Voy a cortar orejas
JUAN JOS? MILL?SMadrid es una condici¨®n mental, un estado de ¨¢nimo. La semana pasada vino a verme una periodista de Barcelona y estuvimos discutiendo durante una hora sobre la existencia de Madrid sin llegar a ninguna conclusi¨®n objetiva. Yo manten¨ªa, naturalmente, que Madrid no existe, y ella intentaba demostrarme que s¨ª, porque se hab¨ªa pasado la ma?ana sentada en la Puerta del Sol, junto al grupo escult¨®rico del oso y el madro?o, y una cosa tan fea -dijo- ha de tener, como el mal, una existencia propia. Se trataba, como ven, de una moralista. Yo tambi¨¦n soy un moralista a ratos y, sin embargo, no creo en la existencia del infierno. En el colegio me ense?aron que el infierno no era un lugar, sino un estado. La diferencia entre lugar y estado fue uno de los grandes hallazgos ideol¨®gicos de mi infancia; pensaba entonces que de los estados te puedes defender mejor que de los lugares, y tuve la fantas¨ªa de que lograr¨ªa librarme, del infierno. No ha sido as¨ª: mis estados de ¨¢nimo son, con alguna frecuencia, infernales.
En su af¨¢n por convencerme de la existencia de Madrid, la periodista catalana me arrastr¨® hasta la Puerta del Sol. Hab¨ªamos comido en La Ancha de Zorrilla, de manera que fuimos dando un pase¨®. Como dir¨ªa Chandler, era uno de esos hermosos d¨ªas de finales de marzo, si a uno le importan esas cosas, y la luz hab¨ªa empezado a ponerse velazque?a. Lo de la luz velazque?a es una de las cosas que m¨¢s odio de esta ciudad: se habla de la luz velazque?a como de las virtudes de la iluminaci¨®n hal¨®gena. El d¨ªa que descubra d¨®nde se esconde el interruptor de esa luz lo apago y dejo sin discurso madrile?o a media Espa?a. Me oblig¨® a sentarme en el mismo banco en que hab¨ªa estado ella por la ma?ana, en las proximidades de la estatua horrorosa, y nos quedamos en silencio. Al poco nos dio un ataque de irrealidad que a mi compa?era le result¨® insoportable; se lo not¨¦ porque encendi¨® un cigarro concentr¨¢ndose en cada uno de los gestos que requer¨ªa esta acci¨®n m¨ªnima: no se cre¨ªa que estuviera all¨ª, en la Puerta del Sol, encendiendo un cigarro, mientras un sujeto consumido tocaba la flauta junto a una vendedora de loter¨ªa.
-?No est¨¢s angustiado? -pregunt¨®.
Yo no estaba angustiado, porque ya me he acostumbrado a no existir y a veces ni me doy cuenta, pero la pobre lo estaba pasando fatal, de manera que par¨¦ un taxi y la acompa?¨¦ hasta el puente a¨¦reo. Cuando consigui¨® la tarjeta de embarque, le dio un ataque de realidad o de identidad, no s¨¦, y comenz¨® a discutir de nuevo. Yo ya estaba un poco cansado y le di la raz¨®n.
La verdadera diferencia entre Barcelona y Madrid es que Barcelona existe y Madrid no. El puente a¨¦reo constituye un raro v¨ªnculo entre la realidad y la ficci¨®n. Los madrile?os vamos a Barcelona para disfrutar de un d¨ªa de existencia, mientras que ellos nos visitan para gozar de los placeres de no ser.
Cuando sal¨ª del aeropuerto, me fui a casa y continu¨¦ haciendo una lista imaginaria de gente a la que me gustar¨ªa cortarle una oreja. Le¨ª hace poco en este suplemento imaginario sobre Madrid que la mafia china corta orejas por el m¨®dico precio de 100.000 pesetas. Tambi¨¦n dan palizas por 50.000, pero las palizas me ponen mal cuerpo. Adem¨¢s, no odio a nadie tanto como para desear que le den una paliza, pero tengo en la cabeza a unos cuantos miopes que me encantar¨ªa dejar sin orejas, para ver como se sujetan las gafas. Ya he pedido un pr¨¦stamo imaginario y todo; s¨®lo me falta completar la lista y conectar con los chinos. Luego dar¨¦ una fiesta en casa, invitar¨¦ a todos los que he dejado sin orejas y llamar¨¦ tambi¨¦n a la periodista catalana. A ver si se convence por fin de que esto no es posible.
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