Navidad en Londres
Cuando un libro me grita "?Escr¨ªbeme!", viajo a Londres y me encierro a trabajar durante nueve horas diarias. Nada ni nadie me distrae en la capital brit¨¢nica. La gente es fr¨ªa, la comida mala y el clima espantoso. Par¨ªs o Roma son ciudades que me convocan a recorrerlas, hacerles el amor con la vista, pasar horas sentado en un caf¨¦. Los horarios surrealistas de Madrid, el encanto de su gente, la calidez y la calidad de su vida me impiden escribir all¨ª.No obstante, como 'Para compensar, Londres tiene el mejor teatro, la mejor ¨®pera, las mejores exhibiciones y la mejor informaci¨®n del mundo. Sus librer¨ªas y bibliotecas se asemejan a la idea que Borges se hab¨ªa del para¨ªso. Y en Navidad, incluso, la gente cambia y la ciudad se llena de bullicio y luces. ?sta sigue siendo una ciudad de Dickens, y si durante once meses del a?o sus habitantes se conducen, m¨¢s o menos, como el miserable e hip¨®crita Scrooge del Cuento de Navidad, en diciembre todos asumen el esp¨ªritu del peque?o Tim y de la familia Cratchit. La p¨¦rfida Albi¨®n se cubre de acebo, huele a pino y la corona la estrella de Bel¨¦n: que Dios nos bendiga a todos.
Los dos teatros de ¨®pera londinenses ofrecen este mes: la English National Opera, una Jov¨¢ntchina de Mussorgski en la que la efigie modernizante del zar Pedro el Grande vigila a los cantantes como el Hermano Mayor de Orwell y Rusia vive y revive su eterno drama: ?ser occidental o eslava, moderna o arcaica, liberal o autocr¨ªtica? En el Covent Garden, la espl¨¦ndida y muy joven cantante rumana Angela Gheorgiu da, al fin, una Traviata comparable a la de Maria Callas: una Magdalena surgida de la tumba para apocopar, en la memoria, una vida cuya paradoja es "morir tan joven habiendo amado tanto". S¨®lo la televisi¨®n brit¨¢nica sabe adaptar novelas a la pantalla chica, y la versi¨®n de Martin Chuzzlewitt, de Dickens, en la BBC es un goce de ritmo, caracterizaci¨®n y actualidad: el Reino Unido y Estados Unidos son dos pa¨ªses separados por una lengua com¨²n.
El genio de la representaci¨®n ingl¨¦s consiste, de este modo, en darle actualidad a las obras del pasado sin restarles su contexto hist¨®rico, sirio, m¨¢s bien, exalt¨¢ndolo para nuestras vidas presentes. Nada cumple mejor estas metas que la joya de esta temporada teatral, la nueva versi¨®n de Hamlet dirigida por Peter Hall en el teatro Gielgud. Hamlet es el m¨¢s grande icono de la historia del teatro: T. S. Eliot lo llam¨® "la Mona Lisa de la literatura", y en su rostro se pueden pintar bigotes como lo hizo Dal¨ª con la obra de Leonardo. No importa. En su gran ensayo sobre la contemporaneidad de Shakespeare, el cr¨ªtico polaco Jan Kott dijo que Hamlet "es como una esponja". A menos que sea puesta en escena de manera deliberadamente anticuada, es una obra que "inmediatamente absorbe todos los problemas de nuestro tiempo".
Me ha tocado ver algunos Hamlet m¨¢s o menos tradicionales. En el teatro, la versi¨®n apasionada y terrena de Richard Burton y la versi¨®n freudiana, amanerada, de Peter O'Toole; en cine, la versi¨®n madura y po¨¦tica, a veces sorpresiva, de Lawrence Olivier, y, en disco, la celebrada y declamatoria actuaci¨®n de John Barrymore. En todas ellas, el elemento com¨²n era la melancol¨ªa del pr¨ªncipe, su incertidumbre: Hamlet, el rey de la duda. Peter Hall nos recuerda que Hamlet tiene ya 30 a?os y carece de un proyecto vital; como todos los herederos, su profesi¨®n consiste en esperar pacientemente a que sus padres mueran. Pero la muerte del padre, esta vez, roba a Hamlet de su herencia y le obliga a conocerse activa, no pasivamente. El t¨ªo asesino 31 la madre incestuosa son quienes ocupan el trono; el pr¨ªncipe, a sus pies, no tiene m¨¢s rebeli¨®n que el luto, hasta que el fantasma del padre le dice: recuerda y v¨¦ngame. La memoria y la venganza de Hamlet lo conectan con un mundo de cambio tumultuoso, cambio social, sexual, religioso, est¨¦tico, el mundo del Renacimiento europeo. La corte de Dinamarca, en cambio, no cambia. Ni quiere cambiar. Es un c¨ªrculo cerrado, impregnable, ritualista, pomposo y ciego como Polonio, cruel e inescrupuloso como Claudio. Hamlet, una vez que se da cuenta de su excentricidad respecto a la pol¨ªtica oficial de Dinamarca, se convierte en la pieza que no cabe en la maquinaria, que la perturba y le crea mala conciencia. Debe, por ello, ser expulsado del sistema.
La locura de Hamlet, en la versi¨®n de Peter Hall, es la raz¨®n de Hamlet. Su inconformidad, su humor salvaje, su falta de respete, a las convenciones, tienen que ser vistos como "locura" por los personeros del poder. Stephen Dillane es un maravilloso Hamlet, el mejor que me ha tocado ver. Es un rebelde de 30 a?os, un rebelde revelado por la muerte. Pero es tambi¨¦n un adolescente de 30 a?os, sorprendido entre la capacidad de cambio y maduraci¨®n que todos poseemos hasta en la ancianidad y el orden que le impide manifestar ese cambio, sujet¨¢ndolo ¨¢ un destino establecido formalmente de antemano. El cambio perturbado, encerrado dentro de los muros de la formalidad, trata de liberarse mutando de raz¨®n, de sexo, de pol¨ªtica. Lo ¨²nico que logra Hamlet es matar a cuantos le rodean, hundir el Estado dan¨¦s y entregarlo al enemigo exterior.
Peter Hall, Stephen Dillane y cuantos act¨²an en este soberbio Hamlet londinense han restaurado la tragedia para un mundo empecinado en el crimen. Todo tiene un precio, no hay actos sin consecuencias, la raz¨®n pol¨ªtica y la raz¨®n emotiva rara vez coinciden, menos a¨²n coinciden la felicidad y la historia, Fiero los hombres y las mujeres no tienen otra posibilidad -o mejor posibilidad- que liberar su fuerza personal, aunque choque con la fuerza oficial. La utop¨ªa es el deseo de que ambas coincidan. Pero el nombre de la lucha por alcanzar esa identificaci¨®n es la libertad. Es el drama de Hamlet para nuestros d¨ªas: el cordero de la contracultura devorado por los perros del poder.
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