Goteras entre las teclas
El piano cumple su oficio en los salones y languidece en los viejos bares
No son el caf¨¦ de Rick ni esto, Madrid, es Casablanca. Sin embargo, al menos 20 pianos suenan todas las noches del oto?o-invierno como desafinadas bufandas que protegen o embozan voces alcoh¨®licas, sue?os de sexo y de conquista (modestos, eso s¨ª), y conversaciones de rinconera y mucha entrepierna. Antecedentes raciales del karaoke (asunto que merece cap¨ªtulo aparte, y lo tendr¨¢, Dios mediante), los piano-bar, son a la m¨²sica lo que los calendarios al Museo del Prado, pero, al contrario que ¨¦ste, s¨®lo tienen goteras en el alma.Son muchos, y algunos en franca decadencia que se anuncia en el olor a cocido de la primera planta.
El Tony
Pero nada est¨¢ perdido mientras la nave capitana siga surcando la noche con su fanal encendido y la barra abierta desde el ocaso hasta el alba. Y ah¨ª sigue, en la calle del Almirante, llenando su bodega con lo peor de cada casa: polizones de s¨ª mismos que vienen a beber la cicuta provisional, a so?ar con tocar pelo y a conformarse con el asesinato de una canci¨®n sentimental. Es el Toni's, claro. La versi¨®n ib¨¦rica y fet¨¦n del piano-bar. La m¨²sica surge all¨ª de un extra?o instrumento resultado del apareamiento entre una pianola y un armario en torno al cual, adem¨¢s del ejecutante, se re¨²ne una caterva dulce. Ton?, el patr¨®n, los cuida haciendo gala no s¨®lo de paciencia, sino de misericordia, y ya con las claras del d¨ªa, ayudado por sus b¨¢rmanes de corps recoge los cad¨¢veres, que casi siempre son los mismos: Edit Piaf, Charles Aznavour, Manuel Aceves Mej¨ªas, Concha Piquer, Jorge Negrete, Los Panchos, Lucho Gatica...
En el escal¨®n de los pianos existe una categor¨ªa o premio que, con perd¨®n, parece algo as¨ª como el funcionariado de la tecla. Un poco triste. Son los pianos del hotel. Esos que, generalmente, suenan con horario germ¨¢nico, jamas se acompa?an de voz humana y s¨®lo escuchan unos aplausos ralos de alg¨²n t¨ªmido de provincias. Da igual que el piano si., encuentre bajo la b¨®veda acristalada del Palace, en el rectangular refectorio del Ritz, o en el ¨¢ngulo m¨¢s oscuro de un hotel cualquiera. El piano hostelero no recibe espont¨¢neos, y s¨®lo recuerda que una vez, en una convenci¨®n de corseteros, cant¨® a su lado una gorda de Ponferrada. Hay que citarlos porque no hay hotel que se precie que no tenga, por lo menos, uno. Ser¨¢ por la cosa del patrimonio porque, por lo dem¨¢s, lo mejor en esos sitios suele ser el martini.
Cuentan que el piano del Palace le tira los tejos a un arpa subcontratada en el Ritz, pero s¨®lo son rumores sin fundamento. Para historias de todos los colores, y ver¨ªdicas, las que podr¨ªa contar el piano de Oliver, pero desde los pen¨²ltimos cambios habidos en el local, calla como un convicto siciliano.
Parecido mutismo sufre el piano de Sportman, el pub m¨¢s brit¨¢nico de Madrid. El pobre comenz¨® a vivir rodeado de fotos de Ava Gardner y lleg¨® a convencerse de que era casi el piano de Casablanca. Un buen d¨ªa, el pianista, due?o de los cientos de fotos y dedicatorias, decidi¨® fugarse con ellas y dej¨® al piano con las teclas desnudas y sin mito. Desde entonces no levanta cabeza.
Entre las historias con piano que se suceden todas las noches en Madrid, merece recordarse una de piano ilustre. Sucedi¨® en la residencia de estudiantes, lugar que alberga, entre otros tesoros y memorias, un piano que fue pulsado, entre otros, por Federico Garc¨ªa Lorca y Stravinsky. Una noche en la que, al parecer, nada ten¨ªa que pasar, se juntaron en el sal¨®n Olga Orozco y Daniel Devoto, poeta y m¨²sico, viejos amigos, se animaron a cantar y a tocar.
Escuchar los tangos de la voz ronca de una de las mejores voces po¨¦ticas de Am¨¦rica, acompa?ada por el disc¨ªpulo de Satie, fue un momento m¨¢gico. Despu¨¦s, Devoto comenz¨® a interpretar a su maestro y los que all¨ª estaban quedaron prendados de las notas hasta casi el amanecer. El viejito, menudo como un alfiler, continuaba tocando incansable. Cuando decidi¨® terminar y terminaron los aplausos, se volvi¨® con sus gafas de mil aumentos y dijo: "Nada era de Satie". Hab¨ªa estado improvisando toda la noche.
Al d¨ªa siguiente, al comentarle a Olga lo extraordinario de aquellas horas y el talento de Devoto, contest¨®: "No te enga?es, Daniel era una parte del piano. Era Satie quien tocaba". Ella es la bruja.
Otros muchos pianos suenan en la noche de Madrid. Todos con su historia. Existen, incluso, algunos admiradores que permanecen mudos. En todo caso, si en su bar favorito entra alguna vez un piano, at¨¦ngase a las consecuencias, siempre pasan cosas.
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