Gobernar o renunciar
Los socialistas afrontamos es te final de 1993 con una situaci¨®n pol¨ªtica y econ¨®mica extraordinariamente dif¨ªcil: sin mayor¨ªa parlamentaria, acosados por una severa crisis econ¨®mica y, lo que es peor, aparentemente faltos de aliento para encarar las complejas pero necesarias reformas que la realidad del pa¨ªs reclama.Tras diez a?os de holgada mayor¨ªa parlamentaria, durante buena parte de los cuales se experiment¨® un notable crecimiento econ¨®mico sobre el que fue posible establecer un s¨®lido sistema p¨²blico de solidaridad, el panorama de aqu¨ª y ahora obliga a plantearse lo que, a mi juicio, es cuesti¨®n fundamental: ?le quedan al partido socialista capacidad y coraje suficientes para gobernar Espa?a en crisis?
Al otro lado de nuestra frontera electoral, la desconfianza es creciente; no debe extra?arnos, por tanto, que sean cada d¨ªa m¨¢s las voces que responden de forma negativa a este crucial interrogante. La mayor¨ªa de quienes no nos votan ha dejado incluso de respetarnos intelectualmente y nos considera definitivamente incapaces de dar cara a los actuales problemas de Espa?a con la audacia y la generosidad exigibles a un partido al que, por su experiencia ininterrumpida de 11 a?os de gobierno, no debiera atormentarle la posibilidad de perder el poder.
Y no carecen de alguna raz¨®n los que nos atribuyen s¨ªntomas de agotamiento o de falta de ideas para seguir transformando Espa?a. Son numerosos y no siempre disparatados los an¨¢lisis sobre nuestras pol¨ªticas que sostienen que desde 1990 vivimos de las rentas -cada d¨ªa m¨¢s magras- del pasado y sin capacidad de superar la inercia de la inercia.
Nosotros mismos, cuando analizamos seriamente qu¨¦ hemos hecho bien, qu¨¦ hemos hecho mal y qu¨¦ no hemos hecho, tenemos que admitir que las tres legislaturas sucesivas de gobierno arrojan un balance n¨ªtidamente diferenciado.
La primera (1982-1986) fue espl¨¦ndida. El pa¨ªs estaba mal (mucho peor que ahora, sin la menor duda), pero dispon¨ªamos del empuje y la ilusi¨®n necesaria para sacarlo adelante. Acometimos las primeras reformas econ¨®micas y sociales con empe?o y convicci¨®n: baste recordar el proceso de reconversi¨®n industrial. Y, aunque ya entonces algunos nos acusaron de traicionar los ideales propios de la izquierda, supimos encajar bien esas y otras cr¨ªticas y logramos que el pa¨ªs adquiriera una gran confianza en s¨ª mismo, a pesar de que todav¨ªa en aquel periodo la protecci¨®n social estaba, si la comparamos con la situaci¨®n actual, bajo m¨ªnimos.
En la segunda (1986-1990) todo fue m¨¢s f¨¢cil e incluso agradable, teniendo en cuenta el viento a favor tanto de la pol¨ªtica europea como en la econom¨ªa. En Espa?a, esta ¨²ltima crec¨ªa a tasas inimaginables hasta entonces, y eso nos permiti¨® encauzar los grandes retos del momento: creaci¨®n de empleo, aunque en cifras insuficientes para la demanda acumulada durante la dilatada crisis precedente; notable incremento del gasto social en educaci¨®n, sanidad, pensiones y desempleo; modernizaci¨®n del pa¨ªs mediante grandes programas de inversi¨®n p¨²blica en infraestructuras, o comienzo de un proceso de apertura exterior y de liberalizaci¨®n interior de la econom¨ªa. Siempre queda la duda de si, en ese periodo de euforia econ¨®mica, no debimos ser m¨¢s ambiciosos en algunas reformas; pero de poco sirven las conjeturas o la nostalgia sobre lo que pudo haberse hecho.
