Alexandr Rutsk¨®i: "No he dado orden de asaltar los edificios del Kremlin y de la televisi¨®n"
"Rustk¨®i desea hablar con los periodistas extranjeros". M¨¢s que un ofrecimiento, es un ruego. Lo dice con acento desesperado una mujer con un abrigo rojo en la puerta de la Casa Blanca. Acceder a su deseo parece una locura: en este momento, a las 14.30, decenas de hombres salen del Parlamento con las manos en alto y los paracaidistas de Bor¨ªs Yeltsin controlan a la muchedumbre disparando al aire r¨¢fagas de ametralladora. Pero a pesar de nuestra gran incredulidad, la seguimos dos: Paolo Valentino, del Corriere della Sera, y yo; y los soldados, en la confusi¨®n general, nos dejan pasar. En una breve entrevista, el vicepresidente Alexandr Rutsk¨®i niega que hubiera dado la orden de asaltar el Kremlin y la televisi¨®n el domingo.
Subimos por una estrecha escalera llena de restos de proyectiles, m¨¢scaras antig¨¢s, cascos manchados de sangre. En el primer piso, dos soldados tumbados detr¨¢s de un sof¨¢, con los fusiles empu?ados, nos advierten: "Cuidado, all¨¢ arriba se sigue disparando". Pero como no o¨ªmos disparos continuamos nuestro camino. Hay trozos de cristal de las ventanas por todas partes, muebles en llamas, paredes agujereadas por los proyectiles. En el piso cuarto, una placa en una puerta: "Alexandr Rutsk¨®i". El despacho est¨¢ desierto. Veo la chaqueta del presidente rebelde colgada en una percha, la litera en la que ha dormido, un plato con los restos de su ¨²ltima comida. Pasan enfermeros con las camillas, hombres con uniforme y de paisano con armas. Como es l¨®gico, no preguntamos si est¨¢n con Yeltsin o con Rutsk¨®i. Es como estar en una especie de tierra de nadie, en la que reina, curiosamente, una calma absoluta.
Despu¨¦s, una puerta doble semicerrada y un pasillo oscuro. Hay s¨®lo un joven, desarmado y aterrorizado, que monta guardia. %Quieren hablar con Rutsk¨®i?", pregunta. "Est¨¢ all¨ª abajo". Hay una luz al final del pasillo. "?Vamos?", pregunto.
Pregunta. ?Tiene pruebas reales de que quieren matarle?
Respuesta. Tengo las cintas registradas. He o¨ªdo dar la orden al ministro del Interior, Yerin.
P. General, ?d¨®nde est¨¢ Jasbul¨¢tov?
Jasbul¨¢tov, p¨¢lido
Rutsk¨®i se asoma a una puerta. "Ven, Ruslan". El presidente del Parlamento lleva impermeable blanco, chaqueta, corbata no del todo anudada. Est¨¢ palid¨ªsimo: como si la muerte estuviera escrita en su rostro. Nos saluda con una sonrisa nerviosa. "Es una tragedia", dice. "Vean ustedes mismos lo que han hecho. Miren c¨®mo han destruido el Parlamento de Rusia. Observen la cantidad de muertos". Baja la mirada, confundido. Hay un momento de silencio. Y despu¨¦s, como si se tratara de un rodaje cinematogr¨¢fico invisible, resuenan dos ca?onazos que hacen temblar el edificio, mezclados con continuas r¨¢fagas de las ametralladoras. Pero en la lejan¨ªa, y en el despacho de Rutsk¨®i nadie se mueve.
P. ?Qu¨¦ piden a los diplom¨¢ticos extranjeros, se?or Jasbul¨¢tov? ?Asilo pol¨ªtico? ?Quieren refugiarse en las embajadas extranjeras? ?Quieren que los embajadores les vengan a rescatar aqu¨ª dentro?
R. No. S¨®lo pedimos rendirnos bajo su protecci¨®n. Con su garant¨ªa. Pedimos que se garantice la incolumidad a todos nosotros, a Alexandr Rutsk¨®i y a m¨ª, a los hombres que est¨¢n aqu¨ª con nosotros, a las mujeres, a los heridos, a los ni?os.
No vemos ni mujeres ni ni?os en este b¨²nker sin defensas en el que un comando de profesionales podr¨ªa penetrar sin demasiado esfuerzo. En cualquier momento. Incluso ahora.
P. ?Est¨¢n negociando con Yeltsin? ?Han propuesto las condiciones para rendirse?
R. Yo he hablado con Zorkin [el jefe del Tribunal Constitucional] (afirma Jasbul¨¢tov). EF diputado Oleg est¨¢ en contacto con Lobov [secretario del Consejo de Seguridad ruso], que le ha prometido que habr¨¢ una negociaci¨®n. Pero no estamos seguros. Por lo que pedimos la intervenci¨®n de los embajadores occidentales.
