Juegos de villanos
Cuando termin¨¦ de pagarle -y s¨®lo cuando termin¨¦-, la se?orita el supermercado me hizo entrega de un peque?o artefacto diab¨®lico con tres bolitas corriendo atolondradamente en torno a otros tantos hoyos tan leves que parec¨ªan manchas.Por lo visto ese es el ¨²ltimo hallazgo genial de los publicistas: convencidos de que todos llevamos un lud¨®pata agazapado en la gen¨¦tica (yo sin duda lo llevo), se le propone un jueguecito al cliente -al que ya ha pagado- que le mantenga sujeto a la nostalgia de la caja registradora como si fuese una especie de ¨²tero primigenio. En este caso se trataba de meter las bolitas en los tres hoyos, algo que seg¨²n averig¨¹¨¦ por azar en la revista Ajedrez Ut¨®pico es m¨¢s improbable que conseguir un hoyo en uno en el c¨¦lebre golf de Hell Canyon, Escocia, un campo para neur¨®ticos ricos pues los hoyos se distribuyen en tres islas batidas por el mar embravecido de Stevenson, y la pelota que no se pierde en el agua la capturan las gaviotas. Han desarrollado una gran destreza y los escoceses, grandes aficionados al golf, a las gaviotas y al rugby, ya est¨¢n imaginando la forma de hacer un juego-matrimonio con los tres, un tri¨¢ngulo, y forrarse.
Pues bien: en el mismo instante de recibir la cajita, el temblorcillo de mi mano de tabacoalcoh¨®lico en ciernes hizo que las tres peque?as pelotitas quedaran atrapadas en las manchas. Es m¨¢s: hizo que se quedaran. La f¨ªsica todav¨ªa nos puede sorprender. La se?orita mir¨® dos veces, se recre¨® en la perfecci¨®n arm¨®nica de las pelotitas en sus huecos, y luego me alarg¨® dos tarjetitas de juguete y me dijo que hab¨ªa ganado 2.000 pesetas, por diestro.
Muy bien, pues vengan, le dije. ?Oh no!, me dijo: no estaba autorizada. Qui¨¦n lo estaba, quise saber. Me mir¨® un poco estupefacta por la pregunta, quiso pensar un poco y recobr¨® su aire festivo. Pues no lo s¨¦, dijo, pero imagino que el se?or X lo sabr¨¢.
No les voy a castigar a ustedes con la b¨²squeda del se?or X, que s¨®lo apareci¨® al cabo de veintisiete minutos de llamadas de megafon¨ªa con esa seguridad repelente que tienen los jefes que saben las respuestas. Seg¨²n me inform¨® con una voz de ventanilla de Hacienda, en el supuesto de que yo quisiese cobrar esa bonificaci¨®n -se le notaba at¨®nito de que yo aspirara a semejante miseria- ten¨ªa que solicitarlo en la central del supermercado, que naturalmente no estaba en el centro, sino justo al otro lado de la ciudad, en las ant¨ªpodas, para fastidiar. Adem¨¢s, me notific¨® X, ten¨ªa que llevar un manojo de puerros. ?Puerros?, pregunt¨¦ con el mismo est¨²pido desamparo del que le pregunta al gorila de una discoteca: "?Carn¨¦ de socio?". S¨ª, puerros, reiter¨®, y es indispensable que sean puerros de aqu¨ª. Pronunci¨® aqu¨ª como si los puerros de cualquier otro sitio no llegasen m¨¢s que a berenjenas.
Ya mi madre me dec¨ªa que nunca me aguantar¨ªa nadie. ?stos no saben con qui¨¦n est¨¢n hablando, me dije. Decid¨ª cobrar las 2.000 aunque fuese lo ¨²ltimo que hiciese, y por lo tanto ir a por los puerros, pero de inmediato me hicieron observar que no pod¨ªa volver a meter mi compra en el supermercado. Pretend¨ª dejarla en consigna y entonces me enter¨¦ de que no aceptan guardar lo que ellos mismos venden. Fui hasta mi casa y luch¨¦ con otros automovilistas por un hueco en doble fila, y luego me las arregl¨¦ para que cupi¨¦ramos mis bolsas y yo en el ascensor, y luego en la nevera, sin m¨ª, mientras juraba no volver a comer tanto.
Regres¨¦, pues, y compr¨¦ los puerros: unos puerros, a decir verdad, vulgares, atados indecentemente con un el¨¢stico que parec¨ªa una liga. Los iba a pagar, despu¨¦s de hacer cola en la caja r¨¢pida, cuando un se?or id¨¦ntico a X pero que no era ¨¦l me pregunt¨® si no iba a comprar nada m¨¢s. Lo mir¨¦. Ya he comprado por importe de 27.985 pesetas, le inform¨¦, pretend¨ªa impresionarle. ?S¨ª?, se interes¨® ¨¦l amablemente. Miraba en torno m¨ªo, como inquieto por d¨®nde pod¨ªan haber ido a parar mis compras. Se lo expliqu¨¦. Sonre¨ªa, esc¨¦ptico. Me acord¨¦ de X, mi amigo. Le volvieron a llamar por la megafon¨ªa. Para entonces una respetable asamblea de marujas me observaba intentando adivinar qu¨¦ es lo que yo hab¨ªa hecho.
Fueron apareciendo varios X pero ninguno era el m¨ªo. Todos hab¨ªan ido al peluquero, vest¨ªan como remotos modelos de gentleman y llevaban pisacorbata, todos hubieran podido ser parientes y sin duda alguna eran paisanos, pero no, ninguno era X, mi X. Entonces lleg¨® X. Era como todos los dem¨¢s x, aunque m¨¢s, mucho m¨¢s, hasta el punto de traicionar su pretensi¨®n de parecer Y. Pero no: pese a todo se ve¨ªa claramente que por mucho que se esforzara se hab¨ªa quedado en X. Bien: X se hizo explicar toda la historia desde el principio, se la volvi¨® a hacer explicar -es algo que he observado: cuanto m¨¢s alto es el cargo en estos sitios, menos comprende-, y entonces, mir¨¢ndome con la misma suspicacia de las marujas, me pregunt¨® por mi abundante compra.
Y as¨ª estamos, en su despacho, flanqueado yo por dos perros guardianes que responden a los nombres de LL y N. Ninguna se?orita de este super me recuerda (yo tampoco a ella), y muchos x han acudido a identificarme pero no el m¨ªo. Ya me he resignado a no demostrar que yo hab¨ªa realizado una compra de casi 28.000 pesetas -me miraban el aspecto y no se lo cre¨ªan-, y me limito al desesperado intento de convencerles de que no quer¨ªa robar los puerros: Nadie puede querer robar puerros. Pero cuando ya estoy a punto de convencerles, se acuerdan del juego de las pelotitas, que reconocen, en efecto, como suyo. Y eso es lo que me delata, dicen. Pues meter las pelotitas es imposible.
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