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ANTONIO P?REZ-RAMOS El cielo derruido

A mi padre.

Tras largos a?os de incuria, reparaciones interrumpidas y, al fin, restauraci¨®n con ayuda finesa, el imponente edificio modernista del Hotel Metropol vuelve a abrir sus lujosas puertas en una esquina de la plaza del Bolsh¨®i, enfrente del monumento a Carlos Marx. La extranjerizante finura del art nouveau se prolonga hasta un aparcamiento privado, con fornidos custodios, cerca ya de la Plaza Roja y frontero a unos jardines que son lugar de encuentro tradicional de los j¨®venes sordomudos de Mosc¨². El Hotel Metropol es, a buen seguro, uno de los pocos centros reales de poder en la Rusia de hoy, consumado ya el tiempo de la contemplaci¨®n del Mausoleo de Lenin y del Kremlin como fascinante cristalizaci¨®n simb¨®lica de todo un sistema piramidal de dominio. Ahora, aqu¨ª y all¨¢, las decisiones del Fondo Monetario Internacional, los acuerdos de la Trilateral, las negociaciones de inversi¨®n y ayuda en cada ministerio, las incesantes intrigas palaciegas y, en fin, el mercadeo con las migajas y despojos hacen asemejar a este pa¨ªs a cualesquier otro de Occidente en un espec¨ªfico punto: a ciencia cierta, no se sabe en d¨®nde mora el poder que puede, el poder de indubitable verdad, aunque siempre sea muy f¨¢cil se?alar a un Parlamento -disuelto o sin disolver- o a la figura multimedi¨¢tica de un proc¨®nsul m¨¢s o menos empinado.El paseante que desciende desde la Lubianka y va siguiendo la fachada del Metropol a lo largo de la avenida de 0j¨®tnyi Riad encontrar¨¢ tambi¨¦n escaparates y vitrinas con ofertas del todo paradisiacas para la imaginaci¨®n rusa. La atenci¨®n puede fijarse ahora en este escaparate de apariencia anodina. ?Qu¨¦ se nos ofrece- ah¨ª? Ni m¨¢s n? menos que la compra de fincas r¨²sticas en la lejana Costa del Sol (Espa?a). Terrenos, apartamentos y casas de lujo, bosquecillos encantados, inversiones para el futuro, bienes tangibles para el presente. La avidez de tierra parece haber despertado un traj¨ªn de mercados for¨¢neos (en Francia, en Holanda, en Suiza ... ) al que el nuevo rico ruso no se sabe resistir. Pero ?qui¨¦n ser¨¢ a la postre ese obsceno individuo? La vieja sospecha de que virtud y riqueza son incompatibles (Plat¨®n, Las leyes, VII, 743 A), o de que ning¨²n hombre justo se ha enriquecido deprisa, no hace sino robustecerse en tierra y tiempos de abandono, mercader¨ªa y pillaje. Si el proverbio est¨¢ en lo cierto, quien tuvo retuvo, ahora es el momento de sacar a la luz golosa toda la "acumulaci¨®n socialista" lograda durante lustros de impunidad y rapi?a legal, cuado la etiqueta pactada entre los guardianes, les vetaba exhibiciones escandalosas. El nuevo rico ruso es, por tanto, un nomenklaturista vicario, con el carn¨¦ y los h¨¢bitos del PCUS grabados, aunque perdidos por alguna sentina de su conciencia. O bien cabe una variedad: nuestro hombre representa ese esp¨¦cimen que el darwinismo social m¨¢s feroz y sanguinario evacua en tiempos de astucia y violencia aunadas. Ah¨ª le tenemos: ?c¨®mo se puede ser millonario en d¨®lares si se parte de la nada en la Rusia de hoy? Evidentemente, las viejas virtudes calvinistas (o weberianas) de ahorro, tenacidad, frugalidad, paciencia, no son aqu¨ª de mucho av¨ªo. El rostro fofo de Yegor parece recordarnos aquella aseveraci¨®n perdida de una ilustraci¨®n: " Las querellas de los te¨®logos se convierten en guerras de can¨ªbales". L¨¦ase "economistas" hoy d¨ªa en vez de "te¨®logos", pues sol¨® ellos poseen las divinas palabras de un saber que genera sacrificios humanos, sobresaltos colectivos y milagrer¨ªa. As¨ª comenzar¨¢ nuestro arcano: la prisa en el disfrute de la carne y la sangre ajenas se traduce en la vulgaridad de esos cuerpos inseguros en sus trajes bien cortados, escocidos en los zapatos hechos a la medida, toscos en sus maneras de mesa y saludo, y con las aficiones del pat¨¢n farol¨®n y craso descubirto en su villan¨ªa: festejos et¨ªlicos y combates de perros con abultadas apuestas.

