La Arena de Verona se rinde al 'Otelo' de Domingo
El tenor espa?ol triunfante m¨¢s de 7.000 personas con la ¨®pera de Verdi
Pocos le creyeron cuando, hace un a?o, tras cantar un Payasos con algunos tropezones importantes, dijo que volver¨ªa para interpretar Otelo. Pero el pasado viernes, Pl¨¢cido Domingo cumpli¨® su promesa a la Arena de Verona, y aunque tambi¨¦n esta vez hubo de superar problemas, Cosech¨® un rotundo ¨¦xito con la ¨®pera de Verdi. Uno m¨¢s que a?adir a su ya colmado palmar¨¦s, con el aplauso de los m¨¢s de 7.000 espectadores que ha cen de la Arena un coso ¨²nico en el mundo. ?Cu¨¢l es el m¨®vil b¨¢sico de la proeza? Un veron¨¦s criado en la Arena arriesgaba esta interpretaci¨®n: "Esp¨ªritu deportivo".La Arena de Verona es, en efecto, el Everest de los escaladores del agudo. Su escenario, que en la embocadura mide unos 100 metros, es como un bazar imposible de llenar -en esta ocasi¨®n, con decorados de Luciano-Ricceri- y en el que siempre queda espacio para todo, incluso para el gusto m¨¢s dudoso. Cantantes, coros, cuerpo de baile y figurantes circulan por ¨¦l como una masa digna de Cecil B. De Mille, tan dificil de mover que lo m¨¢s frecuente es que no se mueva en absoluto. ?sa la soluci¨®n adoptada en el Otelo de esta temporada por su director teatral, Giuliano Montaldo.
La ac¨²stica de la Arena es un valor sagrado para los veroneses, y lo cierto es que las voces llegan limpias a casi todos los rincones del recinto. Pero no es menos verdad que lo hacen bajo una sordina tan grande como la noche que las envuelve y como unas distancias que los compositores del siglo pasado hubieran considerado absurdas para alojar sus dramas l¨ªricos.
La orquesta no puede aspirar a dar muchos matices en esas condiciones, y esto es especialmente grave en una obra como Otelo, cuyo espesor sinf¨®nico es el orgullo de los verdianos. El equilibrio entre instrumentos y voces se vuelve inmantenible en los pianos y en los fortes; el director -en este caso, un siempre muy meritorio Daniel Oren- suda para coordinar los concertantes entre cantantes que se sit¨²an a 20 metros unos de otros y que tienen problemas para o¨ªr a la orquesta y distinguirse del enorme coro; en algunas direcciones, las voces encuentran ecos que las hacen irreconocibles.
La conclusi¨®n de todo esto ser¨ªa que hacer ¨®pera en la Arena resulta, cuando menos, poco razonable. Y sin embargo, desde que, en 1913, se represent¨® la primera de las 309 Aidas que este coso romano ha contemplado, por la Arena han pasado todos los divos de la l¨ªrica, desde Maria Caniglia a Maria Callas, Renata Tebaldi, Leyla Gencer o Monserrat Caball¨¦; desde Ebe Stiginiani a Fiorenza Cossotto y Elena Obraztsowa; desde Aureliano Pertile a Tito Schipa, Mario del Monaco, Giuseppe di Stefano, Ram¨®n Vinay o Richard Tucker; desde Carlo Tagliabue a Piero Cappuccilli y desde Ivo Vinco a Bor¨ªs Christoff o Nicol¨¢i Ghiaurov.
Probablemente, en buena medida ello se debe al esp¨ªritu deportivo ya citado y a la magia innegable del p¨²blico que se aglomera en unos grader¨ªos milenarios. Recogido en un silencio milagroso, el p¨²blico de la Arena es el gran espect¨¢culo. Sin ¨¦l, el barullo del escenario ser¨ªa un corro de solitarios. Luego est¨¢ el hecho habitual de que la verdadera luna llena se alce tras el tel¨®n pintado, precisamente cuando Otelo canta eso de "un bacio, ancora un bacio" ("un beso, todav¨ªa un beso") al final del primer acto; o que Pl¨¢cido Domingo pueda hacer su entrada triunfal a bordo de una nave que casi mete la proa sobre las primeras filas de espectadores. No deja de tener su gracia ver, por una vez, el siempre invisible barco de Otelo.
Y resulta mucho m¨¢s agradable todav¨ªa comprobar que Domingo est¨¢ plet¨®rico de una voz llena de color y redondeada en todos sus extremos. El Otelo de este cantante, siempre excepcional, ha ganado profundidad. Por decirlo de alguna manera, se ha ido apartando del perfil apol¨ªneo del difunto James McCracken, tan al gusto de un p¨²blico brit¨¢nico que ha contado mucho en la carrera de Domingo, para adentrarse en la animalidad mediterr¨¢nea del tambi¨¦n fallecido Del Monaco, que, para los italianos, significa el mejor Otelo que recuerdan.
El tr¨¢nsito tiene un precio. En el segundo acto, Pl¨¢cido Domingo dio muestras claras de fatiga frente a un Renato Brusson que afirm¨® su coprotagonismo con un lago extraordinariamente musical y sugerente, de modo que el maestro Oren hubo de frenar la orquesta ("Ora per sempre addio, care memorie") para que el tenor pudiera controlar el resuello. El problema volvi¨® a plantearse al final del acto ("Si, per cel mannoreo giuro"). Pero los dos ¨²ltimos tramos devolvieron a un Domingo extraordinario en pasajes l¨ªricos de la obra, que, como "Dio, mi potevi scagliar", siempre fueron su fuerte, y acompa?ado por una Daniela Dessi que construy¨® una Desd¨¦mona en la mejor tradici¨®n. "Niun mi tema" dio la prueba de que la privilegiada voz del tenor llegaba viva e intacta hasta un final pat¨¦tico. El p¨²blico, rendido, agradeci¨® la entrega de Domingo.
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