Mec¨¢nica popular
?ltimo capitulo
Relato de El mensajero se ofendi¨® mucho. Dijo:
-Se equivoca usted. S¨ª lo entiendo, pero son asuntos que no piensas hasta que das con el ambiente adecuado. A m¨ª, la verdad, esto de que las cosas cambian y ya no sabe una lo que son tambi¨¦n me ha ocurrido alguna vez. Y sin drogarme. Pero esto de ustedes es que es exagerado.
Era un muchacho arrebatador: se mov¨ªa entre la incertidumbre y la certeza, entre lo masculino y lo femenino, como un ni?o entre la fantas¨ªa y la realidad. A m¨ª me gustaba mucho ese gesto de desaf¨ªo con el que sin embargo comenzaba a aceptar lo que ven¨ªamos explic¨¢ndole desde que entr¨®.
-Nosotros -dije encogi¨¦ndome con gesto seductor dentro del abrigo- somos mayores; tenemos otra situaci¨®n econ¨®mica y podemos hacer las cosas a lo grande.
-Lleva raz¨®n -se rindi¨® al fin seducido por el abrigo de vis¨®n- y me va a perdonar que antes afirmara que era usted un hombre. En realidad, es una mujer. Y muy elegante, por cierto.
-?Y yo? -pregunt¨® Francisco preocupado.
-Usted es un t¨ªo, s¨ª se?or. Y esta gata es de lujo, vamos, una persa.
-Las persas tienen el pelo m¨¢s corto -se?al¨¦- Me parece que es de angora.
-?Y Angora d¨®nde est¨¢, en Buenos Aires o en Madrid? -pregunt¨® Francisco.
-No te pongas ahora pesado con eso, creo que estaba en Asia, pero a lo mejor Asia est¨¢ en este sof¨¢. Todav¨ªa no le hemos dado las gracias al muchacho por lo que nos acaba de decir. Muchas gracias, hijo.
-?Ya me gustar¨ªa ser su hijo! -dijo con expresi¨®n de codicia.
-Y a m¨ª tu marido -a?adi¨® Francisco en un ataque de celos. Por un momento sent¨ª que yo llevaba escrito en la frente el destino, de los dos, aunque ninguno se hubiera dado cuenta.
Me encontraba tan a gusto all¨ª, con aquella familia que se acababa de crear de manera espont¨¢nea, que habr¨ªa dado lo que fuera para que ese instante no se rompiera nunca. Recuerdo que la gata me roz¨® los pies y que yo le acarici¨¦ el lomo. Todo era perfecto, aunque hab¨ªa algo en el gesto de Francisco que me preocupaba. Lo atribu¨ª a los celos, todos los hombres los tienen de sus hijos en alg¨²n momento.
-?Qu¨¦ te pasa, Francisco? -pregunt¨¦ con expresi¨®n de paciencia.
-Nada.
-No, dilo.
-Nada, no me pasa nada, de verdad.
-Como si no te conociera -dije-; est¨¢s preocupado,por algo. ?Es por el muchacho?
-?Pero si es una chica! -grit¨® fuera de s¨ª.
El motorista, quiz¨¢ creyendo que de ese modo aumentaba la complicidad establecida conmigo dijo:
-Pues si yo soy una chica, usted es una t¨ªa disfrazada de hombre, ya est¨¢.
Francisco se acerc¨® al motorista con la mano levantada y yo me tuve que poner en medio de los dos para que no descargara su rabia contra ¨¦l. Pero eso le puso todav¨ªa m¨¢s furioso, as¨ª que le dio una patada a la gata, que sali¨® arrastr¨¢ndose en direcci¨®n a la consulta, con una pata rota. Tuve que cerrar la puerta para no o¨ªr sus maullidos.
-?Pero por qu¨¦ te empefias en que sea una chica? -pregunt¨¦ con gesto de s¨²plica.
-Si no es que lo diga yo, lo ha dicho ella -argument¨®Anda, ?por qu¨¦ no te abres la cazadora otra vez? Que te veamos las tetas.
-?Grosero! -grit¨® el rnuchacho.
-C¨¢llate -le orden¨¦ yoSi¨¦ntate de nuevo y qu¨¦date callado, que ahora estamos hablando los mayores.
No soporto estas escenas familiares. Tampoco soy de esas mujeres que dan la raz¨®n siempre a los hijos para fastidiar al marido, pero hay que reconocer que Francisco estaba obcecado. Yo creo que ten¨ªa miedo y el miedo siempre nos hace actuar con violencia.
-Tambi¨¦n al principio te cre¨ªas que est¨¢bamos en Buenos Aires -le dije- y al final tuviste que aceptar que estabas en Madrid. ?No te ha servido eso de lecci¨®n? ?Por qu¨¦ no eres m¨¢s tolerante con los deseos del muchacho? ?Acaso crees que si se queda con nosotros voy a cuidar menos de ti?
En lugar de responder, se sent¨® en el otro extremo del sof¨¢ y empez¨® a construir un silencio rencoroso. Yo me tem¨ªa lo peor, pero ya estoy acostumbrada a lo peor, de manera que me sent¨¦ entre los dos a esperarlo.
