Nostalgia de hogar
Dos mujeres y un hombre mayores respondieron a la petici¨®n de Cruz Roja para que expusieran ante un grupo de personas qu¨¦ ped¨ªan, a sus a?os, de la sociedad y de quienes en su opini¨®n pod¨ªan ayudarles.Mientras la tarde declinaba, escuchamos los relatos de H -un hombre de 78 a?os, ciego, casado, que gozaba de una salud razonable y disfrutaba (tal vez el verbo sea excesivo) de ayuda a domicilio complementaria, lo cual quiere decir que dos o m¨¢s tardes por semana una persona iba a su casa para limpiar, poner orden, cocinar..-, de M- una mujer de 84 a?os, viuda, que viv¨ªa en compa?¨ªa de otras ancianas en un piso tutelado por una asisitenta de Cruz Roja- y de T -mujer de 73 a?os, tambi¨¦n viuda, que viv¨ªa en su propio piso y que tambi¨¦n Contaba con ayuda a domicilio complementaria-.
Es dificil hacerse cargo de la vida de los otros en una sola tarde, aunque los problemas que hab¨ªan sido expuestos no eran desconocidos ni nuevos para ninguno de los que est¨¢bamos all¨ª. No lo son para' nadie. La vejez, con las limitaciones y dificultades que acarrea, est¨¢ presente en nuestras vidas, no s¨®lo porque todos tengamos muy cerca a personas que ya han entrado- en ella, sino porque la vejez a todos nos aguarda, si el destino decide que nuestra vida se alargue. Y, antes de que nos lo vengan a decir, ya sabemos lo que son las enfermedades, los dolores, la dependencia de los otros, la soledad. Vemos los problemas que padecen las personas mayores que nos rodean y vislumbramos los que nos esperan. ?Qu¨¦ a?ad¨ªan, pues, esos relatos de tres personas desconocidas sobre nuestras experiencias y nuestras intuiciones?, ?es que despu¨¦s de escucharles pod¨ªamos ver los problemas con m¨¢s claridad y podr¨ªamos ser capaces de resumirlos y transmitirlos a quienes no hab¨ªan estado all¨ª? Supongo que ¨¦sa era la pregunta que las personas que hab¨ªamos sido convocadas nos haciamos en nuestro interior. ?Qu¨¦ conclusi¨®n sacar de esos relatos? Por que aqu¨¦lla, parec¨ªa ser nuestra misi¨®n: sacar conclusiones y transmitirlas... Mucho era lo que se nos ped¨ªa, y muy poco. Escuchar a tres personas una sola tarde es indiscutiblemente poco. Pero transmitir un mensaje... ?no estaba eso por encima de nuestras capacidades o de nuestras atribuciones o de nuestra situaci¨®n o de lo que ¨¦ramos cada uno...? Como las tres personas que hab¨ªan hablado nos hab¨ªan hecho quejas muy concretas respecto a la asistencia sanitaria y a la falta de dinero, nuestras primeras conclusiones se orientaron hacia la organizaci¨®n social y los presupuestos del Gobierno. Evidentemente, las demandas sobre la salud y las pensiones se encauzan por los senderos habituales: los programas de los partidos pol¨ªticos y la acci¨®n del Gobierno. ?Es que la sociedad pod¨ªa hacer otra cosa m¨¢s all¨¢ de apoyar esas demandas? Pero en los relatos escuchados hab¨ªa habido algo m¨¢s que quejas sobre la salud y las pensiones. M, que padec¨ªa fuertes dolores de espalda, que sal¨ªa a la calle diariamente porque "la calle era la vida", y que no hab¨ªa querido hablar de sus hijos, se refiri¨® a la soledad y a la comunicaci¨®n con los dem¨¢s como lo m¨¢s importante de la vida. Dijo estar en constante agradecimiento con P, la persona que tutela su piso, y la defini¨® como madre y confesora (m¨¢s tarde P nos dijo que, efectivamente, las dos hablaban con frecuencia y que M, mujer de gran inteligencia, no ten¨ªa entre las restantes inquilinas una interlocutora de su juicio y energ¨ªas, por lo cual sufr¨ªa de soledad e incomprensi¨®n y era v¨ªctima, adem¨¢s, de la envidia de las otras, que