La naci¨®n frustrada
Cuando todo esto pase y los socialistas hayan salido del Gobierno, quedar¨¢ en el aire esa amarga sensaci¨®n que acompa?a a las grandes ocasiones perdidas. Ten¨ªan todo en sus manos para impulsar un nuevo rumbo y devolver a la pol¨ªtica la dignidad propia de un servicio al Estado y a la sociedad. Al final, habr¨¢n conseguido lo contrario: que la pol¨ªtica vuelva a tenerse como una especie de confabulaci¨®n entre familiares y amigos para asegurarse el reparto de un bot¨ªn. ?Cu¨¢l es el estado de la naci¨®n?, preguntaban a Carlos Solchaga: la naci¨®n est¨¢ frustrada, respond¨ªa. Lo est¨¢, ciertamente, porque se le ha privado de algo que cre¨ªa poseer: la seguridad de haber roto una nefasta tradici¨®n, de haber construido por vez primera una comunidad pol¨ªtica, un Estado sin tutelas militares y sin rezos a la Virgen del Pilar.No vale decir que la mayor parte de los pol¨ªticos son honrados. Lo son, sin duda, pero pol¨ªticos honrados eran tambi¨¦n muchos y acabaron por parecer la excepci¨®n durante los 50 a?os de aquella Restauraci¨®n que tanto ha contribuido a forjar en la conciencia colectiva de los espa?oles la imagen del pol¨ªtico profesional. Nuestro primer Estado liberal se hab¨ªa montado sobre un pacto entre ¨¦lites pol¨ªticas que se transmut¨® en un apa?o, un gigantesco fraude. Y no porque liberales y conservadores se turnaran en el poder, sino porque consiguieron que el sufragio universal, introducido por ellos mismos, no afectara en nada al automatismo del turno. As¨ª, fuere cual fuese el voto, ellos segu¨ªan en el Gobierno como si nada, ahora yo, ahora t¨². Resultado: qu¨¦ m¨¢s da si, al fin y al cabo, todos los pol¨ªticos son iguales. Todos igual de ladrones, claro. Porque el oprobio inmediato que cay¨® sobre los pol¨ªticos fue que todos eran iguales para as¨ª poder todos robar a mansalva.
Aquel r¨¦gimen se lo llev¨® un militar golpista apoyado en un rey fel¨®n. Y luego vino la Rep¨²blica seguida de un desierto. Cuarenta a?os pasamos en ¨¦l hasta que, con la transici¨®n a la democracia, pareci¨® que todo hubiese cambiado. Los pol¨ªticos pactaban y se somet¨ªan al veredicto de las urnas. ?Qui¨¦n lo hubiera cre¨ªdo en la Restauraci¨®n, en los tiempos de pacto entre ¨¦lites sin voto popular, de pol¨ªtico igual a ladr¨®n; o en la Rep¨²blica, en los tiempos de voto popular sin pacto entre ¨¦lites, de pol¨ªtico igual a caos? En unos a?os, el cr¨¦dito de los pol¨ªticos moderados, dialogantes, sagaces conductores de los asuntos p¨²blicos, atentos a las voces que llegaban de la sociedad, enterr¨® la imagen de un siglo. Ya no eran todos iguales, ya no eran todos ladrones, ya no llevaban al pa¨ªs a la ruina: por vez primera pod¨ªamos sentimos parte de una comunidad pol¨ªtica capaz de resolver sus tensiones por medio de la negociaci¨®n y con razonable eficacia.
Ning¨²n r¨¦gimen democr¨¢tico hab¨ªa logrado subsistir en Espa?a m¨¢s all¨¢ de cinco a?os, tiempo exacto que sus enemigos se tomaron esta vez para montar un ataque que nos devolvi¨® a las profundidades del tiempo. La reacci¨®n fue inmediata y de ella nos hemos alimentado hasta ayer mismo: en 1982 un fuerte impulso social reafirm¨®, en unas elecciones cr¨ªticas, la decisi¨®n de consolidar el r¨¦gimen, y el partido socialista, que recibi¨® de la sociedad ese encargo, lo asumi¨® con coraje y con buen pulso. Estabilidad gubernamental, neutralidad de los militares, recaudaci¨®n relativamente eficaz de impuestos, pol¨ªticas moderadas, ausencia -excepto en el Pa¨ªs Vasco- de partidos antisistema, profusa actividad legislativa, incorporaci¨®n a una m¨¢s amplia comunidad pol¨ªtica. Todos los indicadores de una democracia consolidada daban muestras de gozar de buena salud.