El vocabulario popular s¨ª ha rusificado hace tiempo el t¨¦rmino business (o sea, biznes); mas a estos hombres de negocios, emprendedores en la trama de la corrupci¨®n, se les suele tildar despectivamente de spekulanty. En cuanto tales, inspiran esa mezcla de aborrecimiento y envidia que todo planteamiento descaradamente selectivista ("aqu¨ª, el que vale sale a flote") genera en las poblaciones horras de otros conceptos de an¨¢lisis, salvo los puramente morales y comunitarios. No obstante, es un secreto a voces para todos que el "capitalismo" ruso es bueno para comprar y vender, mas no para producir nada -a despecho del inmenso potencial cient¨ªfico y t¨¦cnico, en trance hoy de r¨¢pido desmonte, que ofrec¨ªa el pa¨ªs- Pero si el salario de un cient¨ªfico de primer rango en Akaderngorodok (distrito residencial de Novosibirsk, construido para ellos y joya deslumbrante del ya extinto escaparate sovi¨¦tico) es de 50 a 100 d¨®lares mensuales, con lo que ni siquiera puede pagarse un viaje de ida y vuelta a Mosc¨², o una beca oscila entre los cuatro a seis d¨®lares al mes, nadie se extra?ar¨¢ de que una carrera de especulaci¨®n y trapicheo les resulte m¨¢s atractiva a quienes poseen las capacidades y las energ¨ªas requeridas para una producci¨®n racionalizada verdadera. Por eso, el lampista emprendedor diplomado en electr¨®nica, o el taxista o el cerrajero con avales de ingenier¨ªa no son figuras extra?as en Rusia. Algunos analistas se consuelan de sus fracasados pron¨®sticos en materia econ¨®mica con futuribles de escaso fuste: jurar¨¢n, por ejemplo, que el mercado y la trampa siempre preceden a la industria, olvidando que el zoco latinoamericano se vio ahogado por la racionalizaci¨®n manufacturera del Norte sin dificultad alguna: el tenderete parece estar condenado a seguir siendo tenderete, aunque su mercanc¨ªa trueque las alpargatas por los modelos hipermodernos de coches y motos que se ofrecen en algunos acorazados kioscos del centro de Mosc¨². Otros se fijan en los escasos aunque llamativos signos de riqueza visibles en las calles capitalinas y de algunas otras ciudades rusas: los autom¨®viles de lujosas marcas occidentales y matr¨ªcula local -y conjeturan que, como levantan lodo e inmundicia en los charcos, as¨ª tambi¨¦n rociar¨¢n de man¨¢ y solidez financiera al entorno humano del que brotan-. El semanario The Economist del pasado 10 de julio, por ejemplo, se hac¨ªa portavoz de tal enfoque a la par que recordaba que el nivel salarial del ruso medio hab¨ªa ca¨ªdo por debajo del vigente en Indonesia. ?Qu¨¦ privilegiado ejemplo de ese encantado cristal que es la mente del hombre!: el prejuicio economicista, reductor y por tanto deformador, se agarra a cualquier indicio que nos haga sobrellevar enga?o y deslustre. La riqueza en Rusia es una riqueza al estilo del Hotel Metropol y de su suite para Michael Ja¨²kson: un aura imp¨²dica de vuelo homicida que ni fecunda el palsaje ni educa a su habitante en las artes de una econom¨ªa en paz. Las excepciones, como ciertas cooperativas m¨¢s o menos alejadas de los embrollos capitalinos, confirman esta regla, y, a la postre, queda s¨®lo por averiguar, desde esa vitrina que muestra la Costa del Sol espa?ola o los anuncios que nos conminan a ser "verdaderos Pasa a la p¨¢gina siguiente

