La tentaci¨®n del poder y del dinero
En la paz perpetua se?alaba Kant que no es bueno y ni siquiera deseable que el fil¨®sofo sea rey, pues "la posesi¨®n de la fuerza perjudica inevitablemente el libre ejercicio de la raz¨®n". El poder seduce/ paraliza hacia fuera y ciega hacia dentro. Recordemos (con una peque?a variaci¨®n) el dictum de lord Acton: "Si el poder absoluto corrompe absolutamente al poder, a secas, corrompe tambi¨¦n a secas". La certeza de que esto es as¨ª hubiera debido impulsar en los gobiernos socialistas una actitud de vigilancia frente a la tentaci¨®n de disfrutar del poder. Es un deslizamiento suave, sin rupturas, que pasa desde el uso privado del autom¨®vil oficial, a la utilizaci¨®n indebida de la tarjeta de cr¨¦dito o del Myst¨¦re estatal, a las vacaciones a cuenta del Estado, al uso de influencia o informaciones y un largo etc¨¦tera. Todo ello lentamente. Casi sin darse cuenta, lo que al principio resulta inadmisible poco a poco va siendo aceptado. Cuanto m¨¢s tiempo se ocupa el poder m¨¢s f¨¢cil es caer en esa dulce pendiente y m¨¢s ciega es la raz¨®n para controlarlo. Nunca he sufrido la satanizaci¨®n del poder a la que firmemente se aferran no pocos viejos sesentayochistas. Pues no es el poder lo que debamos temer, sino la ceguera que produce en quienes lo disfrutan/ sufren transitoriamente. Pero todo eso se sab¨ªa ya en 1983. Los gobiernos socialistas, con Felipe al frente, empezaron ese lento deslizamiento a mediados de la pasada d¨¦cada y ello fue claramente percibido por la opini¨®n p¨²blica. La grave responsabilidad de Felipe Gonz¨¢lez es que dej¨® pasar con indiferencia las m¨²ltiples oportunidades que ha tenido para cortar a tiempo ese c¨¢ncer, se refugi¨® en la c¨®moda complacencia de pensar que todo ello eran cr¨ªticas malintencionadas, y as¨ª gener¨® una sensaci¨®n de impunidad entre sus fieles de la que hoy nos asombramos.
As¨ª es desde luego sorprendente la osad¨ªa del se?or Rold¨¢n, quien desde el primer momento maquin¨¦ un sistema eficac¨ªsimo de apropiaci¨®n descarada de fondos p¨²blicos y cohecho, una malicia de la que est¨¢ lejos la debilidad del ex gobernador, llevado quiz¨¢ por la pasion pecuniaria que se desat¨® en Espa?a a partir de 1985/86. El resultado neto de aquella no pol¨ªtica, de aquella indiferencia, es que podemos encontramos con la terrible paradoja de que el primer gobernador independiente del Banco de Espa?a (garante de nuestras finanzas) y el primer director civil de la Guardia Civil (garante de nuestra propiedad) acaben en la c¨¢rcel por violar justamente las normas, de cuyo general cumplimiento eran responsables. Pero no podemos olvidar que Rold¨¢n o Rubio no son sino exponentes de un c¨¢ncer que vorazmente se apoder¨® de muchos espa?oles a mediados de la d¨¦cada pasada. Los ejemplos de Mario Conde o de Javier de la Rosa, ingenuamente ensalzados por ?mportantes y poderosos grupos de opini¨®n y de comunicaci¨®n, han generado una enorme desmoralizaci¨®n en la sociedad espa?ola de la que hoy, en una catarsis colectiva, tratamos afortunadamente de desembarazamos.
Pero ello ha dado lugar a una ceremonia de la confusi¨®n de proporciones desmesuradas. Quienes m¨¢s defendieron a los representantes visibles del consumo ostentoso, la pasi¨®n pecuniaria, la monetarizaci¨®n de la vida, la especulaci¨®n y el agio, la ingenier¨ªa financiera y el enriquecimiento a cualquier precio, son hoy los principales inquisidores. Por ello, no debemos olvidar que los casos recientemente descubiertos, y muy especialmente el de Mariano Rubio, est¨¢n siendo utilizados en un bizantino entramado de maquinaciones pol¨ªticas. La de los antiguos gestores de Banesto, como amenaza de lo que puede ocurrir si no se les deja disfrutar en paz de lo defraudado; la de los defensores de Conde o De la Rosa, para hacerse perdonar su pasado; la de los guerristas contra los renovadores; la de la oposici¨®n contra el Gobierno y, finalmente (la mezquina, inhumana y humillante acusaci¨®n del socialista Hem¨¢ndez Molt¨® lo muestra), la del propio Felipe Gonz¨¢lez contra su pasado. Rubio es hoy el v¨¦rtice de un entramado de intereses en su contra y sobre ¨¦l se proyecta la mala conciencia y la culpa de no pocos de sus acusadores. Ello no minimiza el delito, si lo hubiere, o la responsabilidad pol¨ªtica, pero no est¨¢ de m¨¢s recordar a Concepci¨®n Arenal: "Odia el delito y compadece al delincuente". Hoy, demasiados, alientan el odio al delincuente descubierto para hacerse perdonar sus propias faltas.
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