En la ¨²ltima legislatura (1990-1993) iniciamos el declive, no ya s¨®lo por el poco discutible hecho de que la coyuntura econ¨®mica internacional fuera empeorando, sino tambi¨¦n porque fueron tantas las energ¨ªas que debimos dedicar a la defensa contra las desmedidas cr¨ªticas arrojadas contra nuestra credibilidad ¨¦tica que nos quedamos pr¨¢cticamente sin combustible para poner en marcha el programa de reformas que hab¨ªamos anunciado. No es ocioso recordar ahora que entre aquellas cr¨ªticas las hubo fundadas, pero tambi¨¦n, como el tiempo ha venido a demostrar, falsa o notoriamente manipuladas. Dicho sea de paso, ahora que el m¨¢s aireado asunto de ese periodo ha cosechado su en¨¦sima absoluci¨®n judicial, quiz¨¢ haya que dar la raz¨®n a quienes en su momento hablaron de conspiraci¨®n y linchamiento personal. El caso es que, en esta atm¨®sfera viciada por el deterioro progresivo de la econom¨ªa y por la p¨¦rdida de cr¨¦dito moral, fueron muchas las veces que dijimos -en diferentes documentos y con distintas denominaciones- qu¨¦ deb¨ªamos hacer pero pocas las que alcanzamos a llevar a la pr¨¢ctica nuestros deseos o propuestas. Si el diagn¨®stico de los problemas y el enunciado de soluciones no eran errados, el saldo de decisiones finalmente adoptadas fue bastante parco. De este modo, la convivencia pol¨ªtica se enrareci¨®, el d¨¦ficit p¨²blico perdi¨® el control y no llevamos a cabo apenas ninguna de las llamadas reformas estructurales.
No fueron s¨®lo los ciudadanos que no hab¨ªa depositado su confianza en el partido socialista quienes aseguraban que nuestra capacidad reformadora etaba agotada; tambi¨¦n nosotros comenzamos a ensimismamos y a mostrarnos, a partes iguales, divididos y paralizados. Y, como es frecuente en estos casos, sucumbimos a la tentaci¨®n de mirarnos al ombligo en busca de nuestras esencias -o se?as de identidad, como ahora les llaman-, como si a un partido que gobierna se le debiera juzgar por sus palabras y no por el resultado de sus actos o de sus omisiones.
Pese a todo y contra la mayor¨ªa de los pron¨®sticos, el PSOE volvi¨® a ganar las elecciones. Felipe Gonz¨¢lez form¨® su nuevo Gobierno con el apoyo del partido que dirige y con el de los nacionalistas catalanes y vascos. Su programa era el que hab¨ªa expuesto en la campa?a electoral, l¨®gicamente complementado con algunas demandas de los grupos que le apoyaron en su investidura. Y el reelegido presidente se comprometi¨®, entre otras cosas, a impulsar la renovaci¨®n de la joven y algo deteriorada democracia espa?ola, a revisar y reformar el Estado del bienestar -reforma que la crisis fiscal hac¨ªa inaplazable- y aplicar un cat¨¢logo de medidas orientadas a las reformas estructurales que la situaci¨®n econ¨®mica reclamaba con urgencia.
El llamado impulso democr¨¢tico deb¨ªa ser abordado, como se est¨¢ haciendo, con el di¨¢logo con el resto de las fuerzas parlamentarias, y muy especialmente con el PP. Se pactaron los presupuestos de 1994 con los grupos nacionalistas -por obligaci¨®n- y -por devoci¨®n- se dialog¨® igualmente sobre los mismos con los sindicatos.