acusaban a P de favoritismo). Finalmente, declar¨® que s¨®lo ped¨ªa cari?o. Por su parte, T no hab¨ªa comunicado que su gran problema era la soledad y que viv¨ªa pendiente de las visitas: de uno de sus hijos (el ¨²nico de la familia que la visitaba), la de la encargada de Cruz Roja... Se quej¨® de que sus nietos, que, reconoci¨®, eran buenos, nunca fueran a verla... Hab¨ªa una queja latente hacia el ego¨ªsmo de esta sociedad, la falta de tiempo. T nos dej¨® llenos de admiraci¨®n por su capacidad de expresi¨®n y la forma en que llenaba su tiempo: escribiendo cartas a ilustres desconocidos al Rey, al presidente del Gobierno, al Defensor de Pueblo, a la Seguridad Social...- Todo lo que dec¨ªa y la forma de decirlo suger¨ªan la idea de que, si esta mujer hubiera tenido m¨¢s oportunidades y no fuera en la actualidad una inv¨¢lida, si quiz¨¢ no se hubieran dado las dos circunstancias a la vez..., no estar¨ªa tan sola.
Las declaraciones de soledad de M y T contrastaban con el discurso de H, que hab¨ªa sido quien hab¨ªa hablado primero. H disfrutaba de una salud razonable, sol¨ªa hacer recados y dar paseos, dijo que la falta de dinero era el mayor de los males y nos relat¨® un par de an¨¦cdotas sobre la rapacidad de la raza humana. Una frutera y un taxista hab¨ªan intentado timarle, seguramente aprovech¨¢ndose de su condici¨®n de ciego. Ni la frutera ni el taxista se hab¨ªan salido con la suya porque a H, con toda la raz¨®n, le indignaba que le intentasen timar. Pasaba las tardes en compa?¨ªa de su mujer, ambos en silencio, ¨¦l ensimismado, viajando por el ancho mundo con la imaginaci¨®n. Al evocar aquellas horas, su expresi¨®n era beat¨ªfica, y declar¨® que era feliz.
Una nostalgia de hogar y de utop¨ªa se filtraba por debajo de aquellos relatos y quejas, incluso de la excepcional declaraci¨®n de felicidad de H. No dejaba de ser curioso que su autor hubiera sido un hombre, ?simple casualidad?, ?acaso por ser hombre y no tener la responsabilidad del hogar ha b¨ªa hecho m¨¢s incursiones en el mundo y hab¨ªa cultivado su cu riosidad?, ?acaso la ceguera, que sin duda habr¨ªa desarrollado sus otros sentidos, le hab¨ªa ayudado a ir encontrando apoyos en la vida?, ?acaso su obsesi¨®n por el dinero le habr¨ªa supuesto, tambi¨¦n, una forma de ayuda? . Hab¨ªa habido una ausencia muy notable en esos relatos, so bre tod,6 en los de M y T. Ninguna de las dos hab¨ªa querido ha blar mucho de sus hijos (M nada en absoluto). ?Y qu¨¦ pasaba con las nueras, las otras mujeres que, probablemente, tarde o temprano, llegar¨ªan tambi¨¦n a ser ancianas desvalidas como M y T.? ?sas y otras nueras, ¨¦sas y otras mujeres, ¨¦sos y otros hogares desconocidos, pero sin duda llenos de problemas, eran la otra cara de la moneda de los reproches impl¨ªcitos en los silencios de M y T. ?Por qu¨¦ nadie hablaba en esos hogares del amor debido a las abuelas?, ?era acaso una falta del ama de casa? ?C¨®mo eran, en fin, esos hogares, qu¨¦ conflictos acuciantes ten¨ªan cuando las abuelas eran dejadas tan penosamente de lado? Viene a mi memoria un reportaje reciente sobre Leisure City, en la dorada y opulenta Calif¨®rnia: un mundo habitado exclusivamente por ancianos, concebido para ellos. Un mundo feliz, en el que los ancianos que pueden habitarlo, aquellos cuyos ahorros han sido lo suficientemente elevados, nadan en fant¨¢sticas piscinas, juegan al tenis, hacen cer¨¢mica, organizan concursos de baile, su mayor afici¨®n... Ese danzar de los mayores no es triste, pero suena a reclusi¨®n, porque en la pista s¨®lo hay parejas del lugar, del feliz mundo de los ancianos en California.
