La mala conciencia
Un carnicero amigo me cont¨® que un d¨ªa abandon¨® el establecimiento para cortarse el pelo en la barber¨ªa de al lado, y mientras estaba fuera llamaron por tel¨¦fono preguntando por ¨¦l de parte de la polic¨ªa.-?Qu¨¦ quer¨ªan? -inquiri¨® algo preocupado a su mujer, que hac¨ªa de cajera y atend¨ªa el tel¨¦fono.
-Hablar contigo. Dijo que era el inspector Gonz¨¢lez y que volver¨ªa a llamar. ?Has hecho algo?
El carnicero no hab¨ªa hecho nada, pero sab¨ªa que no hay ciudadano que bien investigado no merezca 10 a?os de c¨¢rcel, de manera que, mientras intentaba concentrarse en el descuartizamiento de una ternera que acababa de entrar por la puerta de atr¨¢s, iba repasando su vida para ver si encontraba en ella algo que pudiera interesar a un inspector. Hombre, es cierto que pose¨ªa ciertas inclinaciones criminales, pero, las sublimaba acuch¨ªllando con t¨¦cnica a los cerdos y colg¨¢ndolos de un gancho por el cogote. Nunca hab¨ªa necesitado matar fuera de casa como otros, pues con los animales que desfilaban semanalmente por su trastienda saciaba de sobra estas inclinaciones. Peor resueltas ten¨ªa sus necesidades sexuales, pues su mujer, la cajera, dec¨ªa que cuando iban a hacer el amor se le ven¨ªa la imagen de ¨¦l con el cuchillo de descuartizar en la mano y se le quitaban las ganas. O sea, que las urgencias ven¨¦reas s¨ª las ten¨ªa que resolver fuera de casa, pero, el adulterio ya no era un delito. Por otra parte, se hallaba al corriente de sus obligaciones fiscales y su establecimiento cumpl¨ªa todas las reglamentaciones sanitarias vigentes. A lo mejor su carne ten¨ªa un poco de clembuterol en los tejidos, pero el clembuterol no lo pon¨ªa ¨¦l, sino el sistema: en eso era una v¨ªctima del sistema, como Mario Conde.
De s¨²bito se acord¨® de que en el mostrador ten¨ªa una calavera humana de pl¨¢stico, aunque la verdad es que parec¨ªa de hueso: se trataba de una broma que por lo general no sentaba mal a sus clientes. Adem¨¢s, si a los fil¨®sofos y a los poetas se les permit¨ªa tener restos humanos sobre su mesa de trabajo, no comprend¨ªa por qu¨¦ no a un carnicero, que al fin y al cabo estaba m¨¢s cerca que ellos, los fil¨®sofos y los poetas, de las verdades ¨²ltimas de la existencia. De todos modos, pens¨® que aIguien pod¨ªa haber denunciado este detalle po¨¦tico a la polic¨ªa y decidi¨® retirarlo del mostrador.
Transcurrieron 15 d¨ªas sin que se repitiera la llamada; durante esas dos semanas el insomnio y la angustia se aliaron en el interior de la conciencia de mi amigo para hacerle polvo. Acuchillaba sin sa?a los cerdos y ped¨ªa perd¨®n a los conejos antes de arrancarles la piel, por si acaso. Adem¨¢s, tampoco cometi¨® adulterio durante esa temporada. Pese a ello, su sentimiento de culpa no dejaba de crecer. Finalmente, un d¨ªa de la tercera semana decidi¨® entregarse. As¨ª que fue a la comisar¨ªa m¨¢s cercana y dijo que ¨¦l era el carnicero a quien hab¨ªa llamado por tel¨¦fono el inspector Gonz¨¢lez.
- Qu¨¦ bien -dijo el inspector- otro testigo.
- Otro testigo ?de qu¨¦? -pregunt¨®.
Le explicaron entonces que un falso inspector hab¨ªa estado llamando a los establecimientos del barrio pidiendo a sus propietarios que se anunciaran en una falsa revista de la polic¨ªa. Cayeron todos en la trampa menos el peluquero, que por alguna raz¨®n no ten¨ªa mala conciencia, y denunci¨® el sutil chantaje. Mi amigo respir¨® hondo, pero de todas formas pregunt¨® al inspector si ten¨ªan una revista, al objeto de contratar unos m¨®dulos. Desde entonces ha recuperado el placer de acuchillar terneras y de cometer adulterio.
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