Rutsk¨®l enciende un Mar1boro. Traga el humo con intensidad. "Han dicho que aqu¨ª dentro hay drogados, borrachos, delincuentes, personas enloquecidas. ?Ven aqu¨ª a alguien que responda a esa descripci¨®n? Ha sido un ataque criminal. Hay m¨¢s de quinientos muertos dentro del edificio del Parlamento. Y el motivo de esta carnicer¨ªa es que Bor¨ªs Yeltsin no ha ordenado atacar a las tropas, al Ej¨¦rcito, sino a los cuerpos especiales del alcalde de Mosc¨², a la guardia del Kremlin, gente que dispara s¨®lo para matar".
P. Pero usted tambi¨¦n, general, ha dado orden de disparar. Ayer orden¨® atacar la televisi¨®n, la sede del Ayuntamiento, el Kremlin...
R. No es verdad (contesta Rutsk¨®i). Es una mentira. No he dado ninguna orden de este tipo. La gente ha asaltado de forma espont¨¢nea la televisi¨®n, los personas que se hab¨ªan manifestado durante todo el d¨ªa por las calles de Mosc¨².
Todos somos culpables"
P. Pero eran los mismos que han defendido la Casa Blanca durante estos d¨ªas. Y entre ellos hay grupos de fascistas, ultranacionalistas, estalinistas decididos a hacer cualquier cosa. ?No lo sab¨ªan?
R. Han venido a defender el Parlamento personas de todo tipo (declara el general Rutsk¨®i). No pod¨ªamos rechazarlos. No pod¨ªamos controlar lo que hac¨ªan. Y por encima de sus diferentes ideolog¨ªas son, sobre todo, personas que se oponen a las maniobras anticonstitucionales de Yeltsin.
P. Pero usted, se?or Jasbul¨¢tov, ?no se siente un poco responsable de lo que ha pasado?
R. Somos todos un poco culpables. Pero juzguen ustedes qui¨¦n es el que se ha manchado las manos con tanta sangre.
P. ?No se sienten corresponsables de esta sangre?
R. ?Sabe por qu¨¦ quiero salir vivo de aqu¨ª? (interviene Rutsk¨®i). Para contar c¨®mo han sucedido las cosas realmente en esta batalla. Cuando las tropas de Yeltsin han entrado en el edificio, han empezado a disparar indiscriminadamente. Nosotros hemos disparado solamente para responder, para defendernos. ?Cree que ha sido f¨¢cil permanecer aqu¨ª dentro, bajo las bombas?
No, claro. Ha debido ser horrible. Estos dos hombres hasta hace poco tan poderosos, estos dos l¨ªderes que han desafiado a Yeltsin, ahora mueven a compasi¨®n. Podr¨ªan morir de un momento a otro. Lo saben. Y quieren seguir vivos de modo desesperado. Miro el reloj. Ha pasado una media hora aproximadamente. ?Cu¨¢nto durar¨¢ todav¨ªa la calma en el cuarto piso de la Casa Blanca?
Miedo
P. General Rutsk¨®i, usted ha combatido en Afganist¨¢n, su avi¨®n fue derribado. Ha sido prisionero de los muyahidin, ha arriesgado la vida muchas veces. ?Ha tenido miedo de morir hoy? ?Tiene miedo en este momento?
Rustk¨®? enciende otro cigarrillo. Se pasa la mano por el pelo, por el rostro sudado.
R. No tengo miedo por m¨ª. Tengo miedo por los que me apoyan. Mi madre est¨¢ muerta, me quedan s¨®lo dos hermanos y est¨¢n aqu¨ª, conmigo, en el Parlamento. No quiero que mueran de esta forma. Tengo miedo por mi mujer, Ludmila, y por mis hijos: no quiero que se queden solos. Por esto quiero vivir.
Ha llegado el momento de irse del b¨²nker del cuarto piso. Jasbul¨¢tov entra en otra habitaci¨®n. Rutsk¨®i nos mira fijamente a los ojos: "Son italianos, ?verdad? Hablen con su embajador. D¨ªganle que nos ayuden. Es nuestra ¨²ltima esperanza". Y se despide de nosotros. Salimos al pasillo oscuro. En la oscuridad se vislumbran en el suelo cuerpos, armas; se oyen lamentos. Seguimos a la mujer rubia que nos ha arrastrado en este viaje por el Parlamento en llamas como si se tratara de un hada. Bajamos las escaleras con dos enfermeros.
Fuera, bajo el sol tibio de este mes de octubre en Mosc¨², se pueden contemplar montones de prisioneros con los brazos en alto. "?C¨®mo est¨¢n las cosas all¨¢ arriba?", pregunta un sargento. " ?Est¨¢ vivo Rutsk¨®i?". "S¨ª, est¨¢ vivo", respondo, "por ahora". "Ese cerdo", comenta el sargento.
No sab¨ªamos, ni yo ni el sargento, que dentro de unas horas Alexandr Rutsk¨®i y Rusl¨¢n Jasbul¨¢tov saldr¨ªan de la Casa Blanca, la sede del Parlamento, detenidos, pero vivos. Gracias tambi¨¦n a la mediaci¨®n de los embajadores occidentales. Desde la explanada, alguien dispara. con una ametralladora y nos tiramos todos al suelo.
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