Al poco, Francisco me mir¨® con miedo, como si se hubiera dado cuenta de repente de que yo llevaba escrito en la frente su destino y no pudiera soportarlo. En seguida comenz¨® a tiritar, haci¨¦ndome ver que estaba en Buenos Aires, al mismo tiempo que yo me ahogaba en un sofoco. Quise atribuirlo a la menopausia, pero soy joven para eso, d¨¦ manera que hube de admitir ¨ªntimamente que hac¨ªa calor. Entonces ¨¦l se levant¨®, se puso frente a m¨ª con la cabeza agachada y me pidi¨® que le devolviera el abrigo.
-?Por qu¨¦? -dije- Sabes que me gusta mucho.
-Porque tengo fr¨ªo.
Me volv¨ª al muchacho, apoy¨¢ndome en su hombro con intenci¨®n de llorar, pero no me sal¨ªan las l¨¢grimas, quiz¨¢ ya no era una mujer. En cualquier caso, el motorista era una motorista, se lo not¨¦ en los ojos, y de s¨²bito parec¨ªa tan asustada como Francisco por lo que ocurr¨ªa all¨ª. De manera que rechaz¨¢ndome se incorpor¨® y sali¨® corriendo en direcci¨®n a la puerta por la que hab¨ªamos entrado todos sin que nadie hubiera logrado salir hasta el, momento. Yo contuve la respiraci¨®n unos segundos alimentando la esperanza de que. apareciera otra vez en seguida con cara de desconcierto, pero se ve que en esa ocasi¨®n s¨ª hab¨ªa logrado salir porque no regres¨®. Me volv¨ª a Francisco y, resignada, (resignado ya, en realidad) le dije:
-Te lo devuelvo todo; el abrigo, la falda, la melena, todo. Y t¨² dame mis calzoncillos y mi traje.
Nos metimos en el aseo para cambiarnos los nombres y la ropa, pero yo tuve la impresi¨®n de que lo que de verdad intercambi¨¢bamos eran los cuerpos: yo me pon¨ªa sus brazos y sus piernas y sus genitales masculinos, mientras que ¨¦l (ella en realidad) se colocaba mi melena y mi vientre y mi pikuki, no olvidar¨¦ jam¨¢s ese nombre, pikuki. Al salir, nos habl¨¢bamos nuevamente de usted. Ella era una de esas mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. No he conocido a muchas, pero siempre que me he tropezado con alguna he huido de ella con id¨¦nticas dosis de arrepentimiento y de dolor.
Me sent¨¦ en el sof¨¢ con el gesto de un hombre vencido y la contempl¨¦ lleno de agon¨ªa mientras iba de un lado a otro de la sala dentro de su abrigo de vis¨®n. A ratos me acordaba de su meato urinario y a ratos de su pez¨®n retr¨¢ctil y me mor¨ªa de las ganas de decirle una groser¨ªa. No lo hice por temor a que ella no captara la nostalgia en la que habr¨ªa ido envuelta esa groser¨ªa, pero tambi¨¦n porque llevaba dibujado en su rostro ese desconcierto caracter¨ªstico de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. Dios m¨ªo, me mor¨ªa de ganas de decirle algo, pero todas las palabras se deshac¨ªan en la boca antes de atravesar la. empalizada de los dientes. Afortunadamente, como soy un seductor, logr¨¦ liberar los recursos que suelo utilizar con las mujeres que no llevan escrito en la frente mi destino. Dije:
-No s¨¦ c¨®mo puede soportar ese abrigo con el calor que hace.
La verdad es que no hac¨ªa calor, pero tampoco habr¨ªa sido capaz de decidir en ese instante si el fr¨ªo ven¨ªa de afuera o lo llevaba yo dentro, en mis entra?as, como una pr¨®tesis interior que. me ha acompa?ado toda la vida, porque siempre, desde muy peque?o, he tenido fr¨ªo; quiz¨¢ por eso so?aba con estar en el interior de aquel abrigo de vis¨®n, con ella a ser posible, dici¨¦ndonos el uno al otro esas cosas que s¨®lo pueden decirse de los cuerpos, porque los cuerpos (ahora s¨¦ que es verdad, que la mec¨¢nica no miente) sustituyen, como el pronombre, a algo de lo que estamos amputados y de lo que no podemos hablar sin la mediaci¨®n de los ¨®rganos porque no sabemos qu¨¦ es.
Ella se volvi¨® hacia m¨ª con una expresi¨®n de desconcierto enloquecedora (¨¦sa es una de las caracter¨ªsticas de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, el desconcierto) y dijo:
-?Por qu¨¦ dice usted que hace calor?
-Porque lo hace. Adem¨¢s, es normal, estamos en agosto.
-En Buenos Aires, en agosto, hace mucho fr¨ªo.
No pude continuar porque sab¨ªa que algo se hab¨ªa roto entre nosotros, quiz¨¢ lo hab¨ªa roto yo sin darme cuenta (¨¦sa es otra de las caracter¨ªsticas de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino: que entre ellas y yo siempre hay una cosa Tota). Adem¨¢s, si he de decir la verdad, a esas alturas yo no habr¨ªa podido asegurar que estuvi¨¦ramos en Madrid. De manera que permanec¨ª callado, enfermando de amor por aquella mujer inalcanzable. Entonces, se abri¨® la puerta de consulta, apareci¨® la doctora cojeando de la pierna derecha y dijo que pasara el primero, que era yo.
Ma?ana comenzar¨¢ la publicaci¨®n de El caso del escritor desle¨ªdo, un relato en siete cap¨ªtulos de Juan Mars¨¦, ilustrado por Txomin Salazar.
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