Pero este Leisure City o Leisure Center, con sus ventajas e inconvenientes, queda lejos de nosotros. Aqu¨ª tenemos el hogar, la familia. ?Y qu¨¦ es, en realidad, eso de la familia?, ?una abstracci¨®n?, ?no es precisamente el lugar donde viv¨ªan los hijos y los nietos de M y r., ?qui¨¦nes son los responsables de esos hogares?, ?sobre qui¨¦nes descansa el peso del hogar?
Cuando H, M y T se marcharon, cuando, despu¨¦s de ellos, las responsables de los pisos tutelados y de las ayudas a domicilio, adem¨¢s de un m¨¦dico jefe de un hospital geri¨¢trico, hablaron, se escucharon entre nosotros reproches a la sociedad en general, esa sociedad a la que supuestamente ¨ªbamos a transmitir las quejas de los ancianos, sus peticiones de cari?o y su nostalgia de hogar... Habr¨ªa que educar a los j¨®venes de otra manera, se dijo, hay que esforzarse por recuperar alg¨²n viejo valor que en estos tiempos de materialismo fue barrido, con todo lo dem¨¢s... Por ah¨ª deambul¨® la conversaci¨®n, haci¨¦ndose vaga, perdi¨¦ndose...
Ya a solas, me pregunto c¨®mo hubiera sido la reuni¨®n si en lugar de escuchar las quejas de tres ancianos desconocidos hubi¨¦ramos estado en presencia de nuestros padres y familiares. No
Pasa a la p¨¢gina siguiente
Viene de la p¨¢gina anterior
se escucha de la misma manera a desconocidos y a conocidos. No se conmueve el coraz¨®n de la misma manera. Las quejas y demandas de los desconocidos se detendr¨¢n en cierto umbral. Puede que ante los conocidos tengamos siempre el temor de que nos exijan demasiado. Los l¨ªmites se han ido trazando en una historia larga y complicada y en algunos puntos todav¨ªa est¨¢n confusos... A excepci¨®n de los santos, que son santos con todo el mundo, puede que a los dem¨¢s nos cueste menos ser generosos y atentos con los desconocidos que con los conocidos, que no podamos evitar tener un poso de desconfianza hacia ellos, hacia nuestra vida en com¨²n. Por supuesto que respondemos en los momentos claves, nos volcamos si llega la ocasi¨®n, pero la vida no est¨¢ tan llena de momentos claves. Una amiga me hizo una vez el ofrecimiento de escuchar las posibles quejas de mis padres a cambio de que yo atendiera las de los suyos. En realidad, s¨®lo se trataba de escuchar, y la mayor¨ªa de las veces telef¨®nicamente. Se deber¨ªa idear un sistema rotativo, dijo. No hablaba totalmente en serio, pero algo me dice que Leisure City o la hipot¨¦tica visita obligada de los nietos a los abuelos, acompa?ada de la eterna cantinela de reproches a los j¨®venes, como si ellos fueran los responsables de la desastrosa marcha de la humanidad, no son, tampoco, una soluci¨®n.
