Esp¨ªas como nosotros
La noticia de que tambi¨¦n el chispeante Noel Coward espi¨® para la corona brit¨¢nica durante la II Guerra Mundial no ha causado gran sensaci¨®n. Espiar, como todas las artes del disimulo, es un patrimonio cultural del Reino Unido, y la mejor vena literaria y acad¨¦mica de este siglo no se comprende en el admirable pa¨ªs sin el lado oscuro de sus agentes secretos. Quiz¨¢ el caso de Coward sea m¨¢s llamativo por la naturaleza del esp¨ªa: actor desde la infancia y dramaturgo, compositor, cantante y hombre del cabar¨¦ en general, pero tambi¨¦n un dandi de gustos bizarros, imaginarle en el esplendor de su homosexualidad sonsacando a un oficial nazi los componentes de la bomba de fragmentaci¨®n resulta chocante; a no ser que caigamos en la ficci¨®n. Ellos, los ejemplares escritores y profesores que espiaron, sin duda disfrutaban vi¨¦ndose as¨ª de ficticios. La noticia nos dice, por lo dem¨¢s, que el Estado Mayor le relev¨® pronto de esas tareas, en la idea de "que ser¨ªa m¨¢s ¨²til distrayendo a las tropas". El talento del understatement o discreci¨®n rebajada de los ingleses. As¨ª salen de buenos sus esp¨ªas.Suburbios remotos
El hecho que s¨ª ha conmocionado es el del otro esp¨ªa descubierto por las mismas fechas, Richard Gott, responsable literario del Guardian y persona muy respetada en el periodismo brit¨¢nico. Reclutado en 1964, Gott empez¨® a informar para la KGB en Londres. "Nos encontrabamos en suburbios remotos, y la verdad es que gozaba con la atm¨®sfera de 'solapas levantadas y estiletes envenenados' familiar para quien haya le¨ªdo relatos de espionaje de la guerra fr¨ªa". Aunque Gott, que ha tenido que dimitir del peri¨®dico, le quita importancia a sus filtraciones con la deportividad que se espera de un gentleman, se ha probado que, aparte de unos viajes pagados por los sovi¨¦ticos, recib¨ªa un estipendio por cada reuni¨®n: ?300 libras del oro de Mosc¨²! (unas 65.000 pesetas). La suma, aparte de ilustrar sobre la arraigada mezquindad de los trabajos literarios en Gran Breta?a, nos har¨¢, espero, reflexionar sobre lo mucho que separa en t¨¦rminos cuantitativos nuestros fondos de reptiles de los suyos.
En mis d¨ªas de profesor en Oxford trat¨¦ asiduamente a un esp¨ªa, aunque no en calidad de tal. (Almorz¨¢bamos en el college, y yo no era gratificado por mis chismes del mundo editorial madrile?o). Se trataba -y a¨²n vive, en una productiva longevidad- de una lumbrera de la filolog¨ªa his p¨¢nica, pero una tarde, al acabar una comida especialmente bien regada, me cont¨® sin ning¨²n ¨¦nfasis sus servicios de espionaje en el Pac¨ªfico. Mi emoci¨®n al tener tan cerca a un personaje de novela fue grande, aunque la costumbre diaria de verle en su despacho descifrando los cancioneros galaico-portugueses fue cambiando mi admiraci¨®n pueril en melancol¨ªa. "Ni mi pa¨ªs ni mi literatura han dado estos h¨¦roes".
?O s¨ª? Es conocido el caso del novelista hoy m¨¢s cargado de trofeos, que en la posguerra se reclut¨® a s¨ª mismo como confidente de la polic¨ªa franquista, y, en el otro bando, las intrigas de la clandestinidad roja con Sempr¨²n, Pradera, el grupo catal¨¢n de Barral y Garc¨ªa Hortelano, que era quien mejor las contaba. No es lo mismo. ?D¨®nde est¨¢ aqu¨ª el catedr¨¢tico que huye tras el tel¨®n de acero por la causa y a causa de un hombre? ?D¨®nde el poeta decadente de d¨ªa que, de noche manda al Kremlin c¨®digos rimados? La plomiza dictadura de Franco quit¨® color hasta a la conspiraci¨®n; la sospecha ritual de los a?os sesenta de ser agente de la CIA salpic¨® antes a escritores latinoamericanos que a espa?oles. Lo peor es que ahora que se publican en prensa las malas memorias de dos agentes dobles en la m¨¢s siniestra tradici¨®n del g¨¦nero, descubrimos que ellos no obraban por amor, que el dinero corr¨ªa en abundancia y era nuestro, y que ninguna justicia les adorna, ni siquiera la justicia po¨¦tica.
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