Se vende la Cibeles
Se vende la Cibeles, dicen por los mentideros de la Villa. O quiz¨¢ la hayan vendido ya, dada la hora que es. La del alba ser¨ªa cuando alguien divulg¨® la noticia, no se sabe a ciencia cierta si fue por la radio, la televisi¨®n o los peri¨®dicos. ?La Cibeles en venta, oh, que inquietante suceso! Quien quiera verla ya puede correr all¨¢ donde a¨²n se encuentra, en la confluencia de la Castella, el Prado y la c'Alcal¨¢, bien remojadita y harto purificada con las aguas de Lozoya y de Santillana, pues su comprador, un ¨¢rabe afincado en Nueva York que acude los fines de semana a su lujosa jaima kuwait¨ª, quiere instalarla delante de la tienda, en medio del desierto, para sus abluciones matutinas y darse un ba?ito refrescante a la hora en que el sol aprieta."No veas c¨®mo aprieta el sol en el desierto", comentaban esta ma?ana dos barrenderos mientras se desayunaban un cafelito ardiendo en el bar, donde ya corr¨ªa la noticia y todo el mundo hac¨ªa c¨¢balas sobre qu¨¦ estatua pondr¨ªa el Ayuntamiento en sustituci¨®n de la diosa castiza, s¨ªmbolo del pueblo de Madrid. "A lo mejor ponen un banco", apunt¨® un chamarilero que le¨ªa el peri¨®dico al fondo. "Si es cosa del Ayuntamiento, lo m¨¢s propio es que ponga al se?or Molina", aventur¨® un carpintero enconfrador. "?Y qui¨¦n es el se?or Molina?", inquirieron los de la tertulia. "?Qui¨¦n habr¨ªa de ser?", respondi¨®: "Don Tirso".
Don Tirso de Molina en la Cibeles; no parece mala soluci¨®n. A?os atr¨¢s, tal d¨ªa como hoy (la del alba ser¨ªa), dieron la noticia, no se recuerda muy bien si fue la radio, la televisi¨®n o los peri¨®dicos, de que el Ayuntamiento iba a cambiar de sitio las estatuas: la de Don Tirso de Molina la pondr¨ªan donde el orador Castelar y sus tres bellas elocuencias desnuditas; la de Castelar, exornado de elocuencias, donde el caballazo cojonero del general Espartero; el caballazo cojonero del general Espartero, donde el maestro Ruperto Chap¨ª, compositor de La Revoltosa -Dios le bendiga por eso-; el maestro Chap¨ª (Dios le bendiga), donde Do?a Isabel II, reina borb¨®nica que acab¨® dando boleta al general y a su caballo cojonero.
Los madrile?os no se lo creyeron mucho entonces o, por lo menos, apenas les impresion¨®. A fin de cuentas, casi ninguna estatua de Madrid se encuentra en el sitio que demandan la historia, el nombre de la plaza que las acoge o el sentido com¨²n. Madrid, en materia de estatuas -aseguran los hijos de la Villa y Corte-, es un aut¨¦ntico desmadre. Ah¨ª est¨¢, sin ir m¨¢s lejos, el ¨²nico monumento que ninguna ciudad del mundo haya sido capaz de erigirle al diablo -lo llaman El ?ngel Ca¨ªdo-, y van y lo erigen en el Retiro, parque ub¨¦rrimo de paz y sosiego, frecuentado por ni?os, ancianos y parejitas de enamorados.
Dieron la noticia la radio, la televisi¨®n o los peri¨®dicos tal d¨ªa como hoy, porque es el de los Inocentes y a Madrid eso de las inocentadas le cuadra mucho. Al madrile?o le tocan nada m¨¢s que as¨ª -o sea, que le dan pie- y ya est¨¢ haciendo mofas y befas. A veces las bromas no carecen de mala intenci¨®n. Unos forasteros que caminaban por la barriada de Hortaleza buscando d¨®nde comer le preguntaron a un transe¨²nte d¨®nde hab¨ªa un restaurante, y respondi¨®: "Aqu¨ª cerca queda uno magn¨ªfico: por esta misma acera, en la segunda esquina". Fueron, y al llegar encontraron un establecimiento que hac¨ªa chafl¨¢n cuyo r¨®tulo dec¨ªa: "Almac¨¦n de piensos. Hay alpiste para canarios".
Inocentaba buena, sin embargo, la que le gastaron al jefe de este madrile?o castizo, en pleno franquismo, de la cual fue testigo. El tal jefe, un falangista valeroso, ex combatiente, diz que ex cautivo tambi¨¦n, fascista de coraz¨®n y salvador de la patria, ten¨ªa un coche flamante, blanco como la leche, y el hombre estaba en el garaje pegando gritos, mes¨¢ndose los cabellos, rasg¨¢ndose las vestiduras. El guarda le suplicaba mesura: "?C¨¢lmese, don Santiago, no le vaya a dar algo!" "?Hacerme esto a m¨ª!", berreaba el valeroso falangista. Resulta que en el impoluto lateral derecho del coche, aviesa mano le hab¨ªa pintado con almagre la hoz y el martillo. El griter¨ªo convoc¨® gente, que se acercaba curiosa, y pronto aparecieron los guardias. El enloquecido jefe les explic¨® lo ocurrido, ellos preguntaron si hab¨ªa salido con el coche a la calle y, al decirles que ven¨ªa de cruzar medio Madrid exhibiendo la hoz y el martillo, le requirieron: "?Venga: la domumentaci¨®n!". Y se lo llevaron a la comisar¨ªa.
Hay inocentadas para todos los gustos, y los madrile?os tienen al efecto m¨²ltipes recursos: desde meter un pu?ado de sal gorda en el bocadillo del compa?ero del taller hasta cobrarles la entrada a Madrid a los que llegan del pueblo en tren. Antiguamente los ni?os pon¨ªan bombas f¨¦tidas en las sillas del comedor, y cuando reventaban, presionadas por las posaderas, la familia hu¨ªa precipitadamente, haci¨¦ndole reproches al abuelo. Otra inocentada consist¨ªa en colgarle un monigote de papel en la espalda a cualquier viandante, pero la moda periclit¨®, pues aquello sol¨ªa acabar a tortas. Algunos madrile?os desconfiados prefieren no salir de casa tal d¨ªa como hoy, por si acaso. Es lo que har¨¢ un servidor. No por nada, sino porque gusta matar el gusanillo de media ma?ana en Canaletas, meti¨¦ndose en el cuerpo un carajillo mientras contempla la Cibeles en todo su esplendor. Y si ya no est¨¢, porque la han vendido, a lo mejor llama al alcalde y le invita a ir al Viaducto. ?l y un servidor sabemos para qu¨¦.
Hay inocentadas para todos los gustos y los madrile?os tienen al efecto m¨²ltiples recursos
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