Un canto de cisne
Sal¨ª de casa y me encontr¨¦ a Alberto Closas, "?Qu¨¦ haces por este barrio?" (no es que mi barrio sea absurdo, sino alejado de su vida) y ¨¦l me contest¨® que hab¨ªa ido al abogado laboralista -supongo que a Vizca¨ªno Casas, que es de mi barrio; y de teatro y de cine- para su jubilaci¨®n, y hab¨ªa sabido que su pensi¨®n, despu¨¦s de ser actor toda su vida, un poco m¨¢s larga a¨²n que la m¨ªa, era de cuarenta mil pesetas al mes. Por eso ha muerto casi en escena: esto es, porque haciendo El canto de los cisnes, de Arbuzov, en el teatro Alc¨¢zar, con Amparo Rivelles de compa?era, comenz¨® a salirle una extra?a ronquera, un picor en la garganta, un ahogo en la voz: y es que ten¨ªa un c¨¢ncer y se estaba muriendo.Una de las partes de la leyenda del teatro es ¨¦sta: que el espect¨¢culo debe continuar, pase lo que pase, y es que la pobreza del teatro era, y es, de tal magnitud, que si no se trabaja in articulo mortis, se deja sin comer a los compa?eros. Por eso muri¨® Moli¨¦re pr¨¢cticamente en escena: vestido con un traje amarillo, y por eso el amarillo es, desde entonces, un color supersticioso -de mala suerte- en el teatro.
Alberto Closas: estaba en la compa?¨ªa de Margarita Xirgu en Madrid, se qued¨® en el exilio forzado, y sigui¨® trabajando en Am¨¦rica. No era rojo como Margarita: le dejaron volver. Y fue otra vez rojo, porque hizo el personaje central -entre varios personajes centrales- de La muerte de un ciclista, de Bardem: otra vez rojo. El era, sin embargo, silencioso, discreto: como un actor, como un espa?ol de cualquier tiempo que ha de callar lo que es, y hasta ha de no ser nada, para sobrevivir. Era un gal¨¢n elegante, serio, ir¨®nico; un gal¨¢n de muchas damas que no perd¨ª nunca el toque del humor. As¨ª estuvo mas de medio siglo, yendo y viniendo de Madrid a Buenos Aires, donde nunca hab¨ªa perdido el nexo: m¨¢s de medio siglo dando clases de interpretaci¨®n, agarrado al m¨¦todo -Stanislawski o sus sucesores en Estados Unidos- y tambi¨¦n a la intuici¨®n, a la ense?anza del tablado, con Margarita Xirgu detr¨¢s. Dio esa escuela a quien le escuch¨®: padre de actores, gal¨¢n de todas las damas posibles, encantador de todos los cr¨ªticos, pas¨® de O'Neil a la alta comedia, y al vodevil, y a veces a alg¨²n cl¨¢sico: qu¨¦ mas d¨¢, el actor ha de hacer todo lo que le pongan por delante, para llegar a alcanzar las cuarenta mil pesetas mensuales cuando se retire.
Era un buen actor. Fallaba en los estremos: porque, despu¨¦s de toda la vida, despu¨¦s de cincuenta o de casi sesenta a?os de trabajar en un escenario sent¨ªa, como todos los grandes, el terror de enfrentarse al p¨²blico en una noche de estreno: se le olvidaba el texto, que realmente se sab¨ªa. Al d¨ªa siguiente lo recuperaba: dos d¨ªas despu¨¦s, si el autor no era gran cosa, o si la comedia se iba al foso, lo agrandaba, lo cambiaba; suprim¨ªa la estupidez que pod¨ªa, a?ad¨ªa el ingenio que se le ocurr¨ªa. Como debe ser. El purista a veces exige al actor que no se aparte de la letra: cu¨¢ntas veces, si el actor no hubiera a?adido algo -algo que mandaba el p¨²blico, que requer¨ªa desde el patio de butacas, cuando hab¨ªa gente en el patio de butacas la comedia hubiera desaparecido. Hablo de un teatro menor. Y el actor nunca es menor: es el texto, es la direcci¨®n, la que le hacen trabajar a veces en vano.
Alberto Closas hizo siempre el teatro que pudo hacer: como todos. Siempre lo defendi¨®. Era mejor cuando el texto que ten¨ªa que decir no era enteramente idiota; si era idiota, lo dec¨ªa como mejor pod¨ªa, le a?ad¨ªa su humor, su iron¨ªa o su emoci¨®n. Fue un gran actor hasta el final, y se le despide como lo que era. Con el recuerdo de esta ¨²ltima obra que ten¨ªa el canto predestinado para ¨¦l: El canto de los cisnes. Fue su ¨²ltimo y gran canto.
Babelia
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