Viene de la p¨¢gina anterior

hombres" (nastoy¨¢schie muzhschiny) por participar en ¨¦sta o aquella inversi¨®n econ¨®mica, qui¨¦nes han decidido el reparto de los papeles en esta macabra representaci¨®n. ?Puede arriesgarse Occidente a crear aqu¨ª, si las condiciones sociales coadyuvasen a ello, una potencia competidora al estilo de Jap¨®n? La pregunta, ay, no es s¨®lo ret¨®rica, y de lo que se trata ahora, y probablemente se tratar¨¢ despu¨¦s, es de "hacer negocios en Mosc¨²". El pa¨ªs est¨¢ ah¨ª, con sus materias primas, sus industrias delicuescentes, sus obras de arte y, sobre todo, con muchas personas interpuestas que pueden experimentar con la poblaci¨®n ora en un sentido, ora en el otro. De eso s¨ª que hay experiencia. No puedo por menos de reprimir un escalofr¨ªo al imaginarme las conversaciones que aterciopeladamente han llenado y llenar¨¢n las suites de ¨¦ste y parecidos hoteles. Cierto clero marxista internacional acud¨ªa antes aqu¨ª a recibir instrucciones y fondos; la clerigalla hodierna del h¨ªbrido negociante ruso-occidental tiene en qu¨¦ parec¨¦rsele: el muy ponderado Argumenty i fakty (n¨²mero 14, abril de 1993) nos comunicaba que empresas alemanas, americanas, japonesas e incluso polacas y chinas se beneficiaban impunemente de una mano de obra presidiaria estimada en 533.000 personas. La vitrina me reenv¨ªa, con el pensativo rostro, esta inquietante pregunta: ?al cabo se ha cambiado de sistema o se han superado dos formas ya probadas de explotaci¨®n, desm¨¢n y crimen?

