El oro de los Beatles
Mar¨ªa Kodama ha contado que durante uno de los viajes transoce¨¢nicos que hizo con Borges iba distrayendo el tedio de las horas en avi¨®n con un walkman en el que sonaban canciones de los Beatles, y que Borges, sintiendo curiosidad por aquella m¨²sica que para ¨¦l deb¨ªa de ser m¨¢s ex¨®tica que las sagas islandesas, le pidi¨® que le prestara los auriculares, y permaneci¨® un rato moviendo la cabeza como si asintiera, escuchando por primera y seguramente por ¨²ltima vez en su vida She loves you y Help y Love me do y A hard days night, primero con la expresi¨®n de estupor con que un hombre del siglo XIX que viajara en la m¨¢quina del tiempo de Wells escuchar¨ªa la m¨²sica de finales del siglo XX, y luego con un aire de creciente inter¨¦s, de deferencia, de gradual aprobaci¨®n. Cuando la cinta lleg¨® al final y salt¨® el mecanismo del walkman Borges se qued¨® quieto, sin quitarse los auriculares todav¨ªa, sonriendo con aquella mirada de ciego que ve luces amarillas y sombras, y Mar¨ªa Kodama le pregunt¨® qu¨¦ le hab¨ªa parecido aquella m¨²sica.-Trivial, pero maravillosa -dijo Borges.
Es posible que nadie haya ofrecido una descripci¨®n m¨¢s exacta y m¨¢s breve. Las canciones de los Beatles son triviales porque la trivialidad es una de las materias primas de la m¨²sica pop, tan definitiva como el ritmo y la melod¨ªa, del mismo modo que las im¨¢genes publicitarias son siempre una materia prima de la pintura pop, que estaba siendo inventada m¨¢s o menos por los mismos a?os en que los Beatles compon¨ªan sus primeros ¨¦xitos. Una buena canci¨®n, la haya compuesto Cole Porter o Paul McCartney, ha de contener una parte de trivialidad y otra de maravilla, pues es preciso que capture la vibraci¨®n inmediata del tiempo presente, el aturdimiento de los actos diarios, su pura fugacidad, y que a la vez tenga la virtud de resonar en la memoria, como si reci¨¦n o¨ªda ya nos pareciera que la recordamos de muchos a?os atr¨¢s.
El tiempo perdido, al que tantos vol¨²menes de literatura suelen dedicarse, donde se encuentra atesorado en estado m¨¢s puro no es en los libros, sino en la maravilla trivial de una canci¨®n o de un perfume, en los tres minutos que tarda Ella Fitzgerald en cantar The man I love y en las d¨¦cimas de segundo que dura la percepci¨®n de una cierta colonia y que sin embargo pueden contener en el rel¨¢mpago instant¨¢neo de su brevedad meses o a?os enteros de la vida pasada.
Una canci¨®n nos gusta cuando nos procura un simulacro de nostalgia. En 1962, mientras los Beatles grababan Love me do, en las radios con tama?o y dignidad de muebles que nuestras madres cubr¨ªan con pa?itos, a quien nosotros o¨ªamos era a Pepe Marchena, a Joselito y a Manolo Escobar, de modo que no podemos saber c¨®mo fue la novedad absoluta de aquellas canciones, qu¨¦ impresi¨®n har¨ªa su limpio descaro, la maravilla cristalina de su trivialidad, su elogio abierto de la dicha, c¨®mo ser¨ªa o¨ªrlas no ya en la Inglaterra hortera y laborista de los primeros sesenta, sino en la Espa?a torva del franquismo. Como muchas personas de mi generaci¨®n, yo empec¨¦ a aficionarme a los Beatles cuando ya estaban separados, as¨ª que mis arrebatos de modernidad me conduc¨ªan al anacronismo, lo cual, si se para uno a pensarlo, es una paradoja muy espa?ola. Los Beatles, desde la primera vez que uno los o¨ªa, lo que le provocaban era nostalgia, y no s¨®lo en canciones tan delicadamente tristes como Yesterday o Eleanor Rigby, sino tambi¨¦n en las m¨¢s joviales y en¨¦rgicas, que parecen celebrar siempre una felicidad de hace mucho tiempo. Es posible que al o¨ªr la cinta que le prest¨® Mar¨ªa Kodama Borges pensara de las canciones de los Beatles lo mismo que hab¨ªa escrito de la lluvia: que sucede siempre en el pasado.
Los Beatles son ahora lo m¨¢s moderno y lo m¨¢s sepia, el n¨²mero uno de las listas de venta de m¨²sica pop y un yacimiento formidable de tiempo f¨®sil y nostalgia que no parece que vaya a agotarse nunca, y que prodiga a sus administradores r¨ªos de oro tan feraces como los yacimientos de con¨ªferas f¨®siles y los magnates del petr¨®leo. En Nueva York se celebra el trig¨¦simo aniversario de la primera llegada de los Beatles a Am¨¦rica, y los peri¨®dicos recogen devotamente los testimonios del ch¨®fer de la primera limousine a la que subieron y del barman que los atendi¨® en el hotel Plaza. En Inglaterra se anuncia el descubrimiento de algunas in¨¦ditas con titulares de primera p¨¢gina, con una expectaci¨®n de hallazgo arqueol¨®gico: dentro de poco el pasado se habr¨¢ vuelto porvenir acuciante, y podremos o¨ªr a los Beatles de 1960 cantando Sunmertime con una rabia y una. ingenuidad de adolescentes en sus voces, y adquirir as¨ª otro recuerdo falso, otra ocasi¨®n de nostalgia inventada que compartiremos sin apuro con quienes nacieron veinte a?os despu¨¦s que nosotros.
Ahora mismo, igual que hace 20 a?os, se especula sobre la vuelta de los Beatles, a pesar de que John Lennon lleve muerto m¨¢s de una d¨¦cada, y se asegura que cada uno de los tres supervivientes puede cobrar 20 millones de libras por tocar de nuevo con los otros. Ha habido siempre como un sebastianismo de los Beatles, una leyenda de su posible regreso que se parece a la del rey don Sebasti¨¢n y a la del rey Arturo, y tambi¨¦n a la de Jim Morrison, de quien se dijo que su tumba en el P¨¨re Lachaise de Par¨ªs estaba vac¨ªa o tal vez ocupada por el cad¨¢ver de un impostor. Ahora, como en los cuatro o cinco a?os. fulgurantes en que grabaron y tocaron juntos algunas de las canciones m¨¢s memorables de estos tiempos, el oro de los Beatles es un resplandor de melancol¨ªa y de mercadotecnia, una trepidaci¨®n industrial de cadena de montaje y una dulzura triste de recuerdos que hubi¨¦ramos querido poseer. Qui¨¦n sabe qu¨¦ secretos estremecimientos de maravilla y de gozosa trivialidad provocaron en Borges esas canciones, en qu¨¦ lugares de su memoria ya casi p¨®stuma de anciano y de ciego resonaron de pronto como si hubiera pasado su vida entera escuch¨¢ndolas.
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