El caso del escritor desle¨ªdo (y 7)
Relato de Al atardecer de aquel mismo d¨ªa, despu¨¦s de dar una conferencia en el Instituto Franc¨¦s, que tuvo que suspenderle por su inexplicable incomparecencia -aunque ¨¦l es tuvo all¨ª, sentado en su mesa de conferenciante, disertando magistralmente durante una hora sobre los, probables ingredientes que conten¨ªa la famosa p¨®cima que transfigur¨® al gentil doctor Jeckyl en el peludo Mr. Hide-, al llegar a casa vio a su mujer y a sus hijas comiendo pizzas frente al televisor. Nunca le hab¨ªan gustado las pizzas. Pidi¨® a Olvido su plato de acelgas y sus dos rodajas de merluza de cada noche, pero ella no le respondi¨® ni dej¨® de mirar la televisi¨®n. R. L. S. se acerc¨® m¨¢s, se par¨® delante de su mujer, tapando la pantalla, y de nuevo reclam¨® su frugal cena. Ni caso, y adem¨¢s, tanto Olvido como las ni?as segu¨ªan sorbiendo ¨¢vidamente con los ojos el mejunje multicolor de la pantalla a trav¨¦s de su cuerpo et¨¦reo, ya totalmente transl¨²cido: ahora en medio de sus pulmones pod¨ªa verse una lavadora centrifugando, un paquete de detergente y dos parlanchinas amas de casa. -Olvido, por favor... La cena.Su voz era apenas un susurro, no pod¨ªa competir con la ch¨¢chara del anuncio. Despu¨¦s de varios intentos, comprendi¨® que no le ve¨ªan ni le o¨ªan y se sent¨® abatido en el sof¨¢ junto a sus hijas. Percib¨ªa el olor de sus cabellos y se conform¨® con eso. En realidad no ten¨ªa hambre, s¨®lo ganas de dormir, y no pod¨ªa: se le cerraban los p¨¢rpados de ceniza, pero a trav¨¦s de ellos todo a su alrededor giraba como un tiovivo. Su¨¢vemente, con una mano que ya no era de este mundo, acarici¨® el pelo y la nuca de su hija peque?a, y ella ni se enter¨®. Poco despu¨¦s Olvido se levant¨® y dijo "Ya est¨¢ bien por hoy", apag¨® el receptor y ella y las ni?as se fueron a dormir, dej¨¢ndole solo. Obedeciendo a no sab¨ªa qu¨¦ ¨²ltimo resorte de la memoria muscular o de la buena crianza, aun tuvo tiempo y energ¨ªas para incorporarse a medias y decir "buenas noches", cuando ya las tres mujeres desaparec¨ªan de su vista. Luego volvi¨® a sentarse, y all¨ª muy quieto en un extremo del sof¨¢, en medio del silencio de la casa, escuch¨® el rumor de sus c¨¦lulas y de sus huesos deshaci¨¦ndose poco a poco; era un leve crujido casi armonioso, como el de la brisa meciendo un ca?averal verde en un atardecer de verano, eso pens¨® R. L. S., y, escritor al fin y a pesar de todas las calamidades, decidi¨® probar una vez m¨¢s a anotar el simil en su peque?o bloc de notas. Apenas pod¨ªa empu?ar el bol¨ªgrafo. Escribi¨® compulsivamente con una caligraf¨ªa ¨¢gil y armoniosa, intachable, pero invisible. "Bueno -se dijo con una sonrisa que se sostuvo fugazmente en el aire como un plum¨®n-, no hay mal que por bien no venga: finalmente parece que he conseguido lo que m¨¢s deseaba, la escritura transparente, el estilo invisible. Que se jodan los cr¨ªticos". Frente a ¨¦l, en un hueco de la gran librer¨ªa que llegaba hasta el techo, el receptor apagado de la televisi¨®n se agazapaba insomne rumiando su veneno, y su pantalla ahora sin luz, cenicienta, miraba a R. L. S. de reojo con un reflejo mortecino, regurgitando todav¨ªa resabios de im¨¢genes. Lo que no reflejaba era su propia imagen; al sof¨¢ s¨ª, sombr¨ªamente, pero ¨¦l ya no estaba sentado all¨ª. Entonces sinti¨® diluirse en sus venas la certeza de la sangre y el polvo audiovisual de la memoria, sinti¨® como un vertiginoso desag¨¹e interior por el que se le estaba escurriendo la vida desde la ra¨ªz de los cabellos hasta la planta de los pies. Anidaba en su pecho y en su cabeza un aire enrarecido, ancestral y ensimismado como el polvo que flota despu¨¦s del hundimiento de una casona vieja y desahuciada. Evanescente y remoto, ya sin miedo, resignado a su suerte, el cuerpo se le antojaba traspasado por la niebla y la luz de otro planeta, invadido por el polvo de m¨¢rmol que sue?an las galaxias, por el aire espeso de las tumbas. Y con estas emociones, nunca antes sentidas, se durmi¨®.