Pasado el teatro Bolsh¨®i, enfilo hacia arriba la calle de Pushkin; mas no cejo de darle vueltas a mi propia demanda. Todo es complejo y acuciante, quiz¨¢ ininteligible. Declina ya la tarde y me cruzo con una pareja de soldados. Llevan el uniforme de faena desabrochado, la gorra plegada en el bolsillo y el cintur¨®n colgado al cuello, a guisa de estola de alg¨²n secreto sacerdocio. Las manchas de cal, argamasa y alquitr¨¢n que les cubren me hacen recordar al punto aquel deber sagrado del "trabajo social" impuesto antes, de cuando en cuando, al soldado sovi¨¦tico. A pesar de la descomposici¨®n reconocida de la instituci¨®n militar, estos re clutas no s¨®lo habr¨¢n conocido en propia carne la diedovschina o ritualizada sevicia impuesta por los veteranos (diedy) a los reci¨¦n llegados y que cada a?o se cobra un escalofriante n¨²mero de vidas en forma de asesina to y suicidio, sino que tambi¨¦n habr¨¢n probado ahora su raci¨®n de trabajo esclavo en la construcci¨®n. De cierto, no ha br¨¢ sido en ning¨²n edificio de fuste; sino en alg¨²n cometido que s¨®lo requiera mucha mano de obra, recia aunque desgana da. Un hombre sentado sobre la acera les saluda militarmente con la mano acartonada y de formiA y les llama rebyata (ni ?os, chicos), a la manera afectuosa de los rusos; despu¨¦s, se pone a tararear para ellos una cancioncilla guerrera con ritmo de pasacalle. De las amarillentas enc¨ªas surge un sonsonete pegadizo. Los dos soldados se paran y, cogi¨¦ndose de los hombros en un gesto de marcial camarader¨ªa, se r¨ªen a mand¨ªbula batiente del viejo mendigo. Re paro m¨¢s de cerca en la imagen del cantar¨ªn y entonces me per cato de las medallas y condecoraciones que ostenta en el jir¨®n derecho de su chaqueta. ?Es un combatiente de la Gran Guerra Patria! ?se s¨ª que estaba dispuesto a entregar su vida por la Gran Rusia Socialista y por Stalin. Ah¨ª est¨¢ ahora el hombre: ha doblado un peri¨®dico para aposentarse en la acera y con el mismo papel se ha fabricado un primitivo cuenco para recibir las improbables limos nas. Una de las piernas, alarga da e inerte, parece impedir el paso a los dos j¨®venes. Uno musita algo en el o¨ªdo del otro, y en un arranque de chulesca alegr¨ªa saltan como est¨¢n, con los cuerpos entrelazados, sobre la pierna quiz¨¢ paral¨ªtica del veterano cantor. El hombre mira c¨®mo se alejan y sonr¨ªe alelado. La juventud -habr¨¢ o¨ªdo hasta la saciedad- es el futuro. Poco a poco se le borra la sonrisa, se calla aquella canci¨®n del frente y me mira interrogante. Yo no conozco esos c¨¢nticos, que quiz¨¢ mueran con ¨¦l, y no puedo confortar su a?oranza. Prefiero sonre¨ªrle y poner en mi gesto todo el calor del que soy capaz. Luego sigo andando sin saber qu¨¦ pensar ni qu¨¦ decir. La perplejidad es un nervio dolorido. Los soldados ir¨¢n a su raci¨®n de vodka y el tullido a la suya, o a cualquier sustituto que les haga sobrenadar por alquitranes y pordioseros presentes. El entierro de ese hombre, pienso al fin, ser¨¢ otra "iron¨ªa de la historia" a escala humana; no creo que disponga de los 75.000 rublos que hoy cuesta sufragar un entierro, ni es probable que, en esas condiciones en que vive, otro lo haga por ¨¦l. As¨ª que su cad¨¢ver ser¨¢ amontonado en la morgue alg¨²n impredecible d¨ªa, hasta desaparecer en una fosa com¨²n con los 30 o 40 cuerpos que cada dispensario se fija en estos casos como cuota. Nuestro sobreviviente ir¨¢ a dar a la tumba colectiva de la que se libr¨® de soldado.

Poco a poco he llegado a la plaza de Pushkin. Aqu¨ª se alza la gran estatua del poeta, siempre con flores, y a cuya erecci¨®n en 1880 asistieron Turgu¨¦nev y otros varones sabios de aquella Rusia, gentes que amaban la verdad y la belleza por encima de todo. Ap¨®crifamente se apunta que la frecuente expresi¨®n de la lengua "?hoy es fiesta en nuestra calle!" data de aquella ocasi¨®n, y que brot¨® espont¨¢nea de los labios del gran prosista. ?Qu¨¦ pensar¨ªa toda aquella intelligentsia decimon¨®nica si viviera hoy? Pregunta ociosa: hoy no vive ni podr¨ªa vivir. Los tenderetes con libros a la entrada del metro despliegan otra vez la riqueza del pasado: las obras completas del historiador y preceptor del zar Alejandro I, N. M. Karamz¨ªn; los textos principales de Pit¨ªrim Sorokin, de Soloviov, de Spengler, de Freud, cuya traducci¨®n se reanuda ahora desde tiempos zaristas y revolucionarios... Mas tambi¨¦n he aqu¨ª los libros de madame Blavatski, por fin en su idioma y en su pa¨ªs, el Mein Kampf, de Adolf Hifier, con titulaci¨®n de burda imitaci¨®n g¨®tica, desconcertantes obras de literatura ocultista que los rusos se arrancan de las manos, diccionarios y devocionarios de espiritualidad ortodoxa (recient¨ªs¨ªmos pero imperturbables en su uso del alfabeto prerrevolucionario), una pl¨¦tora multicolor de graf¨ªa detectivesca. Hojeo un instante la biblia del nazismo; el traductor ruso sostiene que "los jud¨ªos son los enemigos eternos (vi¨¦chnye vragh¨ª) del g¨¦nero humano y es menester exterminar a los pueblos enfcrmos". La frase se me queda en la memoria porque el antisemitismo es aqu¨ª moneda corriente: el jefe del partido naziruso sosten¨ªa en las p¨¢ginas del popular Moskovski Konsom¨®liets del 4 de agosto pasado que "los jud¨ªos siguen estando en el poder" y que son en ¨²ltimas cuentas los responsables de todo lo malo, incluida la reforma monetaria de finales de julio. Pero todo vale porque todo se compra. En un rinc¨®n veo la versi¨®n rusa de La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper. El hoy venerable anciano ha vivido lo suficiente para escribir un pr¨®logo especial para esta edici¨®n: Carta a mis lectores rusos (1992). Adquiero sus dos vol¨²menes y los coloco junto al libro de P¨¢vlov-Silvanski sobre el feudalismo en' Rusia. Otra vez, quiz¨¢ a posta, me pierdo por los pasillos de esta estaci¨®n, nudo tambi¨¦n de enlaces y pasadizos. Se compra ropa vieja. Se venden frutas, repollos, tarros peque?os de mermelada casera o de kefir. Las mujeres se apoyan en las paredes, extienden las manos llamando a un invisible e improbable comprador, y esperan. Afuera ya debe de haber anochecido.

