ANTONIO MU?OZ MOLINA Ram¨®n Casas, las mujeres y Proust
Tras el cataclismo del gran incendio del Liceo, los cuadros de Ram¨®n Casas que decoraban uno de sus m¨¢s exclusivos salones viajan a Madrid. En el espacio subterr¨¢neo de la Fundaci¨®n Central Hispano, que tiene una condici¨®n inevitable de c¨¢mara acorazada, lo reciben a uno, nada m¨¢s bajar las escaleras, notas agudas de color que le traen el recuerdo de las pinturas m¨¢s radicales de Degas, de esos fogonazos de rojos, azules y oros que tanto nos sorprenden la primera vez que nos encontramos delante de uno de sus cuadros, no de una de esas reproducciones por culpa de las cuales padece Degas una celebridad enga?osa de pintor amable, con veladuras como de David Hamilton, de impresionista acad¨¦mico.Degas es un pintor no menos visionario que Van Gogh ni menos relevante que Paul C¨¦zanne en la genealog¨ªa del arte moderno. Reci¨¦n ingresado en la exposici¨®n del C¨ªrculo del Liceo, en una quietud dominical de aire acondicionado y moquetas bancarias, encuentro cuadros de Ram¨®n Casas que hasta ahora s¨®lo hab¨ªa podido ver en los libros, y en el primero de ellos, Baile de tarde, tan delicado de azules y malvas, de amarillos y rosas, de blancos de cal suavizados por el sol declinante, por una claridad fresca de atardecer de verano y de toldo, veo enseguida tres fogonazos rojos de Degas, dispersos en lugares irrelevantes del cuadro como para corresponderse en una armon¨ªa secreta, el rojo de una cortina que parece el fondo rojo de un cuadro de Gauguin, el rojo de un abanico, el rojo m¨ªnimo de la pa?oleta de una mujer.
Transitar entre. estos cuadros de Ram¨®n Casas es ir siguiendo la pista de sus manchas de rojo, rojo de blusas de seda y de labios pintados, de faroles de papel que brillan como breves ascuas en un baile de noche de verano, de barretinas vistas de lejos en una tarde nublada de procesi¨®n rural, de cortinajes rojos y terciopelos del Liceo, de cruces rojas de Santiago en el h¨¢bito blanco de unas monjas, de rosas rojas mezcladas con rosas blancas en un gran ramo de flores que una mujer acaba de recibir en su palco.
Hay un rojo nobiliario y un rojo popular de clavel prendido en el pelo de las mujeres que beben an¨ªs en el caf¨¦-concert: hay un rojo eclesi¨¢stico en los vitrales g¨®ticos de una. iglesia, y un rojo profano en los labios, demasiado dibujados y rojos, de una monja que tiene la cara id¨¦ntica a la de casi todas las mujeres de Ram¨®n Casas, que a m¨ª siempre me recuerdan a las mujeres de Proust.
Lo m¨¢s admirable de la obra de Proust, igual que de la obra de Casas, son sin duda los retratos de mujeres de hacia 1900: mujeres con el pelo recogido hacia arriba, con blusas abotonadas hasta el cuello, con perfiles de una perfecci¨®n ligeramente irregular, con resplandecientes vestidos de noche o largas gabardinas modernas para viajar en autom¨®viles solemnes como carrozas. La Gilberte Swann que enamora al protagonista de En busca del tiempo perdido, y le ensombrece de lujuria y amargura la torpe adolescencia, tiene la piel muy blanca y el pelo rojo de algunas modelos de Casas.
Una de las apariciones m¨¢s memorables en las tres mil p¨¢ginas de esa novela es la de la duquesa de Germantes bajando la escalinata de un palacio con un vestido rojo: es el rojo degasiano de Casas el que yo me imagino, del mismo modo que la ligera curva de la nariz de p¨¢jaro de la duquesa es la que se repite en los perfiles femeninos dibujados y pintados por ¨¦l. La sensualidad a la vez descarada y oblicua de Gilberte y el denso erotismo de Albertine est¨¢n en ese retrato de Julia en el que la mirada tiene una turbiedad y un hipnotismo de siesta y de deseo colmado, y en el que son tan carnales los verdes y amarillos de la ropa como la blancura imp¨²dica y sonrosada de la carne.
Proust tiene una vaga fama de decadente que es consecuencia de la falta de lectura de su obra y del influjo fraudulento del cine, as¨ª como de ciertos ep¨ªgonos literarios que cultivan un proustismo de adem¨¢n blando y tienda de disfraces. Pero a Proust, igual que a Ram¨®n Casas, los autom¨®viles, el tel¨¦fono y los deportes lo entusiasmaron mucho antes que al botarate fascista de Marinetti. Las p¨¢ginas que dedica Proust a la sensaci¨®n radicalmente moderna de o¨ªr una voz amada en el tel¨¦fono no contienen menos poes¨ªa que el relato de la c¨¦lebre iluminaci¨®n al probar un trozo de magadalena mojado en una taza de t¨¦.
En A la sombra de las muchachas en flor hay un friso admirable de chicas vestidas de blanco que pasean por la playa de Balbec pedaleando en esas bicicletas l¨ªricas y aerodin¨¢micas de 1900 que tambi¨¦n aparecen en los dibujos de Casas. El amor obsesivo del protagonista de la novela por la confusa Albertine tiene episodios sofocantes de alcoba, pero tambi¨¦n expediciones en coche por caminos rurales en las que la emoci¨®n del deseo es inseparable del v¨¦rtigo del automovilismo, y a consecuencia de las cuales un olor a gasolina puede estremecer a?os m¨¢s tarde la memoria tan intensamente como el perfume habitual de la persona amada.
Misterio y naturalidad
En el cuadro m¨¢s misterioso de los que pint¨® Casas para el C¨ªrculo del Liceo se ve a una mujer al volante de un autom¨®vil de 1899 que tiene los faros encendidos, una mujer con sombrero y velo de viaje y guardapolvo de automovilista que parece estar esperando a alguien, sola en la oscuridad, contra un fondo nocturno en el que brillan las luces de una fiesta. Detr¨¢s del velo, la mujer tiene la cara llena, los labios rojos y carnosos, el pelo negro, los rasgos que se repiten sin monoton¨ªa, pero con perfecta exactitud, en tantos cuadros y dibujos de Casas. Sin duda lo m¨¢s llamativo del cuadro es la naturalidad con que se representa a una mujer cumpliendo un oficio absolutamente masculino y moderno, y tambi¨¦n el contraste entre la nocturnidad del mundo antiguo y la maravilla de la incandescencia el¨¦ctrica. Mirando a esa mujer que ocupa el lugar de un hombre me acuerdo de la Albertine de Proust, y tambi¨¦n del amante que se esconde sin demasiada convicci¨®n ni artificio detr¨¢s del nombre de Albertine, el joven y atl¨¦tico Agostinelli, el amor vano y desesperado de su vida, el ch¨®fer de uniforme a quien seguramente vio Proust m¨¢s de una vez como a Casas le gustaba imaginar o pintar a las mujeres que m¨¢s le atra¨ªan: con ropas de viaje, al volante de un autom¨®vil, en una serena actitud de invitaci¨®n.
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