Nodriza por un d¨ªa
Ten¨ªa que cuidar de un tierno infante. No sab¨ªa nada de be b¨¦s y supuso que el peque?o lo ignoraba todo de este mundo, pero aquel humano de tres me ses era un versado vividor. Los padres fueron buenos intendentes: toneladas de toallitas y pa?ales de papel, delicias condensadas para el lactante exigente, remedios para los gases y la broncorrea. Casi todo, ex ceptuando al beb¨¦, era desecha ble. No ten¨ªa que pensar en el men¨² de cada d¨ªa. No hab¨ªa platos que fregar; hay pastillas que, m¨¢s que esterilizar el agua, la bendicen. Una pureza que ya quisiera El Escorial para su manantial de prodigios marianos. A raz¨®n del talante y lo ef¨ªmero del sue?o, aquello pas¨® de noche, a nochecita. Al primer gemido, por tenue que fue ra, la desma?ada canguro brin caba para prender la luz. Pero, ?ay!, peor era el silencio. Un beb¨¦ que ni tan siquiera rechista consigue desvelar a una mar mota. Para o¨ªr mejor, la chica abr¨ªa los ojos hasta que le do l¨ªan los p¨¢rpados. Incluso dej¨® de respirar, esperando que el ni?o rompiera el mutis. Termin¨® por lanzarse hacia la cuna, agitando al beb¨¦ hasta arrancarle una exaltada rabieta, que tradujo en hambre.Las instrucciones eran tan precisas, que aquello s¨®lo pod¨ªa salir bien, aunque el dosificador del aero-red, m¨¢s que cuenta gotas , era cuenta chorros. El prospecto no contemplaba la intoxicaci¨®n por sobredosis, pero el biber¨®n parec¨ªa un Ryalcao de fresa. Manos a la obra. Justo cuando arrullaba en sus brazos al pituso, ¨¦ste dejaba de llorar. Lo tend¨ªa de nuevo en la cunita, y el muy traidor retomaba su berrinche. Si, para entonces, la leche estaba como un t¨¦mpano, al volverla a calentar escaldaba. La pobre chica iba y ven¨ªa a la cocina, sin saber en que eslab¨®n se romp¨ªa la cadena. A pesar de disponer de poco m¨¢s de ochenta metros cuadrados, lleg¨® a perder el biber¨®n, que apareci¨® 20 minutos despu¨¦s encima de la cisterna. Enumer¨® las posibles man¨ªas del beb¨¦ y le invit¨® a catar, con su boquita desdentada, pero firme, todas las tetillas que encontr¨®. Al amanecer, a punto de regalarse a s¨ª misma un par de tragos, se sentaron juntos frente al televisor, y estudiaron el tr¨¢fico de la ciudad. Le habl¨® de los atascos, de los tres colores del sem¨¢foro, el nudo supersur y las demoras en la red de cercan¨ªas. Nunca crey¨® que la informaci¨®n vial televisada hubiera convertido en peat¨®n a un solo conductor vocacional. Pero cuando el ni?o se durmi¨®, y ella apag¨® la tele, crey¨® ver en la pantalla al rey Herodes, bati¨¦ndose en duelo con el ¨¢ngel de la guarda.
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