De pronto, los pasillos sofocantes del metro se llenan con una conocida melod¨ªa. Una voz celeste est¨¢ cantando en ruso el Ave Mar¨ªa de Schubert. Me pregunto qu¨¦ instalaci¨®n ac¨²stica reproduce tan bien lo que tomo por una excelente grabaci¨®n y qui¨¦n habr¨¢ decidido adornar el paisaje con esas imprevistas notas. ?Es Galina Vishni¨¦vskaya, o Tatiana Tugar¨ªnova, o alguna soprano cuyo nombre se me escapa? El melisma fin¨ªsimo, el arranque sostenido tras una pausa que es ella misma m¨²sica... ?Qu¨¦ disco o cinta est¨¢ sonando? Al doblar una esquina doy de bruces con una mujer medio ciega. Es ella la fuente del canto. Ha colocado delante una caja de conservas vac¨ªa y canta con un fervor de pose¨ªda, invisibles las pupilas tras unos pesados anteojos que levanta al techo del t¨²nel. Un ni?o parece servirle de lazarillo cuando la emoci¨®n mueve sus piernas y su harapienta figura se descoloca del punto elegido, o cuando alg¨²n peque?o grupo se le acerca y forma corro en derredor, dej¨¢ndole unas monedas. Entonces el ni?o mueve y acerca la caja de conservas con un gesto solemne y silencioso. El t¨²nel del metro ha sufrido una transfiguraci¨®n. Todo se hace et¨¦reo, absoluto. Lo contar¨¦. S¨ª, esa mujer es conocida y canta en otras estaciones, en Mayak¨®vskaya, por ejemplo. S¨ª, no es una cantante habitual para esos sitios. Bien se nota su gran formaci¨®n acad¨¦mica y todo el esfuerzo que pone.

Es un esfuerzo, un denuedo muy paciente el de la mujer semiciega que canta en la estaci¨®n Pushkin. Ahora arranca con la versi¨®n rusa de uno de los lieder del Viaje de invierno. No puedo ni deseo o¨ªr m¨¢s. Al salir (?para qu¨¦ iba yo a tomar el metro?, ?ad¨®nde me dirig¨ªa?) s¨®lo noto unas l¨¢grimas que me empa?an el casco v¨ªtreo de la noche.

Antonio P¨¦rez-Ramos es doctor en Filosof¨ªa por la Universidad de Cambrige. Ha estudiado Filosof¨¢ Eslava en Cambrige y Mosc¨²

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