Todos, excepto los que garantizan una relaci¨®n transparente entre el Estado, el sistema de partidos y la sociedad. La estrategia de consolidar la posici¨®n dominante de un partido reforzando el carisma de su l¨ªder y la obediencia a su n¨²cleo dirigente, m¨¢s la seguridad de sentirse al abrigo de cualquier sanci¨®n, se convirti¨® en invitaci¨®n a la reiterada violaci¨®n de la legalidad. De garantes del respeto a las leyes, las ¨¦lites pol¨ªticas -sobre todo, porque administraban m¨¢s poder, los socialistas- aparecieron de pronto como sus impunes transgresores. As¨ª, aunque institucionalmente asentada, la democracia comenz¨® a sufrir la progresiva erosi¨®n de algo tan inasible, pero tan imprescindible, como es su legitimidad, pues ning¨²n pol¨ªtico puede vulnerar la legalidad y pretender que el r¨¦gimen que permite y oculta tal violaci¨®n, sin reaccionar contra los transgresores con prontitud y energ¨ªa, no sufra un proceso de creciente deslegitimaci¨®n.
Porque aun si comenz¨® con las pr¨¢cticas irregulares de un partido cada vez m¨¢s voraz en las necesidades de su financiaci¨®n y en su estrategia de penetraci¨®n social, el da?o no pod¨ªa dejar de afectar al mismo Estado y a sus relaciones con la sociedad. Cuando un dirigente pol¨ªtico obtiene de la banca cientos de millones de pesetas por informes que jam¨¢s existieron; cuando un ministro aparece vinculado a una operaci¨®n de recalificaci¨®n de terrenos; cuando altos cargos de un ministerio se reparten fondos reservados o aceptan comisiones; cuando un gobernador de un banco central mantiene presuntamente una cuenta de dinero negro, no es la honorabilidad de esas personas lo que est¨¢ en juego, sino la posibilidad misma de que las instituciones p¨²blicas funcionen con los procedimientos propios de la democracia. Pues nadie puede dedicarse durante a?os a esas pr¨¢cticas sin integrarse en redes clientelares o mafiosas que los convierten en sus rehenes impidiendo la transparencia de las instituciones a su cargo.
No se requer¨ªan especiales dotes predictivas para comprender que, sin enfrentarse a las consecuencias pol¨ªticas de, este deterioro, los socialistas estaban cavando su tumba y proyectando una sombra de ilegitimidad sobre el r¨¦gimen pol¨ªtico que hab¨ªan contribuido a consolidar. Ha tardado m¨¢s de la cuenta en hacerse evidente el da?o, pero ah¨ª est¨¢, entero, crecido, como una buena pelota de c¨¢ncer: no a los aleda?os del Estado, sino a su mismo coraz¨®n han llegado las termitas. Y ¨¦se es el problema al que se enfrenta hoy el Gobierno, el Parlamento, el conjunto de la clase pol¨ªtica y hasta la misma democracia espa?ola, porque la inquietud que en algunos produce este rebrote de deslegitimaci¨®n, causa de tantos desastres en el pasado, despierta en otros, no carentes de medios para hacer o¨ªr su voz, un evidente regocijo que desde tertulias y columnas salta a la calle en un murmullo a?orante de soluciones antes llamadas viriles, del gran escobazo. Es de nuevo el desprestigio de los partidos y el escarnio del Estado; es otra vez el sentimiento de alienaci¨®n respecto a la comunidad pol¨ªtica; es la nostalgia del particularismo, unos reivindicando la independencia de su pueblo, otros invitando a no pagar los impuestos; es, en fin, una democracia con p¨¦rdida creciente de cultura c¨ªvica y de legitimidad.
?Es posible reaccionar, existen recursos pol¨ªticos, institucionales, suficientes para invertir el proceso? No en el partido socialista, agotado, roto, incapaz de una renovaci¨®n, de expulsar de su ejecutiva a los primeros responsables de esta situaci¨®n; tampoco, hasta ahora, en el Gobierno, desconcertado, sin pulsa, sin iniciativa, a la eterna espera de sentencias judiciales. ?El Parlamento? Bueno, fue el Parlamento el que acab¨® con el sistema de la old corruption inglesa en el siglo XVIII y, en tiempos m¨¢s recientes, el que liquid¨® una presidencia corrupta en Estados Unidos, pero ni esto es Estados Unidos ni estamos en el siglo XVIII. ?Qu¨¦ queda? Y la imposibilidad de responder a esta pregunta con propuestas concretas, sin recurrir al abstracto consuelo que proporciona la teor¨ªa de que las democracias s¨®lo se consolidan plenamente cuando se produce la segunda alternancia en el poder, es quiz¨¢ lo que mejor define el actual estado de la naci¨®n.
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