El teatro de las palabras
En la revista The New Yorker le preguntan a Arthur Miller para qui¨¦n escribe, y ¨¦l se queda pensando y contesta luego con calma y desolaci¨®n: "Para los muertos, supongo, o para el p¨²blico que habr¨¢ de llegar". Parece que Arthur Miller, que tiene 78 a?os y una apostura impresionante de dramaturgo a la manera antigua, de vigoroso anciano moralista ¨ªntegro, encuentra m¨¢s dificultades para estrenar una comedia en Nueva York que si fuera un joven indocumentado y novel. Si los vivos no est¨¢n interesados en su teatro, ¨¦l sigue escribi¨¦ndolo para un p¨²blico nutrido en su mayor¨ªa por fantasmas, los fantasmas de quienes ya no existen y los de quienes no han aparecido a¨²n, y cuando se imagine representadas las comedias las ver¨¢ suceder en el escenario de un teatro inmenso y vac¨ªo, y se acordar¨¢ de su padre, a quien dice que le contaba sus obras antes de estrenarlas, y que por su reacci¨®n supo siempre si iban a ser ¨¦xitos o fracasos.A Arthur Miller no le estrenan en Broadway porque no queda sitio para la palabra desnuda y la inteligencia en un sistema teatral que se ha convertido en un cruce entre Disneyworld y Las Vegas. La mejor cultura popular del siglo XX, en la m¨²sica, en el teatro y n el cine, es sin disputa la norteamericana, pero es justamente su pasado de gloria el que certifica los abismos actuales de su decadencia. El cine norteamericano, que nos dio a Gary Cooper, a Humphrey Bogart y a Cary Grant, ahora lo ¨²nico que tiene que ofrecemos es a una cuadrilla de fascistas con m¨²sculos hipertrofiados, camisetas de culturismo y armas autom¨¢ticas. A Arthur Miller lo que le importa, y lo que sabe hacer, es escribir di¨¢logos entre seres adultos: pero las voces humanas no pueden ser escuchadas en una confusi¨®n de disparos, explosiones y efectos especiales, no pueden ser comprendidas ni aceptadas en medio de un infantilismo que convierte la prehistoria en un parque de atracciones, el holocausto en una pel¨ªcula de santos y el pasado de cualquiera en una confortable nostalgia de los dibujos animados de la televisi¨®n. Despu¨¦s de hacer Los Picapiedra, supongo que el siguiente paso en la carrera de Steven Spielberg ser¨¢ crear una l¨ªnea de biberones, chupetes y papillas especialmente concebidos para que los adultos nutran a su ni?o interior.
"Amo contar historias", dice Miller, en un tono entre de disculpa y vindicaci¨®n, "soy un adicto a las palabras". Que el teatro tuviera algo que ver con ellas, las palabras, y m¨¢s exactamente con las palabras escritas era algo que hasta no hace mucho enojaba a cierto n¨²mero de directores y de programadores culturales, as¨ª como a la parte m¨¢s moderna de la intelectualidad. El teatro ten¨ªa que ver con las m¨¢quinas, con las escenograf¨ªas giratorias, con las iterjecciones simiescas, con las gr¨²as, las excavadoras y las hormigoneras, con los caballos, con las v¨ªsceras de diversos tipos de animales, con el v¨ªdeo, con el psicoan¨¢lisis, con la expresi¨®n corporal. Con lo que no les gustaba nada que tuviera que ver el teatro a los programadores culturales, a los directores, iluminadores, dramaturgistas, etc¨¦tera, era con las palabras, con el texto de autor, como ellos dec¨ªan no sin un moh¨ªn de asco, como si hubiera alg¨²n texto, no ya el de una obra teatral, sino el de un manual de instrucciones, que pudiera no haber sido escrito por alguien. A los 19 a?os, sin enterarme de nada, yo termin¨¦ de escribir una comedia, y se la di a leer al director de un grupo de teatro al que conoc¨ªa de la facultad.
-No est¨¢ mal -me dijo al devolv¨¦rmela- Lo malo es que es de teatro de autor.
No es imposible que a Arthur Miller le den los magnates de Broadway respuestas semejantes a la que yo recib¨ª entonces, que, sin embargo, tuvo para m¨ª la ventaja de orientarme muy tempranamente hacia otras variedades del oficio de escribir en las que el manejo de las palabras escritas no fuera tan de antemano sospechoso. Entre los directores, los intelectuales y los subvencionadores administrativos, se las han ingeniado en Espa?a en las ¨²ltimas d¨¦cadas para expulsar al autor teatral del teatro, s¨®lo que su ¨¦xito ha sido tan completo que tambi¨¦n han expulsado al p¨²blico. Al director de uno de esos festivales de teatro de vanguardia que hoy d¨ªa patrocinan hasta los m¨¢s apartados municipios rurales le o¨ª una vez el siguiente dictamen sobre El rey Lear que por esas fechas estaba dirigiendo en Barcelona Ingmar Bergman:
-Bah, es teatro de texto.
Pero no s¨®lo Arthur Miller ama contar historias y es adicto a las palabras: casi todos somos adictos a ellas, y nos gusta que nos cuenten historias y que mediante el misterio desnudo de las palabras dichas en voz alta y de la presencia humana el mundo se nos despliegue delante de los ojos, sobre una tarima en la que puede no haber nada m¨¢s. No hay m¨¢s que dos actores, una mesa, dos sillas y un tel¨¦fono en el escenario del Mar¨ªa Guerrero donde se representa cada noche Oleana, de David Mamet. Ni siquiera ha hecho falta convertir el patio de butacas en una plaza de toros o en una f¨¢brica de cig¨¹e?ales para que, apenas empiezan a conversar con naturalidad los actores, sea uno atrapado en la angustia de un lento asedio y de la demolici¨®n de un hombre, en la construcci¨®n de una mentira laboriosa, tenue y asfixiante como una tela de ara?a.
Arthur Miller escribe para un p¨²blico que no existe todav¨ªa: Oleana nos cuenta una forma de bondadosa, suave y despiadada intolerancia que a¨²n no se ha instalado plenamente entre nosotros, una modalidad policial de censura que se practica en nombre de la igualdad y del respeto -a las mujeres, a las minor¨ªas raciales, a los d¨¦biles- y se difunde como un virus sobre las conciencias, convirtiendo a todo acusado en culpable y estableciendo un chantaje gradual y sinuoso sobre la libertad de expresi¨®n. David Mamet hace un retrato tan magn¨ªfico del modo en que la calumnia y la manipulaci¨®n logran que un hombre justo parezca un monstruo que muchos espectadores acaban juzg¨¢ndolo como tal y no advierten que de lo que trata Oleana es de esas dos pasiones anacr¨®nicas que siempre tuvieron tanto que ver con las palabras: la libertad de conciencia y el derecho a indagar y a decir la verdad.
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