al cabo de un breve di¨¢logo del tipo: mira, Dupont, ah¨ª viene otro grupo, creo que no merece la pena pedirles papeles, ya se las entender¨¢n con los de la aduana espa?ola. Y les permitieron seguir adelante, moviendo, despectivos, la cabeza hasta que se perdieron de vista. Ni eran los primeros, ni ser¨ªan los ¨²ltimos. Tras la ca¨ªda del monstruo, confinado ahora en la isla de Elba, los caminos de Europa estaban llenos de emigrados, antiguos prisioneros y soldados que regresaban a casa. Aquellos once escu¨¢lidos fantasmas con las enc¨ªas ro¨ªdas por el escorbuto y ojos enrojecidos por la fiebre eran cuanto quedaba en pie del segundo batall¨®n del 326 Regimiento de Infanter¨ªa de L¨ªnea, despu¨¦s de Sbodonovo.
El sol ca¨ªa vertical en el camino de Hendaya a Ir¨²n. Pedro el cordob¨¦s levant¨® la cabeza, palp¨¢ndose la venda mugrienta que le cubr¨ªa la cuenca del ojo perdido en el cruce del Beresina, y pregunt¨® si ya estaban en Espa?a. Alguien dijo que s¨ª, se?alando una garita en la revuelta del camino, desde la que dos amenazantes carabineros los miraban acercarse, observando con creciente desconfianza el aire franc¨¦s de sus destrozados uniformes. Entonces Pedro el cordob¨¦s desat¨® la guitarra de su espalda y, concierta dificultad porque le faltaba una cuerda, puls¨® unas notas que sonaron, apagadas y tristes, en el aire caliente de la tarde. (Fin)
A partir de ma?ana, Viaje a Sarajevo, de Juan Goytisolo.
Durante la campa?a de Rusia, en un combate adverso para las tropas napole¨®nicas, un batall¨®n de ex prisioneros espa?oles, capturados en Dinamarca y enrolados a la fuerza en el Ej¨¦rcito franc¨¦s, intenta desertar. Un equ¨ªvoco hace que el emperador tome su movimiento por un ataque heroico y env¨ªe tropas en su socorro. Eso permite a Napole¨®n ganar una batalla que daba por perdida. Los franceses entran en Mosc¨², que es incendiado por los rusos en retirada.
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