O al rev¨¦s: a lo mejor, de poder escuchar a nuestros padres y familiares de una forma m¨¢s objetiva, menos impregnada de nuestros sentimientos, quiz¨¢ fu¨¦ramos capaces de ver repentinamente la profundidad de su problema y reaccion¨¢semos de la manera m¨¢s adecuada... En todo caso, no es eso lo que se hace habitualmente, no nos reunirnos con nuestros padres y familiares alrededor de una mesa para hablar tranquilamente de sus demandas. Aquella reuni¨®n, la de H, M y T con nosotros, era fruto de una convocatoria.
?Y qu¨¦ impresi¨®n nos hab¨ªan dejado los relatos de esas tres personas? ?Qu¨¦, en fin, hab¨ªan a?adido a nuestras vivencias? En realidad a?ad¨ªan preguntas. ?C¨®mo no lamentarnos de las pocas oportunidades que les dio la sociedad -nuestra sociedad, con todos esos valores que se han ido perdiendo y se a?oran con frecuencia- a las mujeres que ahora son ancianas solitarias y desvalidas? ?Por qu¨¦ no dio a T un oficio en el que sus facultades de expresi¨®n encontraran su cauce oportuno? ?Qu¨¦ obst¨¢culos marcaron su vida para que ahora s¨®lo tenga el consuelo de escribir cartas a ilustres desconocidos? ?Por qu¨¦ M, que tanto necesita de la calle y de sus semejantes, no tiene tampoco un asidero que la ligue a ellos? ?Cu¨¢ndo empezaron sus dolores y por qu¨¦ se han ido ense?oreando de su cuerpo? ?Acaso porque no se cuid¨® lo suficiente? ?Qu¨¦ tiempo tuvieron estas mujeres para dedicarse a s¨ª mismas, a algo que las interesara m¨¢s all¨¢ del hogar, de ese hogar que se acab¨® para ellas? ?Llegaron a poder pensar en otra cosa que no fuera su familia? Todas estas preguntas marcan una direcci¨®n: el centro del hogar.
Lo, cierto es que esta sociedad no nos ayuda a hacemos viejos, ni a las mujeres ni a los hombres. Nos pone a cada grupo, a cada persona, un tipo de obst¨¢culos. ?Ojal¨¢ todos lleg¨¢ramos a la vejez habiendo alcanzado cierto esp¨ªritu benigno, cierta sabidur¨ªa! Entre tanto, curiosamente, se habla mucho de la familia, de la falta de valores, de la p¨¦rdida de la educaci¨®n, del creciente materialismo, del ego¨ªsmo reinante... Esta sociedad a la que debemos transmitir un mensaje -?qui¨¦nes?, ?qu¨¦ mensaje?, ?a qui¨¦nes?- no parece preocuparse mucho de inculcamos lo ¨²nico que merece la pena: ser personas. Y si esta idea se le mete a alguien en la cabeza, ?qu¨¦ facilidades encuentra para llevarla a cabo? Cada cual que se acoja a su credo, a la bendici¨®n de sus dioses... ?C¨®mo llegar a la vejez sin que los fantasmas de la soledad y el desamor nos opriman el alma, sin que el soplo helado del vac¨ªo nos congele? ?Qui¨¦n tiene la f¨®rmula? No la f¨®rmula de la vejez y de la muerte, sino la de la vida. ?Qu¨¦ nos deber¨ªa dar la sociedad para que esta f¨®rmula pudiera encontrarse con m¨¢s facilidad? M¨¢s igualdad, m¨¢s justicia, m¨¢s posibilidades. Entre tanto, si hemos de aprender de la experiencia de los dem¨¢s, de quienes ahora vierten sus quejas sobre nosotros, la lucha es personal y profunda: no dejar que nos hunda la vida, no depender de los otros, indagar en el interior en busca de algo que nos sostenga, viajar con la imaginaci¨®n si los otros viajes se alejan, prevenir siempre el rumor de la guerra, que nos destruye a todos.... De la salud y del dinero, hacer reclamaciones al Estado. Del amor, buscar en el fondo de nuestros corazones.
Soledad Pu¨¦rtolas es escritora.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.