Desapareci¨® definitivamente en el transcurso de la recepci¨®n anual ofrecida por el Rey a lo intelectuales en el palacio de la Zarzuela. No se sabe si la fecha fue premeditada. Unos d¨ªas antes, su estado evanescente en fase terminal hab¨ªa experimentado. una ligera mejor¨ªa -una cierta consistencia nebulosa, si bien persist¨ªa la transparencia cristalina de la osamenta- y nada hac¨ªa prever de inmediato un desenlace tan fulminante.
?l mismo intuy¨® que su disoluci¨®n era inminente cuando entraba en el amplio sal¨®n, abarrotado de invitados que beb¨ªan y conversaban formando corros, y notar que sus pies hab¨ªan perdido el contacto con el suelo. El segundo s¨ªntoma lo percibi¨® al intentar coger el elegante bast¨®n de un colega muy envarado para darle con la empu?adura de marfil en la cabeza -bromeando, naturalmente, y a modo de saludo- y su mano no cogi¨® m¨¢s que aire. Entonces palideci¨® hasta confundirse con el aire. Ingr¨¢vido silencioso, lo que en estos momentos quedaba de ¨¦l era poco menos que un recuerdo vago, una idea remota y adulterada, tres letras sepultadas en el polvo, y fue en ese estado f¨ªsico de evaporaci¨®n irreversible que R. L. S. se acerc¨® t¨ªmidamente a los corros de amigos y colegas para quedarse escuchando sus opiniones muy quieto y un poco al margen, cabizbajo, las manos a la espalda. En eso estaba, admirando el floripondio del idioma o la galanura gestual de unos y de otros, un rato aqu¨ª y otro m¨¢s all¨¢, cuando, creyendo que alguien detr¨¢s suyo le requer¨ªa para ser presentado y saludar al Rey, se gir¨® diligente. ofreciendo su mano abierta para descubrir en el acto que no era el monarca el que le tend¨ªa la suya, sino un avispado mallorqu¨ªn con flequillo, por lo que encogi¨® bruscamente el brazo y se retorci¨® el l¨®bulo de la oreja sonriendo burlonamente. Y en ese preciso instante, visto y no visto, R. L. S. se diluy¨® por completo dejando boquiabiertos a los que hab¨ªan podido distinguir en alg¨²n momento su borrosa figura. La ¨²ltima fase de su desleimiento se produjo de manera rotativa y vertiginosa, girando sobre s¨ª mismo como si un remolino de viento lo chupara despu¨¦s de desvivirlo y deshacerlo, all¨ª enmedio del sal¨®n, rodeado de invitados sosteniendo vasos de whisky.
No se le oy¨® despedirse, disculparse ni lamentarse de nada, y no dej¨® el menor rastro. El din¨¢mico mallorqu¨ªn, cuyas dotes de percepci¨®n de la realidad po¨¦tica nunca fueron notables, ni dentro ni fuera de la Zarzuela, y que se hab¨ªa quedado con la mano tendida a la nada y con un palmo de narices, balbuce¨® la evidencia: "?Se ha ido, y de qu¨¦ modo! ?Qu¨¦ maleducado!"
Alguien entre los presentes crey¨® o¨ªr todav¨ªa, en medio de la ef¨ªmera estela de polvillo que permaneci¨® flotando unos segundos, un hilo de voz lanzando un agravio que al cabo del tiempo el mismo agraviado chorizo tambi¨¦n olvidar¨ªa. En todo caso, nunca jam¨¢s volvi¨® a hablarse de R. L. S., porque no qued¨® memoria de ¨¦l ni de su obra. El d¨ªa que se fue, totalmente desle¨ªdo, era el 23 de abril, Festividad de Libro. En mi modesta opini¨®n, no pudo elegir d¨ªa m¨¢s apropiado ni ocasi¨®n mejor.
Ma?ana comenzar¨¢ la publicaci¨®n de El t¨ªo Mario, relato en siete cap¨ªtulos de Julio LLamazares, ilustrado por Clara Gangutia.
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