Al mismo tiempo se ha querido alcanzar un pacto de rentas -hasta ahora una quimera- y ha resultado inalcanzable tambi¨¦n el acuerdo con, los agentes econ¨®micos y sociales sobre la reforma del mercado laboral. Esta importante reforma, considerada necesaria desde hace tiempo y reclamada por los inversores nacionales y exteriores, se ha convertido ahora en piedra angular para obtener la recuperaci¨®n de la confianza en el Gobierno o, por el contrario, para perderla progresiva e irreversiblemente. Es de esperar que, una vez decididos a afrontarla, no defraudemos expectativas ni -lo que ser¨ªa peor a¨²n- nos quedemos a medio camino.
En fin, durante pr¨¢cticamente seis meses, el Gobierno ha dialogado constantemente y ha obtenido acuerdos parlamentarios suficientes. Tristemente, ese mismo di¨¢logo no ha dado resultado ninguno cuando se ha mantenido con sindicatos y empresarios.
As¨ª pues, el Gobierno, con el tiempo casi agotado, se muestra decidido a gobernar la crisis, consciente de que, por impopulares que puedan ser algunas decisiones, la peor de todas las actitudes posibles es la inhibici¨®n. Pero el camino iniciado no es f¨¢cil. La pol¨ªtica presupuestaria deber¨¢ estar presidida por la austeridad durante varios ejercicios; y las reformas estructurales, que a largo plazo permitir¨¢n recuperar la competitividad, a corto producir¨¢n rechazo social y tal vez m¨¢s paro laboral.
Ante tan considerables dificultades, no pocos se preguntan si en las circunstancias actuales conservamos todav¨ªa viva aquella voluntad reformadora que en los primeros ochenta nos permiti¨® aplicar medidas dr¨¢sticas y de apariencia impopular que m¨¢s tarde ser¨ªan bien entendidas por los ciudadanos.
Si, como deseo fervientemente, nuestra determinaci¨®n es decidida, pong¨¢monos manos a la obra; no tanto porque de ello se vaya a derivar nuestro ¨¦xito en pr¨®ximas confrontaciones electorales, sino porque estamos moralmente obligados a acometer las reformas, o -si carecemos del ¨¢nimo necesario para afrontarlas- acometer y aplicar nuevas soluciones. Las victorias electorales son metas l¨ªcitas y convenientes, pero no el ¨²nico criterio para marcar el rumbo pol¨ªtico, y menos cuando ya se ha gobernado durante m¨¢s de una d¨¦cada. La alternativa consiste, por consiguiente, en gobernar la crisis o renunciar.
Renunciar significar¨ªa, en este caso, o bien ceder el Gobierno a una amplia coalici¨®n o bien preparar al pa¨ªs para unas pr¨®ximas elecciones que no deber¨ªan retrasarse m¨¢s all¨¢ del pr¨®ximo oto?o. Porque si algo no puede esperar es la situaci¨®n de Espa?a, que, aunque padece los mismos problemas que el resto de la Uni¨®n Europea, tambi¨¦n conoce otros espec¨ªficos y propios que reclaman soluciones particulares e inmediatas.
Espa?a, en fin, est¨¢ viviendo el final de una etapa que ha conocido muchos y positivos resultados pol¨ªticos, econ¨®micos y sociales, pero nos ha legado tambi¨¦n algunos problemas nuevos. Nuestro ¨²nico o principal envite no es ahora decidirse entre utop¨ªa o pragmatismo, sino tener la audacia necesaria para afrontar los retos de una nueva coyuntura nacional. Porque, una de dos: o gobernamos para reformar pol¨ªtica y econ¨®micamente nuestro pa¨ªs o renunciamos al Gobierno para que otros intenten lo que tal vez nosotros ya no podamos o sepamos hacer.
Ya he dicho m¨¢s arriba cu¨¢l es mi deseo: gobernar Espa?a con determinaci¨®n y sin disimulos, porque ¨¦se es el ¨²nico camino para superar la crisis. No he propuesto, por tanto, nada nuevo. Tan s¨®lo, eso s¨ª, que de una vez por todas gobernemos.
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